sábado, 31 de diciembre de 2022

LA ÚLTIMA NOCHE

 



Cada vez más al suroeste cae el sol,

y sus rayos parpadean entre las ramas

como invitado descendiendo a descansar en ellas.

Lo observo caer y la oscuridad llega lentamente.

 

En este instante pienso en lo lejos que he llegado,

y que hablar de la última noche del mes de diciembre

es como decir que la hierba húmeda es persistente,

sigue allí, creciendo bajo el tronco de un árbol frondoso.

 

Surge de una enorme necesidad por la forma

en que la luz se despide, por lo que nos podemos decir

los unos a los otros, por las cosas que nos guardamos

como el que esconde eternamente algo robado.

 

Y es espectacular, el crepúsculo cubriendo todo tan suavemente.

Quisiera creer que lo importante en este mundo ya pasó.

Nada termina hoy, todo seguirá igual.

Seguirá ocurriendo para siempre: una respiración y luego otra.

 

La forma en que la luz cae sobre las hojas lisas

y brillantes del árbol de caoba,

que se yergue orgulloso al lado del cerco de alambre,

es algo digno de contemplar.

 

31 de diciembre de 2022.

Foto propia.

lunes, 26 de diciembre de 2022

PERSONAJES DEL AÑO 2022


Es este quizás el ultimo escrito del año 2022 y forma parte de los más de treinta que he logrado, pero antes de que cambiemos el calendario, quiero señalar algunas características y anécdotas de los personajes que aparecen en ellos.

Este año, Tapalwás es uno de los personajes relevantes de mis escritos, don Abraham Rodríguez, que en paz descanse, iluminado por la eternidad del creador. A Tapalwás lo escuchaba siendo un niño. Sus palabras, como murmullos llegaban a mis oídos, aún en la inocencia de los 8 años, atento a esa corriente de palabras que empleaba para contar sus guayolas, a sus poses de narrador empedernido —todo lo narrado era una festín que se notaba en el brillo de sus ojos, dramatizando los acontecimientos, imponiendo emoción e intriga— que cautivaba a sus oyentes en cualquier lugar o escenario donde la ocasión lo llevaba, bien en el muelle de la aduana, en los corredores del plantel de la Booth, en la esquina de la iglesia católica y, en su preferido, la casa de doña Juana Angulo, desde la cual observaba desde el corredor a los viajeros que bajaban y subían las 25 gradas del cuartel de la guardia y, además, tenía a su disposición los barriles de guaro lija que distribuía, como agente fiscal, don Octavio Gómez, y saboreaba con agrado en compañía de Victoriano, Masayita o el Africano.

En múltiples ocasiones visitaba su vivienda por la amistad con sus hijos, principalmente con Germán, llamado con cariño el Osito (QEPD), y sus hijas, ya mayores, eran hermosas y amorosas. En su hogar, el Tapalwás guayolero se transformaba en un señor serio y discreto bajo la mirada atenta de doña Panchita, su esposa. Allí miraba el balde donde tiraba sus escupitajos de tabaco y abajo, en la orilla de la bahía frente a la playa de El Tortuguero, atracado al pie del barranco, su bote de canalete.

Allí está Tapalwás, en Volando sobre Piedras, en Un buen Cazador y en El mejor reloj del mundo. Así como protagoniza esos escritos lo vi, escuché y admiré. Te brindo la oportunidad nuevamente para que lo conozcas, que lo escuches, que lo acompañes en ese puerto de El Bluff que hace muchos, pero muchísimos años, dejó de brillar y vive en mis recuerdos.

No pueden faltar los Neoguineanos. La gente que vive y trabaja en este vasto territorio de Nueva Guinea. Gente polifacética, gente aguerrida, emprendedora y capaz de mover y cambiar las condiciones socio-económicas cuando se lo proponen a su gusto y antojo. Y lo digo porque lo he vivido, he transitado por estas condiciones desde el año 1986, primera vez que la visité, donde el aguacero, el lodazal y la neblina me embelesaron después de vivir en el trópico seco de Juigalpa por muchísimos años. Fue como volver a mi Costa Caribe, a Bluefields, a El Bluff, donde llovía todo el año y vivía empapado caminando por el andén, en las travesías en botes pos pos hacía Bluefields todas las mañanas, en las calles de Bluefields en el trayecto a clases y a la salida, cobijándome bajo el alero de los corredores de las casas de sus principales calles.

La Nueva Guinea de esos años, del inicio de la década de los años 90, inauguraba una nueva etapa en su desarrollo con personajes que venían de una guerra entre familias, pero ansiosos de dejar atrás los estragos causados por las balas, las bombas y las bayonetas para reconstruir su tierra prodigiosa, necesitada de su respeto porque sufrió del despale indiscriminado, de caminos para llegar al último de sus rincones con proyectos que transformaran esa realidad que los excluía y marginaba de las bondades de la paz. Personajes que hoy pintan canas, que viven en sus parcelas cultivando la tierra que genera una riqueza tan diversa en distintas épocas del año —granos básicos, raíces y tubérculos, musáceas, cacao, café, piña, leche, queso, carne, frutales de diversos tipos—, y que aún hoy, dos décadas después de inaugurar el siglo XXI, padecen los mismos males de siempre: pobreza, marginación y exclusión, como si estuvieran malditos en su propia tierra, siendo expoliados por los mismos de siempre: los comerciantes, acopiadores, prestamistas y banqueros. Es tanto el grado de desencanto vivido que sus hijos, los herederos de "la luz en la selva" y el futuro soñado, han tenido que emigrar en busca de mejores perspectivas y ellos, sus padres y abuelos, miran hacia la montaña que repoblaron con nostalgia en sus ojos y preguntándose: ¿Para qué tanta lucha?

Felipe Álvarez, llamado con cariño Felipito, el cajero de la aduana de El Bluff, estuvo a lo largo del año en mis pensamientos hasta que lo vi jalando agua, con aquella calma y parsimonia que lo caracterizaba, en el pozo de la casa de mi abuelo Felipe, en la casa de su propiedad ubicada frente al inmenso árbol de Laurel de la India y en su casa de habitación construida por el legendario ingeniero de la aduana don Juan Lacayo y cedida para su familia. Felipito, un hombre respetuoso, honrado al tal extremo de negarle el acceso a la caja fuerte a los guerrilleros sandinistas triunfantes en 1979 que lo amenazaron de muerte con tal de llevarse el botín.

Un hombre íntegro, amable y servicial que dedicó su vida al servicio público como cajero sin hacerle falta, nunca en su vida, diez centavos al arquear la caja. Felipito, el papá de Rafael, Dora Luz, José Manuel y Javier, llamado con cariño El Tanquecito, otro de mis grandes personajes de la época en que el puerto fue un lugar soñado. Tanquecito, le dije hace unos días que me visitó junto con mi otro primo Edwin Cadenas, sos mi héroe, sí, siempre lo fuiste. ¿Por qué?, preguntó. Porque los Reyes Magos te trajeron una bicicleta —a todos los chavalos de El Bluff de esa época los regalos se los traía Santa, pero los Reyes solamente al Tanquecito—, y mientras los otros, Kalilita, Juan Brenes, los Acosta, Benavidez y varios más, hacían competencias de bicicleta en el tramo de carretera entre el muelle de la Texaco y el comedor de la Chinitas, un día me la prestaste y comencé a andar volando al viento por el andén, lleno de dicha y felicidad hasta que después me compraron una bicicleta qué llamábamos “vaca” que tenía llantas gruesas y frenos traseros. Siempre fuiste y seguirás siendo mi héroe, volví a decirle y nos abrazamos.

El mujer mío, como dice un amigo que forma parte de los hombres afortunados, es y seguirá siendo, a pesar de todos los desacuerdos y peleas de parejas de toda la vida, una de mis personajes a la mano. Y poco a poco he logrado ir construyendo ese mundo juigalpino y chontaleño en que vivió, entre las sombras de sus recuerdos en una habitación gigante que durante el día desaparecían las tijeras de lona, al lado de sus abuelos y tíos(as). A pesar de tantos años, 45 años después,  sigue siendo la misma de siempre, terca y una leona de cuando sus hijos se trata.

Y Emiljamary, mi hija, que regresó a ser feliz nuevamente cuando se vino a vivir a mi casa, de quién respiro todos los días la dulzura de su corazón y de los dulces que prepara, llamados dulces para el corazón convertida en una creadora de felicidad; colmó mi casa, su casa, con su alegría y su risa, y me llena de dicha con los abrazos que me brinda cuando corro a su lado por las mañanas apenas despierta. Mi niña, mi corazón.

Inolvidable mi madre de frijoles, doña Juana Angulo. Octogenaria hoy, luchadora de toda la vida. La mamá de Kalilita, uno de los personajes de mis escritos, con el que crecí siendo amigos, peleándonos, volviendo a darnos la mano y ahora en esta etapa de la vida nos recordamos de esos tiempos que he ido plasmando desde hace muchos años. Doña Juana Angulo, su casa, su sala, su cocina, el mostrador donde don Octavio administraba el guaro lija y ella sus panes, sus pupusas que horneaba y viajaban por todo el mar Caribe y que mi papá las pedía en vos alta: ¡quiero una pupusa! Luego se reía a carcajadas y las degustaba, quién no si eran una delicia, sentado en la inmensa sala donde nunca fue permitido que ninguna persona que se echara su cachimbazo escupiera en el piso de madera pulido, sino que eran invitados a salir al corredor. Sus recuerdos, sus nostalgias, están allí para siempre, imborrable el rifle calibre 22 que dominaba con tanta destreza que ningún amigo de lo ajeno se atrevía a entrar en su patio para robarse sus sugar mango.

En los olores y sabores de semana santa regreso a la casa de la abuela Manuela. Al patio, alrededor de una mesa de madera donde muelen el maíz para después elaborar las cosas de horno, rosquillas, hojaldras; las risas; los gritos; el fogón en el suelo donde ponían a hervir los nacatamales especiales que la tía Magdalena les daba ese toque tan genuino que por ello los llamaban los nacatamales especiales de la tía Magda; ni el almíbar que preparaba la abuela Manuela con productos todos recolectados del patio; los pescados secos que el tío Gustavo arponeaba en el muelle de la Texaco y que desde el lunes pasaban secándose al sol en el tendedero de ropa para que estuvieran listos ese viernes y preparar el delicioso arroz con pescado que la abuela Manuela hacía con esmero al estilo hondureño, su tierra de origen.

La alegría giraba alrededor de la mesa engalanada para la ocasión: manteles, platos, cubiertos, vasos, todo esmeradamente colocados con precisión, como se hacía todos los viernes santos. Todos sus sentidos activados percibían el aroma del maíz transformado, el hervor del perol de nacatamales, el arroz con pescado bañado con una salsa espesa secreta de la abuela, el dulce del almíbar. Todos ocupaban su lugar definido en la gran mesa redonda de madera inhalando el aroma de tierra mojada bajo sus pies después de ser regada con baldadas de agua para bajar la temperatura a la sombra del árbol de mango, y ahora todos se han ido.

¿De dónde obtuvieron tanta riqueza? ¿Cómo?, le pregunto al Tanquecito luego de mostrarle la foto que hoy uso como portada de este escrito. Se queda pensativo y me dice de la madera, sí, de la extracción de madera en el llamado hoy Caribe Norte cuando existían grandes empresas madereras que exportaban hacia el norte y otros lugares dándole contratos a pequeños empresarios. Felipe, mi abuelo materno, originario de Granada, se trasladó a vivir a Waspán y allí desarrollo sus habilidades en el negocio de la madera, dándole frutos suficientes para crear y desarrollar la familia con mi abuela Manuela y de la que hoy sobrevivimos varios primos.

A los estibadores de ganado fue como si los hubiese soñado. Hombres fuertes, altos, de brazos fornidos, espaldas anchas y manos callosas. Black creoles de los barrios negros de Bluefields que viajaban a El Bluff en lanchones, una cuadrilla de hombres seleccionados para una labor riesgosa, agotadora y violenta: desembarcar de lanchones y embarcar toros, novillos y vacas en barcos mercantes que navegaban por el caribe. Allí están observándolos desde el techo de la aduana Kalilita, Mario Tachita, Zamba Larga, Pilón y, desde el balcón del segundo piso de la aduana, el coronel Alejandro Peters que sale y entra para vivir los momentos más emocionantes de la labor de los estibadores de ganado.

A el hombre del bastón lo encontré en mis caminatas mañaneras por el parque central de Nueva Guinea recogiendo botellas. Nunca lo había mirado, pero en cada vuelta que daba me fui fijando en los detalles: el tipo de bastón, su forma de caminar, su rostro, su piel maltratada por los años y el rincón de una casa cercana donde dormía para levantarse a las cuatro de la mañana a recoger botellas de plástico o de vidrio para luego venderlas en los centros de acopio. Un hombre golpeado por la vida pero que sigue luchando a diario para sobrevivir en este mundo hostil como miles de seres humanos golpeados por la injusticia, la marginación y la explotación.

El hombre que vi una madrugada caminando en baby doll por las calles cercanas al mercado municipal de Nueva Guinea es sin duda uno de los personajes más sofisticados de este año. No lo conocí en su momento ni por muchos años, hasta que un día sin querer me di cuenta de su identidad que mantengo bajo las llaves de los secretos. Siempre que nos vemos nos saludamos, sin el saber que yo sé, ahora que su cabello y su bigote se han puesto canosos.

Y, por último, mi personaje más querido, mi padre White Bush Hill Bush, el capitán. El hombre que nunca me abandonó, el que siempre estuvo a mi lado en los momentos más difíciles, el que nunca intentó sustituir mis esfuerzos con su capacidad de amarme, sino que dejó que me valiera por mi mismo, después de darme todas las oportunidades para que adquiriera las herramientas que me llevaron a recorrer el camino. El hombre de mar, el navegante, el capitán, el marino, un hombre alegre, encantador, amigo de mis amigos, y que para estas épocas del año, lo añoro como el niño que llora ante la ausencia de un ser amado.

 

Domingo, 25 de diciembre de 2022.

Foto propia: Familia Álvarez. 

domingo, 11 de diciembre de 2022

AL OTRO LADO DEL PUENTE

 


La brisa provenía del noreste y las olas rompían en las rocas de la costa. El camino de grava se inundaba, los baches crecían hasta rebalsarse y luego se vaciaban en la playa. Desde el puente de madera se miraba que el horizonte se teñía de nubes grises, los árboles del manglar se estremecían y las olas de la laguna buscaban la bahía.

Acostado en los tablones del puente, con las manos al aire, sostenía una fina cuerda de nylon que hacía girar con un diminuto anzuelo en el extremo. De frente, donde las aguas se mezclan, observaba el faro que previene a las embarcaciones de el arrecife y, más allá, en poniente, la silueta de los Cayos. Abajo, el anzuelo giraba sobre un cardumen de sardinas plateadas que capturaba para utilizarlas de carnada en la pesca que haría por la tarde en el muelle municipal.

La técnica la había adquirido poco a poco. Era sencillo, pero requería de mucha práctica: estar atento al mordisco de las sardinas y jalar velozmente la cuerda al sentirlo. La sardina que picaba no se podía ver entre tantas que giraban en sincronía como si se tratara de un único organismo, pero al jalarla salía del agua destellando el color plateado de su cuerpo y sus ojos me miraban fijamente a pesar de los giros que daba hasta caer en los tablones. Sus agallas palpitaban desesperadamente y daba coletazos laterales hasta que la tomaba de la cabeza, le quitaba el anzuelo y la tiraba en un pote viejo.

Un cayuco entró en la laguna, pasó debajo del puente y el cardumen desapareció. Luego volvía la calma y nuevamente las sardinas. Atrapaba una y otra, hasta que repentinamente comenzó a llover. La brisa del noreste se tornó en una lluvia copiosa, intensa, con truenos y relámpagos, y corrí a guarecerme en una casa de madera ubicada al otro lado del puente. Allí, en el corredor, escampé la lluvia que duró más de media hora.

Mientras miraba como el viento zarandeaba los árboles de las casas del frente, en el otro extremo del camino de grava, escuché un grito: ¡Aaa…maa!, ¡Aaa…maa!, ¡Aaa…maa!, proveniente del fondo del patio de la casa en que me guarecía.

Dejó de llover y con cuerda y carnada caminé entre los charcos de la grava hacia el lado del que provenía la voz. Entre los arboles vi una caseta de madera similar a una letrina, pero estaba cerrada con una cadena y un candado y en la parte superior tenía una ventanilla. De allí provenía la voz y la escuché más fuerte, más desesperada: ¡Aaa…maa!, ¡Aaa…maa!, ¡Aaa…maa!, y me dispuse a asomarme cuando un hombre gritó desde el fondo de la casa, desde una ventana de la cocina, diciendo que me largara de su propiedad, que dejara de andar husmeando en casas ajenas. Y corrí, corrí con miedo hacia el puente, lo subí y seguí corriendo con temor hasta que logré calmarme.

Después de pescar unos peces finos, plateados y chatos llamados Pez de Plata me dirigí a la casa. Abuela los preparó fritos con tajadas de plátano. Luego de la cena me acerqué al abuelo que se mecía en su silla.

“Abuelo, hoy escuché a un hombre gritar”, dije.

“Los hombres siempre gritan”, respondió.

“Este hombre era diferente, abuelo, era distinto”.

“Dígame que tenía de distinto, aquí hay hombres altos y bajos, blancos y negros, que tan distinto era”.

“Abuelo, gritaba desesperado. Lo tenían encerrado en una caseta de madera”.

“Usted logró ver a ese hombre”

“No, otro hombre se asomó por una ventana y dijo que me largara de su propiedad”.

“¿Dónde estaba ese hombre?”.

“En una casa, al otro lado del puente”.

“¿Usted qué hacía allí?”

“Nada, solamente me refugié en la casa por la lluvia y escuché los gritos”.

Abuelo se ladeo y miró hacia la calle en dirección al camino, comprobó que anochecía y volvió a mecerse. La abuela entró a la sala con una lámpara de querosín y la colocó sobre una mesa.

“Está enfermo, padece de demencia o locura, y por ello lo mantienen encerrado. Antes, a ese hombre y otros muchos como él, al igual que a las mujeres, los encadenaban para que no se escaparan a las calles, pero ahora los encierran en ese tipo de celda”, dijo.

“El hombre gritaba: ¡Aaa…maa!, ¡Aaa…maa!”.

“También tienen sentimientos. Los encierran porque hay gente que les teme, hay otros hombres que los golpean y jóvenes maleducados les tiran piedras. Los familiares no quieren que les hagan daño”.

“Se hace noche”, dijo la abuela.

“Jovencito, es hora de dormir”, dijo el abuelo.

Di las buenas noches. Poco tiempo después llovió a cántaros y el viento sacudía las ramas de los árboles de mango, aguacate, mamones y pera de agua que poblaban el patio. Me quedé dormido pensando en la locura, en que un día podría amanecer con esa enfermedad y sentí mucho temor de encontrarme encerrado.

Al día siguiente, por la tarde, me dirigí al otro lado del puente y me acerqué con cautela a la caseta del hombre encerrado. Percibió mi presencia y comenzó a gritar de la misma manera, con desesperación. Desde las rejillas de madera tiré caramelos y galletas y me alejé corriendo. A varios metros de distancia, al salir al camino de grava, ya no gritaba.

Esa noche no llovió y salió la luna. Acostado pensaba en el hombre que mantenían encerrado, en los rayos de luna que entraban por la rejilla de madera iluminándole el rostro. Lo imaginaba tranquilo, en paz, sin dar gritos desesperados porque su madre abría la caseta y lo acurrucaba como a un niño.

10 de diciembre de 2022.

Foto Propia.

lunes, 7 de noviembre de 2022

DESAYUNO

 

En tu ausencia

he comido de todo

lo que guardas en

el refrigerador.

 

Bananos, papaya,

miel, ciruelas, fresas.

Seguramente las tenías

reservadas para tus desayunos.

 

Ahora suplico me perdones,

si aún puedes, si quieres.

Estoy cansado,

no continuaré haciéndolo.

 

Tienes que saberlo,

estaban deliciosas,

frescas, dulces y frías.

Tan exactamente iguales a vos.

 

6 de noviembre 2022.

Foto: Fresas en el refrigerador.

lunes, 31 de octubre de 2022

EL CAJERO DE LA ADUANA DE EL BLUFF

 

Felipito giró con suavidad y pericia la combinación de la caja fuerte que estaba sobrepuesta en una mesa de su oficina. Era el único cubículo protegido por verjas de hierro, pintadas en color oscuro, cuya base era el mueble de madera que limitaba el paso del público a las oficinas del segundo piso de la aduana.

Desde dos ventanales de la pared de concreto que daban al exterior del edificio, a un lado del acceso principal que comunicaba con el andén del puerto, observaba el paso de los transeúntes y, entre las verjas, a los que entraban o subían por las gradas internas desde la bodega a realizar gestiones con los contadores que revisaban o preparaban documentos de exportación e importación, o simplemente tenían citas con el coronel Alejandro Peters, director general de la aduana.

En su ritual de todos los días, la caja fuerte marcaba el inicio de una nueva jornada de trabajo. En una hoja de varias columnas llevaba el recuento de todo su contenido, desde las monedas de diez centavos hasta billetes de cien córdobas, así como dólares, pólizas pendientes de pago y cheques girados a nombre de la aduana.

Sacó el tesoro en el orden inverso al guardado para su recuento y chequeo, marcando con el símbolo de verificación las casillas de las filas y columnas correspondientes a cada denominación o documentación con lápices de colores diferentes —negro, rojo o azul, según el caso— con calma y parsimonia. Tiró con sus manos suaves y pulcras de la manivela de la maquina sumadora para incorporar los números que ingresó presionando el teclado numérico grande, y observó la cinta de papel registrando las operaciones.

Al terminar volvió a guardarlo y cerró la caja fuerte girando tres veces la cerradura de combinación. Era el único de los empleados de la aduana que conocía de memoria los números y los movimientos que debía hacer, a la izquierda y derecha, para abrirla. El único instante en que la caja fuerte permanecía abierta era el que empleaba para el recuento mañanero.

Felipe Álvarez Alvarado, llamado Felipito por sus amigos para diferenciarlo de su padre Felipe, responsable de la bodega, acudía a su puesto de trabajo antes del horario establecido. Su casa, ubicada en las cercanías de la aduana —fue construida por la aduana y asignada a él y su familia como a otros empleados—, a unos treinta metros de distancia, los que transitaba caminando sobre un andén de bloques acostados que comunicaba con la casa de Juan Ramón Acosta y su familia, quien era mecánico y responsable de la planta eléctrica que brindaba el servicio de energía a las casas de la aduana. Eran casas gemelas, separadas por un espacio de diez metros, ubicadas frente a la aduana y del andén del puerto. Por esa cercanía, Felipe llegaba temprano a su trabajo, primero que los otros empleados, y se encargaba de abrir el candado del portón metálico que corría sobre rieles y daba acceso a las oficinas.

Por las mañanas, antes de acudir a la aduana, jalaba agua del pozo ubicado en un costado de la casa. Ese era su ejercicio, llenar dos o tres tanques de agua y la pileta del baño interior para que no faltara el agua. Se vestía siempre con camisa manga corta y camisola por dentro, pantalón de tela, faja del color de las zapatillas que usaba y llegaba perfumado a sus labores.

Por las tardes, después de las cinco de la tarde, hora en que Felipe, su padre, tocaba una campana de bronce para anunciar el final de la jornada de trabajo, se cambiaba de ropa y jalaba agua de tomar desde un pozo ubicado en una casita de su propiedad cercana a la de sus padres, pero la preferida, la mejor, era el agua del pozo de sus padres, mis abuelos. Esa afición, jalar agua, además de un deber para abastecer de agua a su familia y que la tía Merchú no padeciera de desabastecimiento, fue heredada de mi abuelo Felipe, quien al igual que él, era un incansable jalador de agua en su pozo perforado a mano con un fondo de piedra azul. Ese quehacer diario, el esfuerzo, el ejercicio de sus piernas, brazos y hombros, funcionaba como terapia al estar sólo con sus pensamientos. “Esta es el agua más limpia y más fresca de El Bluff”, decía al cargar los bidones de agua hacia su casa, distante a unos cien metros.

A las doce en punto, luego de las campanadas que tocaba mi abuelo, cerraba bajo llave su cubículo enverjado, el portón de acceso y regresaba a casa para almorzar. Mercedes, su esposa, “la tía Merchú”, lo esperaba con le mesa servida. Cada plato era un agasajo para él y sus hijos: Rafael, José Manuel y Javier. Era un hombre de buen comer y la tía Merchú se esmeraba en prepararle los mejores platillos; obtenía las recetas de revistas, programas radiales y de la TV, en ese entonces en blanco y negro. A esa hora seguía el ritual de todos los días: entraba al baño, el mismo en el que había llenado la pileta de concreto con el agua del pozo, sacaba una pana de agua para lavarse con abundante jabón sus manos pulcras, con toalla de mano se secaba y salía a ocupar su lugar de cabeza de mesa mientras lo esperaban para servirse.

Desde el andén del puerto, al pasar frente a la casa, escuchaba el sonido del contacto de los tenedores, cuchillos y cucharas con los platos de china en que se servían y comían sin escuchar sus voces. Cuando los visitaba, y coincidía con el almuerzo o la cena, era invitado a acompañarlos. Era tan deliciosa la comida que preparaba la tía Merchú que cuando hablaba con mi mamá le decía que había cenado frijolitos, y mamá se reía, respondiendo que en casa no queríamos comerlos.

La despensa de la casa del tío Felipe siempre estaba abastecida con variedad de productos. Muchos de ellos los adquiría en las tiendas de los chinos en Bluefields y otros a través de los barcos mercantes que atracaban en el puerto. Entre estos, jamones, pavos, uvas, peras, manzanas y licores. Después del almuerzo había postre: icacos en miel, pastel de limón, de piña y sorbete elaborado por las propias manos de la tía Merchú en su heladora de madera.

Tío Felipe decía con permiso cuando terminaba de comer, pedía que le pasaran los platos dando las gracias por ello pues era un hombre educado, no por poseer grandes títulos, sino por la forma en que trataban a las personas, con respeto y calidez. Con sus hijos era muy amoroso, nunca vi que los castigara a fajazos o con sus manos, pero cuando hacían travesuras que lo enfadaban y merecían alguna reprimenda, los castigaba. Eran castigos que evitaban que hicieran las cosas que les gustaba hacer como andar en bicicleta, salir a jugar con sus amigos o ver televisión.

En la casa de tío Felipe miraba televisión. Era un televisor grande en blanco y negro. En ese televisor vi al Apolo XI llegar a la luna y aprendí que no había aterrizado sino alunizado por la explicación que él nos daba. También vi varias peleas de Alexis Arguello y de Mohammed Ali. Su casa era una casa abierta, en la sala con acomodábamos todos los chavalos, entre primos y amigos, sentados en el suelo, frente al televisor, para ver esos eventos importantes. Era un espacio pequeño pero acogedor. En ella sobresalía una foto de él con José Manuel. Estaban en la esquina de Wing Sang y el fotógrafo los captó desde la calle mientras ellos sonreían en la alta acera. José Manuel podía tener unos diez años de edad y el tío Felipe menos de cuarenta porque aún no mostraba canas en su cabello negro ondulado.

Después de una pequeña siesta regresaba recuperado a sus labores, y la tía Merchú se sentaba en una mecedora de madera a tejer. Ella tejía de todo, desde centros de mesas, joyeros y cubre colchones, muchos de los cuales terminaban como regalos para sus amigas o familiares, y sabía transmitir su arte a chavalas y señoras de esa época.

Muchos chavalos del puerto llegaban a su oficina dando muestras de buen comportamiento para pedirle dinero, en ese entonces monedas de 10 y 25 centavos, para luego visitar la tiende de doña Estercita y Toño Real y gastarlos en empanadas, chicha en botella, leche de burra, bombones y chingongos. Sin una orden del coronel no les daba ni un centavo, ni a sus hijos, Javier y José Manuel, porque para él la honestidad era uno de los principales valores que debía existir en un servidor público, razón por la cual su trabajo como cajero de la aduana fue intachable en los más de 40 años que desempeñó el cargo.

Todos los sábados, después de arquear la caja, retiraba el tesoro que resguardaba y llenaba uno o dos maletines de lona y cuero que cerraba con un candado. Presentaba los documentos al coronel, dándole los detalles pertinentes sin omitir ni un centavo, para su firma, y partía con ellos hacía Bluefields en la panga de la aduana, pilotada por Orlando Lacayo, el panguero oficial, llamado “Chicho” por todos los Blofeños, a efectuar el depósito a nombre de la aduana en el Banco Nacional. Era lo primero que hacía al llegar a la ciudad, luego sus gestiones personales, entre compras y visita a sus amistades. Al final de sus compromisos visitaba a Carlos Chávez Hernández, su amigo de todos los tiempos. Conversaban amenos y tomaban tragos con sus boquitas respectivas. Así, Felipito, culminaba su viaje, en una tertulia agradable.

A las cinco de la tarde regresaba a El Bluff. La tía Merchú, en su larga espera desde el corredor de la casa, divisaba desde la distancia, al cruzar Half Way Cay, la panga de la aduana y no le quitaba la mirada hasta que bajaba su velocidad para atracar en el muelle de las pangas de la aduana, ubicado a un extremo del muelle principal. Desde que miraba su rostro, antes de atracar, dejaba de hacer lo que estuviese haciendo, leyendo revistas o tejiendo, o simplemente conversando con las visitas que la frecuentaban y salía a su encuentro en las graditas ubicadas frente a la planta eléctrica de la aduana y frente a la casa de los Allen.

“Felipe, Felipe, sabes que te hace daño tomar y no haces caso”, decía la tía Merchú.

Felipito mostraba una sonrisa plena, sonrisa de felicidad etílica, mientras ella lo tomaba del brazo y lo jalaba con fuerza para que su tambalear disminuyera, tratando así que no se notara el vaivén de piernas descontroladas en el andén de un metro y medio de ancho. A jalones lo llevaba frente a la casa, a jalones lo hacía subir las gradas hasta el camino de bloques acostados y entraba regañándolo hasta que lo desvestía y acomodaba en la cama matrimonial.  Felipito dormía profundamente su sueño etílico.

Al siguiente día volvía a jalar agua temprano por la mañana y regresaba como nada a sus rutinas en la aduana, sin el horrible malestar que padece el que bebe alcohol etílico hasta embriagarse.

Era miembro de las comitivas que inspeccionaban los barcos mercantes que atracaban en el puerto. Abordaban ante un gentío curioso que se aglomeraba en el muelle, confundiéndose con los estibadores; se escuchaban saludos, gritos de alegría, citas nocturnas, buenas y malas nuevas desde el barco y el muelle, mientras la comitiva subía con el inspector de aduanas encabezándola. La inspección rutinaria se desarrollaba: revisaban manifiestos de carga, documentos de la tripulación y equipaje, el estado sanitario, las bodegas y cubierta, y las normas de seguridad, concluyendo en la cabina del capitán donde eran invitados a degustar platillos para la ocasión y brindar por el feliz arribo y una placentera estancia en el puerto. Bajaban contentos con bolsas llenas de regalías que posteriormente compartían con sus familiares y amistades. Felipito llegaba sonriente a casa después de estas inspecciones y con regalitos para la tía Merchú.

Cuando el coronel Alejandro Peters Vargas fue enviado a retiro y pensionado, lo sucedió en el cargo el coronel Juan Ramón Brenes y Felipito siguió laborando con el mismo esmero y dedicación en su cargo de cajero de la aduana.

En 1979, a pocos días de la caída de Somoza, muchos de los altos funcionarios de Bluefields salieron en estampida con sus familias en barcos, ante la inminente caída de la dictadura, pasando por El Bluff, al igual que los altos mandos de la Guardia Nacional. Felipito, desde el balcón de la aduana, los vio partir. Era un gentío que se aglomeraba en la cubierta de los barcos, diciendo adiós con sus manos y lágrimas en los ojos.

Cuando miembros de la brigada internacionalista Simón Bolívar llegaron a El Bluff, el Jaque Bazar y brother Ray los recibieron en el muelle de la aduana. Estos dos últimos asignados por el jefe de los insurrectos Dexter Hooker.

“Los jefes me enseñaron cartas firmadas por la comandancia del Frente Sur, estos sí eran grandilocuentes, sobre todo un negrito chaparrito y barbudo con voz de gigante llamado Kalalu”, recuerda Dexter Hooker en sus memorias.

Días después, ya con el triunfo sandinista, se presentaron en la aduana con su atuendo de combatientes guerrilleros.

“Buscamos al administrador”, dijo el barbudo, dirigiéndose a Felipito con sus manos sobre el fusil Fal que colgaba de sus hombros”.

Los compañeros de trabajo estaban presentes en sus puestos, expectantes y nerviosos por la presencia de los guerrilleros y los rumores que se decían por todos los medios, radio y televisión, de que iban a ajusticiar a todos los somocistas, y ellos caían en esa categoría por trabajar en la aduana del puerto.

“El coronel Brenes ha salido del país con su familia”, respondió.

“Como todos los cobardes”, dijo el otro con la mano puesta sobre la empuñadura de la pistola que colgaba de su cinto.

“¿Usted es Felipito, el hombre que maneja los reales?, pregunto el barbudo.

“Si, yo soy”, respondió.

“Abrí la caja fuerte, tenemos órdenes de llevarnos todo el dinero que encontremos para la causa revolucionaria”, dijo el pistolero.

“No puedo hacerlo, sólo con una orden del administrador de aduanas puedo abrirla”, respondió Felipito.

“Déjese de pendejadas, parece que usted no se da cuenta que hay una revolución, y nosotros somos los que ahora mandamos, Abrí la caja fuerte o te llevamos preso a Bluefields”, dijo el del fusil Fal con tono irritado.

Varios de los compañeros de Felipito se acercaron, con temor a los revolucionarios, para hablarle y convencerlo de que abriera la caja fuerte.

“Abrí la puta caja o aquí mismo te pongo tieso”, dijo el de la pistola.

Felipito, pensativo, dio varias vueltas en su cubículo cerrado por verjas de hierro, pensativo, su mente nublada y sus manos temblorosas: nunca antes lo habían amenazado hombres armados. Vio sus rostros de desesperación y odio. Se acercó a la caja fuerte, accionó la llave, hizo los movimientos de la combinación que solo él conocía y abrió la pesada puerta de la caja fuerte.

Al ver la oscuridad de su interior, los dos revolucionarios saltaron sobre el estante de madera que separaba el acceso de los visitantes con los empleados de la aduana y entraron a su cubículo, al cubículo sagrado del cajero de la aduana.

“Saca todo el dinero que tenés allí”, dijo el barbudo del Fal.

“No hay casi nada, talvez unos dos mil córdobas”, respondió Felipito.

Felipito retiró con su característica parsimonia el poco dinero que tenía la caja y se lo mostró a los revolucionarios. Indignados, daban gritos de enojo.

“Hijo de la gran puta, nos estás engañando. Sabemos que aquí hay más de cincuenta mil dólares. Así que de una vez diga dónde está el dinero”, gritó el de la pistola, haciendo ademanes amenazantes con ella.

“Se lo llevaron, se lo llevaron”, dijo uno de los compañeros de Felipito. “Se lo llevaron hace días, el administrador salió embarcado, pero el resto está en el banco”, agregó.

Meses después Felipito Álvarez fue jubilado de la aduana al asumir sus funciones el personal del gobierno revolucionario. Siguió en sus rutinas, dedicó parte de su tiempo a sus nietos y nietas y visitó a su hija Dora Luz en el puerto de Corinto. Sufrió la destrucción de su casa por el huracán Juana y se refugió por unos días en Santo Tomás, Chontales, con la tía Merchú. Poco a poco lograron reconstruir con el apoyo de Hábitat para la humanidad, pero nunca volvió a parecerse a su antigua casa.

“Siempre fue un hombre dulce y tierno”, recuerda su nieta Anielka, pero era mi tía la que nos castigaba.

Le diagnosticaron una hernia en la ingle y fue operado. En su recuperación, pocas semanas después, siguió jalando agua del pozo y nunca curó del todo, razón por la que cayó postrado bajo la atención de la tía Merchú, recuerda Dora Luz.

“Mercedita, tengo ganas de comer un buen nacatamal”, decía.

“No, Felipe, no, te hace daño”, respondía la tía Merchú.

“Ay Mercedita, que tal un chanchito frito, gordito”, volvía con sus antojos.

“Felipe, pareces un niño, sabes que te hace daño”, decía la tía Merchú.

Y así, postrado en cama, el 23 de febrero de 1999, falleció de un infarto en su habitación con la tía Merchú a su lado.

El hombre que dedicó gran parte de su vida al resguardo y manejo de los fondos de la aduana de El Bluff, fondos que ascendían a decenas de miles de dólares en concepto de impuestos por importación y exportación de mercancías, se rindió a la muerte.

Vive en la memoria de sus hijos Dora Luz, José Manuel y Javier y de sus nietos y nietas, de sus sobrinos, así como en la de aquellos que lo conocieron y recuerdan como un hombre honesto, respetuoso, amigable y de buenas costumbres.

 

domingo, 30 de octubre de 2022

Foto: Felipito en el parque de la loma de El Bluff con sus nietos Anielka y Rafael.

domingo, 25 de septiembre de 2022

LOS NEOGUINEANOS


Neoguineanos son los habitantes de un vasto territorio del trópico húmedo llamado municipio de Nueva Guinea, ubicado en el sureste de Nicaragua. Aproximadamente son más de 80 mil personas las que habitan permanentemente en sus 2,667.46 kilómetros cuadrados de superficie. Su densidad poblacional es de 30 personas por km², inferior en un 41% a la media nacional. Es prácticamente una zona despoblada si la comparamos con otros municipios del país, pero debemos considerar que apenas tiene 57 años de haber sido fundada por 20 intrépidos colonizadores.

Los Neoguineanos tienen el privilegio de vivir en cuatro ámbitos políticos-administrativos: en un caserío, en una comarca, en un distrito y en un municipio, situación bastante peculiar en el país, debido al proceso de colonización que conformó una red de caminos integradora de asentamientos humanos. 

En 1965, con la llegada de los fundadores se inicia un período de colonización espontánea, nómada, y luego planificada (1972-1979) e impulsada por el Instituto Agrario Nacional (IAN) con fondos del BID y asesoría israelí, conformando “la colonia” como asentamiento humano, población concentrada en el ámbito rural, dotada de todos los servicios básicos (salud, educación, energía eléctrica, caminos, viviendas), tierras (50 hectáreas por pareja) y financiamiento para despalar la montaña e incorporarla a la producción agropecuaria.

Los Neoguineanos tienen varios orígenes, por ello son multiculturales. Todos los departamentos del país han influenciado en su conformación y, por lo tanto, en rasgos de su cultura. En su territorio se encuentra el acento norteño, su música y su danza, pero de igual manera, casi totalizadora, la cultura chontaleña, representada en el campisto de las fincas, en los desfiles hípicos, en los montadores y las barreras de toros. 

Los Neoguineanos son trabajadores y honrados. Sus labores son agropecuarias y es la base de su estructura económica. El campo se encuentra lleno de trabajadores —mandadores, jornaleros, ordeñadores, campistos, macheteros, arrancadores de raíces y tubérculos, cortadores de café, de piña, de cacao y otros— que son empleados por pequeños, medianos y grandes productores dispersos en todo el territorio.

Los Neoguineanos son emprendedores. Un gran segmento de su población se dedica a actividades comerciales. El casco urbano es el principal centro de prestación de servicios a la población: financieros, agropecuarios, abarroterías, supermercado, y miles de vendedores aglomerados en pequeños puestos de venta en el mercado municipal y a ambos lados de la calle central de la ciudad.

En las colonias y comarcas se celebran los días de mercado y a ellos acuden miles de comerciantes —se desplazan desde Managua, Masaya y otros departamentos, al igual que los locales— a ofertar sus productos, muchos de los cuales se realizan aún en base al intercambio de mercancías (dame queso y te doy lo que necesitas) donde la confianza entre compradores y vendedores es la base de sus relaciones a mediano y largo plazo.

De igual manera, existen miles de trabajadores por cuenta propia que brindan diversos servicios, tales como abogados, médicos, laboratoristas, barberos, electricistas, fontaneros, albañiles, carpinteros, mecánicos, soldadores, herreros, panaderos, destazadores y carniceros, pasteleras, nacatamaleras, tortilleras, güirileras, fritangueras, esteticistas, empleadas domésticas, vendedores ambulantes chamberos que se ganan el día de diversas maneras.

Los Neoguineanos son alegres y fiesteros. Son los únicos del país que no celebran fiestas patronales, aun cuando San Martín es su patrono, pero cada 5 de marzo conmemoran el aniversario de fundación del municipio, hazaña realizada por 20 campesinos (entre ellos dos mujeres) bajo el liderazgo del reverendo José Miguel Torres Reyes. Para la ocasión, realizan una marcha por las calles de la ciudad y un acto conmemorativo con los fundadores sobrevivientes en el parque central de la ciudad. 

Organizan un desfile de hípicos, una barrera o dos y se aglomeran para ver las montaderas de toros, pero de lo que más disfrutan, hombres y mujeres, es bailar al son de chicheros y en los chinamos hasta el amanecer. En la década de los años 80 y aún en los 90, las mujeres lucían sus mejores galas, vestían maxifaldas con zapatos de tacones altos para asistir a las fiestas y discotecas, mientras que los hombres visten tipo vaquero: botas altas de tacón y/o botas de hule, camisas a cuadros, pantalones jeans, fajas con hebillas grabadas, gorra y/o sombrero. En esta época, los jóvenes de la ciudad visten a la moda “chic”.

Las mujeres Neoguineanas son hermosas, amorosas, formadoras de valores en la familia e integradas a la actividad comercial y productiva. El en campo se integran a labores agrícolas, lo que depende del ciclo de la familia y la necesidad de atención a niños pequeños. Obtienen ingresos en actividades no agrícolas como pequeño comercio, elaboración artesanal de alimentos (queso, cuajadas, cosas de horno) y actividades de patio (crianza de cerdos, gallinas y horticultura). En las ciudades son propietarias, administradoras, empleadas y/o facilitadoras de diversos negocios que prestan sus servicios a la población.

Los Neoguineanos son religiosos, es decir que la fe en Dios, como fuerza sobrenatural, todopoderosa, está presente en todos sus actos. Son cristianos, católicos y evangélicos, pero son estos últimos los que mayor influencia tienen, tanto en la ciudad como en el campo, dedicándose a la formación espiritual. Ambos jugaron un rol importante en las comisiones de Paz que funcionaron de 1984 a 1990 con el fin de terminar con la guerra

Los Neoguineanos son amantes de la libertad, y como concepto amplio, va más allá de lo político: libertad de poseer, libertad de decidir, libertad de producir y vender, libertad de religión y libertad de educar a sus hijos. Son solidarios con su gente a lo interno y extraterritorial con grupos o comunidades de otras regiones, lo que se manifiesta en hablatones para ayudar económicamente y con alimentos. Con los migrantes que transitan rumbo norte manifiestan su solidaridad de manera espontánea.

Los Neoguineanos han sido aguerridos en distintas etapas de su desarrollo. Su vida ha sido de luchas desde el instante que pusieron sus pies en estas tierras, la que llaman “la capital del trópico húmedo”. Sufrieron limitaciones, abandono y extrema pobreza en una montaña inhóspita. La naturaleza los ha golpeado hasta dejarlos en ruinas: huracán, inundaciones y sequías. Han sufrido enfermedades como el cólera, la lepra de montaña y el Covid 19. Se han enfrentado en una guerra de hermanos, entre familias campesinas, unos en la contra y otros en el ejército.

Los Neoguineanos tienen una gran capacidad de resiliencia. En diferentes etapas de sus vidas han enfrentado la adversidad y han sido capaces de adaptarse a ello con resultados positivos. Desde problemas ambientales, económicos (fracaso en diversos cultivos, pérdida de activos productivos, endeudamiento campesino) y sociopolíticos (guerra, contrarreforma agraria) han padecido, pero han logrado reinventarse para comenzar de nuevo, principalmente en la economía agropecuaria y la emigración como alternativa de un futuro mejor para los más jóvenes.

Los Neoguineanos no olvidan su historia, la transmiten a las nuevas generaciones y la reviven cada año. Ante causas comunes buscan como transformar su realidad sobre la base del esfuerzo conjunto entre los habitantes del campo y la ciudad.  

 

24 de septiembre de 2022.
Foto propia: Monumento a los fundadores.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

¡VE HOMBRE!, ARRANCADORES DE YUCA.

Escuché sus voces desde el camino. Conversaban amenos, un grito por aquí y otro por allá. Crucé el cerco de alambre y se quedaron callados. Les dije que deseaba filmarlos, hacer un vídeo con ellos arrancando yuca, su trabajo desde hace mucho tiempo. "Te van a subir", dijo uno dirigiéndose al otro. Eran tres a la vista. Sus nombres son Juan Carlos Jirón, Brígido Espinoza y Walter Rolando Vanegas López. Son arrancadores de yuca de Nueva Guinea, así se ganan la vida estos neoguineanos trabajadores del campo, hombres fuertes, honestos. #humanosdenuevaguinea #neoguineanos. 

Dale click al video para que los veas en su labor. 

domingo, 4 de septiembre de 2022

A USTED SER INEXISTENTE

 


Mensajes cortos, demoledores.

Cuatro frases, reveladoras.

Telegramas sueltos, insospechables.

Nada extenso, cartas inexistentes.

 

Se acabó el camino.

Ya no hay agua.

Haga caso, vuelva mañana,

Despídase, regrésese a casa. 

¡Adiós chelita!, chaparra odiosa.

Incesante voz, de ella.

Pan ni frijoles hay,

Ni leche, ni café. 

Vieras, ya no regresa.

Siempre bebió de todo.

Aguarrás, ácido, cerveza, ron.

Sentenciado siguió y siguió.

Que lo entierren parado. 

Cero aguas, cero guaros.

Se acabó el martirio.

Ella dejará de sufrir.

Alístate para el camino.

Que en paz descanses.

Ningún daño seguirás haciendo.

La humanidad será mejor.

Fuera gris, bienvenido azul.

Y allí, viéndote estoy.

Vas de viaje, tristemente.

Los diplomas que acumulaste

con polillas se pudrirán.

La chelita suspira hondamente.

¡Adiós mi chaparra odiosa!

 

El cielo se cerró.

Tierra sobre casa nueva.

Allí vivirás mucho mejor.

Descanse usted ser inexistente.

 

Domingo, 4 de septiembre de 2022.

Foto Propia.

 

domingo, 28 de agosto de 2022

EL CAPITÁN

 

Desde la ventana del segundo piso de la casa,  observaba los barcos que entraban por la barra. Era una mañana lluviosa con fuertes vientos que azotaban desde el noreste. La capitanía del puerto había dado aviso a la flota pesquera para que se refugiara debido a la tormenta que se avecinaba.

Las ramas del inmenso árbol de laurel, cercano a la casa, eran sacudidas por rachas de viento y los cables que sostenían la antena de televisión rechinaban contra el tubo como si intentaran liberarse.

Antes del mediodía, los primeros barcos comenzaron a aparecer. Se notaba claramente el mástil y las plumas, luego la caseta, moviéndose de lado a lado, de babor a estribor. Desaparecían de la vista por unos segundos, únicamente quedaba una estela de espumas, bajaban a los pies y subían a la cresta de las olas, avanzando en la mar agitada por el viento en su contra hasta que cruzaban la barra. Minutos después, aparecía otro barco, y así, poco a poco, la flota completa entraba a la bahía, pasando al lado del casco hundido del Jamaica y asegurando las amarras en el muelle de los barcos pesqueros.

Ese año fue de buena faena y el progreso se notaba en el puerto de El Bluff.

El muelle fue ampliado en sus costados con postes y tablones nuevos, impregnados totalmente de un material oscuro que los volvía inmune a lo salobre del mar y a la vida marina que se adhería a ellos. Los trabajadores de la empresa que vivían en Bluefields, estrenaron un nuevo barco de transporte, mucho más cómodo y más veloz en atravesar la bahía. El trencito de la alegría dejó sus labores y fue reemplazado por modernos camiones de transporte que movían la carga entre el muelle y las instalaciones de la empresa. Se inauguró un astillero que le brindaba mantenimiento a los barcos de la empresa y a particulares. La red eléctrica domiciliar del puerto se amplió a todas las viviendas, fuesen o no de empleados de la empresa y, por todos lados, se construían casas y florecían cantinas. El empleo era casi pleno, tanto en el mar como en el puerto; los trabajadores por cuenta propia eran contratados en sus diferentes quehaceres y una gran parte de los empleados de la empresa Booth eran mujeres, principalmente en la línea de producción.

El capitán entró a la casa, gritaba de alegría llamando a sus hijos y los niños corrieron a su encuentro. Los levantó, les dio abrazos y besos. Su barba tupida de varios días hacia cosquillas en sus mejillas. A los dos varones los bajó de sus brazos, pero a su hija, mi muñeca le decía, la sostuvo en brazos aún después de besar a su bella esposa. Era una familia joven, ellos dos y sus tres hijos, y vivían en la casa de dos pisos que para ellos había construido.

Aun cuando la tormenta desapareció en la noche, los barcos no zarparon al día siguiente. Descargaron la captura de los días que habían faenado y así, poco a poco, volvían a la mar.

El capitán iba por las mañanas al barco, revisaba el cuarto de máquinas, la descarga de camarones, el abastecimiento de combustible y hielo, y viajaba a Bluefields a realizar el pedido de las provisiones en el almacén de William Woo, el hombre más adinerado de la ciudad en esa época. El Sr. Woo lo atendía con esmero —sí capitán Hill, no se preocupe, usted tiene su pedido asegurado, decía con su acento chino—, y al día siguiente lo enviaba en botes pos pos hasta el barco camaronero.

Mientras tanto, visitaba a sus amigos y los mejores restaurantes de la ciudad, el Chez Marcel, el Galaxy y otros de esa época. El hombre de mar necesita divertirse lo más que pueda mientras se encuentra en tierra, decía y cumplía ese aforismo heredado de sus familiares marinos.

Al capitán también le gustaba compartir su tiempo en tierra con la familia y sus amistades. Por ello organizaba viajes a las lagunas de El Bluff en su jeep Land Rover. Preparaba el mejor rondón de caracoles en la playa porque era un gran cocinero; llevaba todo los ingredientes necesarios y la leche de coco lista para verterla en el perol. Mientras el rondón se cocinaba, servía tragos a sus amigos y sostenían conversaciones alegres, se carcajeaban a lo grande mientras los niños se bañan en la laguna cuidados por sus madres.

Le gustaba cazar. Por las tardes salía con su rifle calibre 22 de mira telescópica en dirección al bosque situado a un lado de la Colonia. Llevaba bananos o cocos secos de cebo y, después de colocarlos en el sitio escogido, se subía a un árbol. Desde allí sonaba un pito que hacía con sus propias manos para atraer la presa. Cuando regresaba a casa, cargaba dos o tres guardatinajas que el mismo cocinaba en un caldillo delicioso.

A él se le señala de haberles puesto indirectamente los nombres a las cantinas de las hermanas Watts, ya que fue él quien les suministró directamente las Roconolas marca AMI. A Miss Pet le instaló la roconola una tarde cuando faltaban 5 minutos para las cuatro en su reloj, y a Miss Lilian, un rato después, cuando faltaban 15 minutos, o sea un cuarto para las cinco.

Cuando comenzó el relajo de las Roconolas con el alto volumen, todos preguntaban con curiosidad de transeúntes por el andén.

—¿Miss Lilian, a qué horas le instalaron la roconola?

—Hill me dijo que faltar un cuarto para las cinco cuando me la poner, respondía la tetónica señora.

 Y luego la misma pregunta a Miss Pet y la consabida respuesta:

—Hill ponérmela cuando faltar cinco para las cuatro, refiriéndose claro está, a la instalación de la roconola, no hay que pensar mal.

Recuerdo que siempre me llevaba a contar las monedas que extraía de las Roconolas y me indicada que las acomodara en ristras de 10 monedas de veinticinco centavos sobre la mesa: me quedaba maravillado al ver tantas monedas juntas y a él contarlas.

Visitaba a sus amigos. Iba a la cantina de Miss Lilian, pero le encantaba la casa de don Octavio Gómez y doña Juana Angulo. Allí era bienvenido, se encontraba con sus amigos, compartían tragos, reían a carcajadas al escuchar las guayolas de Tapalwás y saludaba a todos los que pasaban por el andén.

Una tarde doña Juana Angulo salió al frente de su casa, después de terminar sus quehaceres del hogar y del horno, y se acercó al lado de un árbol de almendras plantado por ella misma. El capitán la siguió y junto a ella lo fotografiaron para el recuerdo, con la bahía y la línea de vegetación de la playa del El Tortuguero de fondo.

El capitán volvía a casa contento y amoroso. Dormía desde tempranas horas y, acostado en la cama, se le notaba en su pierna derecha la cicatriz redonda causada por un pez espada que se clavo en ella, luego de caer de las redes, aleteando con furia en la cubierta del barco. Al día siguiente se despedía una vez más porque debía regresar a la mar.

En la tarde, desde la ventana, se observaban los barcos que partían desde el muelle, uno tras otro, en busca de la barra. Nuevamente volvían a navegar en el oleaje, ahora calmo, girando a la izquierda después de cruzar el canal, desapareciendo detrás del promontorio sur del puerto donde un plantel moderno fabricaba barcos de fibra de vidrio.

Por las noches, desde la esquina de Miss Lilian se notaban las luces parpadeantes de los barcos que navegaban de sur a norte y viceversa, y daba la impresión de estar frente a una ciudad flotante en movimiento. Desde allí, me imaginaba al capitán Hill, a mi padre, en sus quehaceres, en la cabina timoneando el barco, sus gestos, su voz, hablando en inglés al comunicarse por radio, el seguimiento que hacía en la cubierta cuando se preparaban para lanzar y después levantar las redes, y maniobrar la nave: la forma en que se ganaba los pesos en el mar.

Luego de disfrutar el espectáculo, me despedía de él porque además de mi papá era mi mejor amigo. Le deseaba una buena faena y se lo encomendaba al Señor cuando rezaba con mi madre y mis hermanosVolvíamos a la cotidianeidad, a cruzar la bahía para ir a clases y esperábamos ansiosos su regreso a casa.

Un día como hoy, 28 de agosto de 1999, hace 23 años, falleció en un accidente aéreo y escribí un amigo para siempre. Siempre está presente en mis pensamientos, en mi alma y en mi corazón. 

 

domingo, 28 de agosto de 2022
Foto propia: El Capitán.

domingo, 21 de agosto de 2022

DESDE LA NIEBLA PROFUNDA



Que se vayan los zopilotes, que desaparezcan

de las calles y caminos, de los corredores de las casas,

que sus gruñidos y siseos callen para siempre,

zopilote bañado en aguas negras, lárgate con tu aleteo.

Que vengan otras aves, que remplacen su figura oscura,

llevando regocijo a nuestras vidas.

Que el carpintero tamborilee y tamborilee a su antojo

en un tronco de cedro con sus alas blanquinegras

y su mechón rojo hasta saciarse con redobles de alegría.

Que nos deleite con su canto el cenzontle, que imite

sonidos milenarios con su plumaje cubierto de chocolate.

Dejemos que cante la paloma, que nos arrulle con sus

sonidos roncos, guturales, suspiros que emergen desde su interior

como enamorados al besarse.

Que los parques se llenen de aves multicolores,

y desde la niebla profunda del río, entre las líneas de su curso eterno,

surja la vida fecunda y trasparente que nos congregue

a celebrar el nuevo día. 


21 de agosto de 2022.

Foto Propia.

sábado, 13 de agosto de 2022

MADRE DE FRIJOLES


“¡María Teresa, esconde la porra de frijoles!”, gritó doña Juana Angulo al verme, después de retirar la cadena y abrir el portón de madera sellado con láminas de zinc oxidadas.

Le di un abrazo y un beso en la mejilla con ternura, como a una madre. Con el bastón me indicó que pasara adelante.

Tomé su mano, observé su fino cabello cano, su mirada octogenaria tras los lentes y sentí el ritmo de sus endebles pasos. Con mi ayuda y un impulso infantil subió un peldaño, entramos a la casa y, al acomodarse exhausta en la mecedora, se quejó del dolor reumático en sus rodillas.

Me invitó a sentarme en la pequeña sala comedor y sus recuerdos se escaparon comprimiendo el espacio.

La brisa proveniente de la playa del Tortuguero refrescaba el amplio corredor de la casa, sin cercos ni barreras. El único obstáculo ante la mirada era el techo rojo de la aduana. Frente a las gradas de acceso al muelle dominaba el paso de lugareños, el subir y bajar de los guardias, de marinos eufóricos acompañados de mujeres alegres hacia los barcos mercantes, de chamberos, borrachos y desocupados. Descubría el plato del día de las familias del puerto que se abastecían de carne y verduras frescas en el mercadito de doña Bernarda Peña, ubicado al bajar las gradas, detrás del cuartel de la guardia.

Expectante disfrutaba las conversaciones mentirosas, las guayolas de Tapalwas, el pedir insistente del trago de guarón de Masayita, su carpintero preferido, sin descuidar el ladrido de los perros que alertaban de intrusos en el patio trasero robándoles sus apreciados “sugar mango”. Al escucharlos tomaba el rifle calibre veintidós guardado en el mostrador de la sala, salía al patio y disparaba ahuyentándolos.

“Una vez le disparé a Charol, le di en el sombrerito de media ala y gritó ¡Ay, don Octavio ya me mató!, cayó desmayado del susto y nunca más desaparecieron las gallinas ni los mangos porque los mantenía a raya”, dijo a carcajadas.

En la sala, Don Octavio, su marido, llenaba el ambiente con su presencia. Alto y delgado, vestía siempre pulcro, camisa manga larga almidonada y pantalón color caqui. Le llamaban “el Coronel” por su apariencia y seriedad. Atendía a los clientes que hacían gestiones en busca de timbres y permisos para matanza de cerdos en su agencia fiscal, instalada en el mismo salón donde vendía guaro lija.

Por las mañanas sus clientes asiduos eran Leónidas, Felipe Man, Victoriano y el Africano, todos chamberos del muelle. En cada subida con la carga por las veinticinco gradas, descansaban, entraban al salón, se tomaban un trago doble y salían apresurados a escupir. De tanto subir y bajar, antes del mediodía estaban borrachos. El Africano era el único que poseía carreta para transportar la carga, llamada “salgo cuando quiero”, porque borracho, zarandeándose con la mirada perdida frente a la casa, eso gritaba a los que pasaban a su lado.

Al medio día el salón se llenaba de oficinistas de la aduana, agentes aduaneros, estibadores y guardias con rango que se tomaban una cuartita de guaro servida con boquita de pájaro. Era un ambiente festivo sin importar ocupación, raza, clase social y, menos aún, la militancia política porque entre ellos se llamaban “camaradas”. Cuando saciaban su sed etílica, don Octavio cerraba el negocio, tomaba un trago doble de whisky para la buena digestión, almorzaba con estilo de realeza y hacía la obligada siesta.

Ella procedía a revivir el fuego del horno ancestral, amasaba la harina y horneaba pupusas, rosquetes, pudines, pan simple y tostado, que terminaban degustándose en las travesías de los barcos mercantes por el caribe.

Por las tardes, salía al corredor y se acomodaba en la misma mecedora donde ahora se quejaba de sus dolores de rodilla. Escuchaba el incesante sonido de las máquinas de escribir mecánicas, proveniente de la agencia aduanera de don Pedro Joaquín Bustamante, situada al lado izquierdo de la casa; observando el diligente recorrido de los empleados hacia las oficinas del Coronel Alejandro Peters, administrador de la aduana, ansiosos por finalizar pólizas, manifiestos, remisiones y recibos de todo tipo de mercancías que los barcos cargaban y descargaban en las inmensas bodegas.

Jimmy Wilson, fumador empedernido, salía al corredor expulsando bocanadas de humo de cigarrillos importados, atento ante las diligencias de los empleados y del paso coqueto por el andén de su amada Morcley.

Al lado derecho del corredor, alquilaban una casa a la oficina de telégrafos. Observaba a Frank, el telegrafista, atender al público que llevaba en un papelito sus mensajes y luego los convertía en puntos, rayas y puntos, para transmitir saludos, felicitaciones, pésames, buenas y malas nuevas. Era un hombre extraño y solitario que de noche escuchaba tangos en una radio y reía a carcajadas, imaginándose en un salón lujoso bailando con alguna “Che”.

Pregunté por el ambiente nocturno y observé incomodidad en sus gestos.

Por las noches todo quedaba en silencio, lo único que escuchaba era el alboroto de los estibadores en el muelle que trabajaban hasta la madrugada. A eso de las ocho de la noche, atendía a los marinos que regresaban con las mujeres alegres, se tomaban un par de tragos y salían en una romería de cantinas, comenzando por Miss Lilian, Miss Pett, la Pachanga, la Cabaña, el Hípico, hasta dejarlas borrachas en su casa, el nido de putas de la Shirley, el Vietnam. ¿Te acuerdas del Vietnam?

“Estoy cansada, ayúdame a levantarme”, dijo.

Le pregunté por qué había llamado a María Teresa al verme.

“¡Ideay, no te acuerdas de nada!, ¡se te olvidó el Vietnam y ahora de las noches que venías hambriento con Pancho a beberte el primer hervor de la porra de frijoles!”, respondió.

Me vi entrando en su cocina. Pancho caminaba con pasos de gatos y destapaba la porra de frijoles sin hacer ruidos. Con cucharones soperos servía en tazones de china y los rellenaba con arroz blanco. En un plato aparte ponía los bananos cocidos y los chiles de cabro que partía en cuatro trozos. Aún percibo el aroma de la sopa y el picor del chile, pero la cocina hace muchos años dejó de existir, el huracán se la llevó. Cuando hablo con sus hijos, con Kalilita, la Tere o Rosa Linda, siempre me dicen hermano de frijoles.

“A ver, ayúdame, voy a descansar. Cuando salgas pone bien la cadena, no vaya a ser que se metan los fuma piedra. Anda da tu vuelta, seguí el camino y si ves las cosas mejor que antes me pasas contando para darme cuenta”, dijo.

¿Y el rifle veintidós?, pregunté.

“Míralo, allí está, todavía le tienen miedo”, dijo acostándose en la cama.

Me despedí besando su frente. Recorrí el camino. No quedaba nada del esplendor de El Bluff de aquellos años. No volví a pasar por la casa de doña Juana Angulo, pero me sentí contento por volver a verla una vez más.

 

12/08/2022

Foto: Con doña Juana Angulo, tomada por María Teresa.