Natalie abrió la
puerta y entró cautelosa a la sala. Se quitó los zapatos de tacón y descolgó la
cámara fotográfica de su hombro. Vio el reloj de pared, contrastó la hora con
el de su pulsera y se dio cuenta que llegaba con dos horas de retraso. “Estará en
casa”, pensó mientras caminaba hacia el comedor. En el respaldar de una silla
colgó la cartera y la cámara. Observó dos candelas rojas consumidas, una copa
de vino hasta la mitad y otra vacía. En el centro de la mesa sobresalía un
jarrón blanco con rosas rojas y una nota reclinada en su base. “Perdóname. Te
amo. Robert”. Se inclinó sobre las flores, recogió su cabello liso e inhaló el
fresco aroma. Su cutis blanco enrojeció, apagó las luces, caminó hacia la
habitación y, al abrir la puerta, la tiró con todas sus fuerzas.
Robert despertó.
Dormía boca abajo con las piernas abiertas. Encendió las luces, abrió el
closet, tiró bruscamente los zapatos en la zapatera y se sentó en la cama.
Percibió a Robert volteándose y al sentir que la acariciaba con los pies se
levantó repulsivamente. Se desvistió gradualmente, una ceremonia exquisita que Robert
disfrutaba viéndola quitarse la pulsera, la cadena, los pendientes, la blusa,
la falda, el sostén y las medias hasta quedar su delgado cuerpo cubierto
únicamente por las finas bragas. Recogió el vestuario y lo depositó en un
canasto. Apagó las luces, sacudió con la colcha de algodón el lado derecho de
la cama y se acostó en el borde dándole la espalda. Robert estiró su brazo y
con su mano izquierda acarició su espalda. Una leve sonrisa brotó de su rostro
y se cubrió con la sábana sin volver la mirada. Robert insistió y ella,
estirando sus largas piernas, lo golpeó en la rodilla. “Me perdonará”, pensó y
se acercó a ella hasta rozar su cuerpo. Lo apartó de un codazo, un golpe veloz
en su pecho y comprendió que no lo perdonaría, al menos esta noche no lo haría;
“es un descontento efímero, similar a los momentos que consume en cualquier bar
de Managua”, pensó y se acomodó en su lado.
El timbre del
despertador sonó a las seis de la mañana y Robert despertó. La figura de Natalie
y su calor estaban adheridos en su costado. Cuando salió de la habitación
escuchó la melodía que tatareaba en la ducha, sonrió con la seguridad que lo
perdonaría y se dirigió a la cocina. Regresó con el desayuno servido en una
bandeja: huevos fritos, pan tostado con mantequilla, mermelada y jugo de naranja.
Natalie se cubría con una toalla y frente al espejo del tocador peinaba su
cabello fino. Robert colocó la bandeja en el tocador, atrapó su cintura
estrechándola contra su cuerpo y acarició su cuello con la mejilla. Suspiró
profundamente y la toalla rodó por su cuerpo hasta caer en el piso. Robert
buscó sus grandes ojos negros y notó escrito con lápiz labial en el espejo: “Te
abandono”. Giró hacia él y se apartó de su lado. Robert siguió con la mirada
su frágil figura, la vio vestirse y salir de prisa hacia la calle sin
despedirse con la cámara colgada en su hombro.
“No lo sabía, se
lo hubieras dicho”, dije. “Me equivoqué, quise su perdón sin palabras”,
contestó. Desde ese día no es el mismo; su voz, su mirada y hasta su sonrisa ha
cambiado. “No puedo vivir sin ella”, dijo. “Desahógate, escríbelo”, respondí. “No
puedo, sin ella no puedo”, agregó. Sigue llamándola por teléfono pero no
contesta sus llamadas.
Viernes, 26 de octubre de 2012