Cuando pensé que
tenía todo lo necesario para hacer el rondón llamé por teléfono a la Tere; “tenés que traer el pescado”, dijo. Iba hacia el muelle de las pangas que viajan a El Bluff con mi primo Javier Álvarez, “el Tanquecito” y tuvimos que regresar a la esquina de la bajada del mercado Teodoro Martínez de Bluefields para comprar el pescado: unos yellow tail de tamaño
mediano, los ofrecen los vendedores en cubetas de plástico en ese sector que,
por eso, tiene una fragancia particular. “¡Llevar pescado al puerto, qué locura!,
¡al monte no se lleva leña!”, le dije a Javier. “Hasta los mutruz desaparecieron”,
respondió riéndose.
Al pasar el
portón del muelle, tres hombres estaban sentados en una banca ubicada frente a
la boletería; tomaban aguardiente y conversaban tan contentos que todos los
volvían a ver por sus carcajadas. No esperamos mucho tiempo, el cupo de
pasajeros se completó en media hora. Eran las diez de la mañana cuando le pasé
las bolsas con las compras a Javier, quien estaba de pie, y me sostuve de su
hombro para abordar la panga. El viento no agitaba olas. Un bote largo repleto
de carbón maniobraba para atracar en el muelle del mercado, casi metiendo la
proa en el basural acumulado debajo del edificio. Cuando el panguero encendió
el motor fuera de borda sentí más intenso el aroma de la gasolina mezclada con
aceite que cambiaba la tonalidad del agua, entre azul y amarillo, por el ardiente
sol.
No vi botes de pescadores
en la travesía de veinte minutos, caminamos por el andén hasta la casa de doña
Juana Angulo, ubicada frente a la bajada del eterno cuartel de los
guardacostas. Con la cadena oxidada que asegura el portón de zinc, Javier dio varios
golpes para ser escuchado. “Entren, no tiene candado”, gritó doña Juana. No ingresamos
hasta estar seguros de que nos había oído porque recordamos que, a pesar de su
avanzada edad, no le falla un rifle calibre 22 bien aceitado para espantar a los
intrusos que se aventuran a entrar en su patio.
—
Ya ni pescado se encuentra aquí, se acabaron
esos tiempos —dijo doña Juana al saludarla. Estaba en la salita sentada en una
mecedora de más de medio siglo de antigüedad.
Javier |
Este ritual fortalece nuestra identidad caribeña, funciona como centro y motor de cohesión a través del cual se aglutinan voluntades y esfuerzos. Me di cuenta, nuevamente, que la amistad se fortalece alrededor de una mesa al degustar el plato preferido y más aún cuando es preparado con la participación activa de amigos y familiares. Pensando en ello, luego de saborear el exquisito rondón bajo la sombra de los árboles de Mango cuidados por el rifle 22 de doña Juana Angulo, hice una siesta revitalizadora en una hamaca, escuchando las pláticas placenteras de Javier y la Tere.
Lunes, 14 de
octubre de 2013