Esperaban ansiosos que pasaran los prolongados meses lluviosos. El dinero que sus padres les entregaban para sus gastos en el recreo, durante las clases en Bluefields, lo ahorraban para comprar la mayor cantidad posible de chibolas o canicas. Entre más bolitas, más juegos y mayor la apuesta. Antes de dirigirse al muelle de las pangas y abordar el barco para trasladarse al puerto entraron a la tienda de Wing Sang. Recorrieron los estantes y se detuvieron en la sección para niños.
— Mira, aquí están las bolitas —dijo Pancho señalándolas con el dedo. ¿Cuántas vas a comprar?
— No sé —respondió El Tanquecito y se quedó pensativo, indeciso.
— ¿A cómo son? —preguntó Pancho a la chinita que los atendía.
— Tles pol chelín —respondió acomodándose un palillo en el moño de su pelo.
— Déme tres pesos —dijo El Tanquecito con decisión— y vos, ¿cuántas vas a comprar?
— Sólo me queda un peso porque compré cigarros. Dame un peso — le dijo a la chinita, mirando de reojo y con malicia a El Tanquecito.
Con sus bolitas en los bultos salieron corriendo hacia el muelle y partieron en el barco “La Lesbia ” hacia El Bluff. Luego de dejar los bultos se cambiaban el uniforme por pantalones cortos, camisetas y botitas burro marca Adoc. Con permiso de sus padres o sin él, se escapaban para jugar por las tardes. Se reunían frente al patio de la casa de doña Carmelita, al lado derecho del andén, propiamente al dar la vuelta por la esquina de la casa de Miss Lilian, frente al muelle de los guardacostas y el mar azul sobre la playa de El Tortuguero. Pancho era el primero en acudir al sitio por vivir a tres casas distantes, frente a la bajada del muelle de la aduana. Luego se aparecía El Tanquecito, sonriente con la bolsa de bolitas amarrada en la faja del pantalón y el permiso de su mamá.
Inquietos esperaban la llegada de El Sapo y El Guerri quienes vivían en el otro extremo del puerto, siguiendo el andén hasta la capilla de la iglesia católica. Ninguno de los dos estudiaba en Bluefields. El Sapo era el mayor y el más rudo de ellos, trabajaba por las mañanas en la casa de Luis Uscudun, ayudándole a Marlon William a elaborar agujas de plástico para cocer redes y peinetas en una maquinita eléctrica donde dejaban caer finas pelotitas de plástico de diferentes colores en los moldes; al ser derretidas, salían los productos que pulían con esmero. El Guerri vivía al terminar el andén, contiguo al cementerio y era el más flaco de ellos, su tiempo transcurría en los alrededores de la cancha de basketball donde jugaba por las mañanas con sus amigos vecinos.
— Ya tardaron mucho —dijo Pancho. Hagamos el ring mientras los esperamos.
Sin opinar, El Tanquecito lo observaba. Tomó un pedazo de palo y sobre el suelo arenoso, a un metro del corredor de la casa continua a la de doña Carmelita en dirección a la de sus padres, trazó un círculo de unos cincuenta centímetros de radio. Decidido a trazar la raya comenzó a contar sus pasos.
— Espérate, espérate, no hagas la raya. Tenemos que ver con ellos a qué distancia vamos a jugar —dijo El Tanquecito.
— Ya se dilataron, se hace tarde —respondió Pancho.
Tres guardias que pasaban por el lugar se detuvieron para ver el juego. “A qué hora comienzan”, preguntó uno de ellos. “Esperamos a El Sapo y a El Guerri”, respondió El Tanquecito. “No tardan, El Guerri está esperando a El Sapo, frente a la casa de Uscudun”, dijo otro de los guardias. Segundos después aparecieron El Sapo y El Guerri con sus bolsas de canicas amarradas en la faja.
— Ya nos íbamos a ir —dijo Pancho.
— Mira, ya hizo el ring —dijo El Guerri.
— ¿Y la raya? —preguntó El Sapo.
— Ustedes deciden a cuántos pasos vamos a jugar —dijo El Tanquecito.
— A nueve —respondió Pancho y todos asintieron.
El Tanquecito se paró en el borde del círculo y comenzó a caminar contando los nueve pasos en dirección a la casa de Miss Lilian. Con la punta de su botita Adoc marcó el punto y Pancho trazó con el palo la raya de tres metros de largo, paralela al círculo.
— ¿De cuánto es la apuesta? —preguntó El Sapo.
— De cinco bolitas —respondió El Tanquecito.
— Vale, de a cinco y sin marrullas —dijo El Guerri.
Los cuatro se acercaron al círculo y sacaron las cinco bolitas. Las acomodaron de tal forma que quedaran separadas y cada cual estaba pendiente de que los otros cumplieran lo acordado. Luego cada quien lanzó con su mano la bolita hacia la raya, mientras los otros median la distancia a la que quedaba para determinar quién iniciaría de primero el juego: sacar la mayor cantidad de chibolas del círculo.
El Tanquecito quedó de primero, El Guerri de segundo, El Sapo de tercero y Pancho de último. Los guardias se sentaron en el andén observando el juego, igual que otras personas que pasaban. El Tanquecito se acomodó de cuclillas, midió una cuarta con su mano izquierda desde la raya, acomodó la canica entre los dedos pulgar y anular de su mano derecha y la lanzó con fuerza hacia el centro del círculo. No dio en el blanco y los otros sonreían por su fracaso. Luego siguió El Guerri y, en el preciso instante en que iba a lanzar de cuclillas su canica hacia el círculo, se escuchó un gritó.
— ¡Pancho! ¡Pancho! ¡Vago! ¡Rejodido! ¡Vení a jalar el agua que los tanques están vacíos!
Todos volvieron a ver en dirección a la casa de Pancho. Era doña Juana Angulo que sostenía una faja esgrimiéndola en su mano derecha mientras Pancho, como gacela, se aventó sobre el círculo de canicas y gritó: ¡Revoluta!, ¡Revoluta!, ¡Piso!, ¡Piso!, tomando todas las canicas y salió corriendo sobre los corredores de las casas vecinas en dirección a la suya. Los guardias reían a carcajadas mientras El Tanquecito, El Guerri y El Sapo lo maldecían enojados.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Miércoles, 14 de diciembre de 2011