lunes, 16 de junio de 2025

EL CHINAMO


Nunca pensé que algún día cruzaría la entrada de un chinamo. El nombre, por cierto, viene del náhuatl chinamitl, y se refería a esas cercas hechas de caña o ramas, como las que levantaban en los pueblos cuando la fiesta apenas comenzaba, y todo era transitorio. 

Durante años —desde mis días en Bluefields y El Bluff— los presentaban como sitios de puro escándalo y desorden. Allá, en la costa, eso no existía; no formaba parte de nuestra forma de celebrar, no era parte de nuestra identidad cultural. En Juigalpa y en todo Chontales, a como señala el poeta Arturo Barberena, no hay fiestas patronales sin chinamos, putas y cochones. Pero siempre hay una primera vez y fue durante una de las fiestas de fundación de Nueva Guinea.

Aquella noche, el lado oeste de la antigua pista de aterrizaje, cerca de la barrera, se había transformado en un pequeño universo desbordado: había varios chinamos improvisados, armados con láminas de zinc y forrados con troncos de bambú, apenas conteniendo la locura adentro. Era como un río desbordado: música chinamera (cumbias, música de chicheros y hasta de Palo de Mayo), gritos, silbidos, carcajadas, el retumbar de las láminas sacudidas por el alboroto. Daba la impresión de que, en cualquier momento, aquello explotaría.

—Entremos —dijo Chico, con esa sonrisa de cómplice de travesuras.

—Dale, hombre, esto está encendido —remató Chepe Lolo.

Dudé apenas un segundo. Toda mi vida me habían advertido sobre esos lugares, pero la curiosidad —ese fuego que a veces arde más fuerte que el miedo— me empujó a cruzar la puerta.

Al entrar, el chinamo me tragó. El aire era denso, saturado de humo de cigarro, ron, perfumes y el sudor de los cuerpos agitados. El piso de tierra temblaba bajo el peso de los bailarines. Todo giraba. Todo hervía. Las mujeres lucían sus mejores vestidos. El cabello suelto les bailaba sobre los hombros. Sus risas competían con la música. Era un carnaval de carne, color y alegría.

Chico me pasó una cerveza helada. Intentó decir algo, pero las palabras se ahogaban en el estruendo. Nos sonreímos, brindando en un pacto mudo.

De repente, como si la noche pidiera más fuego, apareció una mujer alta, flaca, enfundada en un jeans ajustado. Se adueñó de la pista como si la hubiera estado esperando toda la vida. El ritmo se aceleró y la música subió de intensidad. Ella comenzó su danza. Primero movimientos sensuales, luego eróticos, luego algo más salvaje, casi animal. Su espalda se arqueaba en dirección al suelo hasta casi romperse, abría las piernas, movía las caderas en círculos que hipnotizaban. Bajaba al suelo, giraba, se contorsionaba. Llamaba a un hombre, lo sujetaba de la cabeza que la hundía en la gorra que llevaba puesta y luego lo jalaba hacia su entrepierna, sacudiéndolo con una fuerza enloquecida, revolcándolo en el suelo.

El chinamo entero rugía. Era un volcán a punto de estallar.

Cuando soltaba a uno, llamaba a otro. Y el espectáculo volvía a empezar. La gente deliraba, los hombres gritaban y daban alaridos. Aquello era puro desenfreno, como si por unos minutos nadie recordara que afuera había un mundo con reglas y relojes.

Busqué a Chico y a Chepe Lolo. Al inicio no los vi, pero al recorrer el ambiente con la mirada, noté que bailaban, con las cervezas en la mano, al lado del tumulto que le hacía rueda a la flaca.

Fue en medio de ese torbellino que una de las mujeres del grupo se acercó a mí. Me tomó la mano con firmeza y, sin decir palabra, me jaló hacia la pista. No hubo tiempo de pensar. Entre risas, gritos y el eco metálico de la música, comencé a seguirle el ritmo. Los cuerpos pegados, el sudor en la frente, el olor a ron flotando, las luces de colores girando como en un carrusel de locura.

Bailamos hasta que el cuerpo se rindió, y salimos al amanecer, extasiados, mientras allá adentro la fiesta seguía viva, como si el tiempo, por cinco días, hubiera decidido no pasar. Y volvimos, claro que lo hicimos, hasta que terminó la fiesta de aniversario.

Un día de estos pasé por un chinamo. Sentí una sed antigua que uno arrastra como cicatriz, el sabor tibio de lo prohibido que nunca se olvida, el humo del cigarro flotando en la memoria, el retumbar de la música mezclado con los gritos, las risas y el vaivén de los cuerpos de las mujeres en la pista, en especial el de la flaca que encendió esa noche como llama ardiente.


15 de junio de 2025.

Foto propia.


lunes, 9 de junio de 2025

ÁRBOLES Y POEMAS

 


Tres árboles se alzaban cerca de la casa de mis padres.
Eran guardianes callados.
Custodiaban secretos, juegos, y sueños
que apenas se dibujaban bajo sus copas.

El primero era un guanacaste.
Majestuoso, en lo alto de una pendiente frente a los tanques de Texaco.
Sus hojas delgadas bailaban con el viento,
como si contaran secretos al mundo.

A su sombra cruzábamos el terreno
con tiradoras y rifles de balines.
Cuando florecía, el suelo se vestía de pétalos y conchas.
Las conchas secas eran balas de juego,
naves que volaban cuesta abajo
con el empuje de nuestra imaginación.
En su corteza rugosa dibujé futuros
que ni siquiera sabía que anhelaba.

El segundo era un laurel de la India.
Elegante, de sombra generosa.
Echó raíces junto al andén,
frente a la casa de los Bermúdez.
Allí reí, jugué, recogí semillas
arrastradas por los vientos de octubre.
El laurel no hablaba, pero escuchaba.
Fue testigo fiel de esos años primeros.

El tercero era un almendro.
Gigante, flanqueaba la bajada al muelle de la aduana,
donde atracaban los barcos guardacostas.
Me sentaba en una banca bajo su sombra.
Comía sus frutos, masticaba sus semillas,
escuchaba a doña Luisa Sandino
saludar a todos, como parte del paisaje.

Un día, los tres fueron arrancados desde la raíz.
No fue tormenta ni tiempo. Fue el hombre.
Desde entonces, viven en la memoria.
Cada vez que paso por esos lugares,
los nombro en voz alta,
como si nombrarlos los hiciera volver.
Eran gigantes. Ni el viento pudo con ellos.
Pero sí la indiferencia.

Hoy tengo otros árboles.
Los sembré hace más de 25 años.
Caobas, acacia amarilla, acacia mangium,
cocoteros, palmas, caña fístula...
Por belleza. Por placer.
Y me han dado ambos.

Cuando el viento sopla fuerte, el cielo se oscurece
y cae la lluvia, me detengo.
Miro los caobas,
las cinco palmeras,
la caña fístula que acaba de soltar sus flores,
el aguacate, el limonero,
y el monje que Gaby nos regaló.

El monje deja caer sus ramas,
como si el peso de la vida lo inclinara.
Pero ahí sigue.
Por las tardes, se llena de aves.
Ahí anidan. Ahí duermen.

Mirarlos me vuelve humano.
Y a veces no.
Porque ya no soy solo cuerpo.
Respiro con ellos.
Somos lo mismo.

Los poemas son como árboles.
Nos enseñan a respirar con otros.
Cada verso, una pausa.
Cada estrofa, una sombra para detenerse.
Como un bosque en lo alto,
o una fila de acacias entre concreto y tráfico.

Los poemas nos recuerdan que estamos vivos.
Y los tres árboles también lo estuvieron.
Aún lo están.
Dentro de mí.

 

24 de Mayo de 2025.

Foto: Propia.


martes, 3 de junio de 2025

LOS ASALTANTES

 


El que iba al frente del grupo tiró bruscamente de las riendas, se sostuvo firme con las piernas en los estribos y se inclinó hacia la albarda, tratando de ganar algo de visibilidad. La lluvia le golpeaba la visera del capote amarillo y le nublaba los ojos. A pesar de eso, sintió cómo el caballo resbalaba cuesta abajo, sobre la pendiente de arcilla rojiza donde el agua corría a chorros entre piedras, ramas y raíces, buscando al río que venía con furia.

El relincho del caballo fue más claro que la vista empañada: algo se movía allá abajo, cerca del viejo puente de madera. Eduardo tensó aún más las riendas, tanteó con la derecha el tambor helado de su consentida —la Mágnum 357— y avanzó con cuidado. El animal patinó. Eduardo apenas logró girar la pierna izquierda por encima de la albarda y se lanzó al lado del camino, rodando entre el barro y ese miedo que se mete en la garganta.

—¡No te movás, no te movás! —rugió una voz entre los matorrales.

Quiso ponerse en pie, pero un AK-47 ya lo apuntaba con fuerza en las costillas. Una mano tosca le arrebató su arma. En ese instante pensó en su mujer, en sus dos hijas que venían detrás montadas. El corazón le golpeaba el pecho como tambor de procesión.

—¡No ando reales! —gritó, sin pensarlo mucho.

El hombre que lo tenía encañonado estaba cubierto de barro hasta las botas, llevaba un capote verde y una barba densa. No dijo ni una palabra. Solo hundió más el fusil contra su costado. Desde la espesura, otra voz gritó:

—¡Levántate, ya!

Levantó la cabeza. En medio del lodazal vio a su esposa montada en su caballo, y a sus hijas en el otro. Detrás de ellas, tres hombres con uniforme de camuflaje las escoltaban en silencio.

—¡Eduardo! ¡Eduardo! —gritó su mujer desde la orilla del río.

Uno de los hombres salió al claro. Llevaba el AK cruzado al pecho y un pañuelo azul le cubría la mitad del rostro. Sus ojos, bajo la capucha, no decían nada, solo mostraban una prisa helada.

Le quitaron la mochila donde cargaba la libreta del banco, unos billetes mal doblados, la cadena, el reloj. A su esposa le arrancaron la medalla que siempre llevaba colgada. Una de las niñas rompió en llanto, y Eduardo, en lugar de gritar, tragó su rabia como quien traga una brasa. Ya no tenía su mimada. Estaba con las manos vacías.

Al llegar a la casa de la finca, encendió una fogata bajo el alero, con tres piedras del río, que todavía bajaba crecido. El lodo seguía ahí, pegado en la ropa, en la piel y hasta en los recuerdos. Recordó lo que le contaron unos amigos finqueros sobre un programa del banco para mejorar el hato. Que si compraba veinte vaquillas y un semental con crédito a largo plazo, salía adelante. Pero él no calificaba, tenía poca tierra. Sus amigos le insistían que vendiera las diez manzanas cerca de la ciudad y así compraba ochenta en Nueva Guinea, cumpliendo con los requisitos. Y ahora, ahí, con la impotencia todavía caliente, pensaba que tal vez se había equivocado.

Pasaron los años. Corría el mes de Junio de 1993. Eduardo, muy de mañana, ya estaba haciendo fila para entrar al Banco Nacional de Desarrollo en Nueva Guinea. Apenas cruzó el portón, el vigilante le pidió que entregara su nueva mimada —su otra pistola— y lo revisó de arriba abajo. Aunque ya eran años de posguerra, aún quedaban rearmados: Contras, Recontras, Recompas, Milpas. El gobierno intentaba desarmarlos con la Brigada Especial de Desarme.

Mientras esperaba su turno, hacía cuentas en la mente: cuánto debía, cuánto iba a pagar por las vaquillas y el semental. El abanico de techo giraba lentamente. A través del vidrio se veía cómo el sol se reflejaba en los charcos que dejaban batidos los camiones al pasar.

Siempre conversaba con los que estaban en la fila. Y entonces lo notó: cuatro hombres con pasamontañas, armas en mano, daban gritos afuera. Amenazaban al vigilante: “¡Entregá la escopeta! ¡Esto es un asalto!” Adentro cundió el pánico. Clientes y empleados se tiraron al suelo. Eduardo apenas alzaba la cabeza. No sintió miedo. Instintivamente quiso buscar su arma, pero recordó que la había dejado afuera. “Si anduviera mi mimada...”, murmuró, como quien escupe un lamento.

Uno de los tipos corrió directo al vigilante, gritando como bestia herida. Levantó el fusil, pero no alcanzó a disparar. Adentro del banco se escuchó el escopetazo seco. El hombre voló hacia atrás, cayó al pavimento, los brazos abiertos, la sangre empapando la camisa. Quedó mirando al cielo, como si esperara una señal que no llegó. Los otros tres, al verlo caer, dudaron un momento. Luego huyeron hacia el parque central. En el rótulo detuvieron la camioneta amarilla de la alcaldía. Arrancaron despavoridos rumbo a Caracito. Más tarde, se supo que soltaron al chofer y dejaron tirado el vehículo. Se metieron por El Cascal, rumbo al monte, donde la niebla se los tragó.

Cuando todo terminó, Eduardo salió como los demás. Se acercó al cuerpo tirado. Lo reconoció. Era el mismo que aquella tarde apuntó temblando a sus hijas. Pero no sintió odio. Solo un cansancio grande, como si el pasado por fin se le hubiera vaciado por dentro.

Esa noche, al calor del fogón de tres piedras, les contó todo a sus hijas, ya crecidas, y a su esposa, que aún llevaba la medalla que un día le arrebataron y que luego consiguió en el mercado.

—A veces me pregunto si hicimos bien en venirnos para esta tierra —dijo con la voz baja.

—¿Y usted qué cree? —le preguntó una de las hijas.

—Creo que la tierra es buena... pero hay hombres que no lo son —contestó mientras removía el café en la olla—. Pero aquí estamos. Y mientras estemos, ellos no ganan del todo.

Afuera volvió la lluvia. Y en su pecho, como un eco, seguía buscando cómo entender lo vivido.

 

17 de mayo de 2025.

La Colina

Foto: Internet