domingo, 24 de julio de 2022

EL MEJOR RELOJ DEL MUNDO


Tener un buen reloj siempre ha sido un deseo de los jóvenes, y en el puerto de El Bluff, los ostentaban, a tal grado que hacían competencia para lucirlos en una época que nunca volverá. En cada viaje de los barcos mercantes como el Cubahama, Mar Freeze, Red Diamond, Don Alberto o Mary Nicole, muchos esperaban su reloj nuevo de las mejores marcas: Timex, Bulova, Zenith, Seiko y Zodiac.

En el muelle se miraban ansiosos, esperando la llegada de los barcos y a sus amigos que eran marinos mercantes. Ropa, jeans y camisetas, y zapatos, además de relojes, eran los encargos más frecuentes de los jóvenes. Se pedían según catálogo que los marinos traían de las tiendas de los puertos donde atracaban: Tampa, Brownsville, Corpus Christi y Nueva Orleans. Así, desde la comodidad de casa, decidían el tipo de artículos y modelos que querían y, dos o tres semanas después, estrenaban.

A la espera del Cubahama se encontraban varios chavalos del puerto, entre ellos Kalilita y Pilón, desde las 9 de la mañana de un día sábado. Los acompañaban el Sapo, Zamba Larga y Mario Tachita. Estaban arrimados a la pared de la bodega de la aduana, sentados en tablones de caoba apilados para luego ser subidos por los estibadores a las bodegas de los barcos. Conversaban amenamente y reían porque pronto tendrían sus encargos.

Desde la bodega de la aduana, con sus pasos de gigante y caminar corneto, don Abraham Rodríguez, alías Tapalwás, llamado así con cariño por los habitantes del puerto, se acercó a ellos con su mirada pícara y una amplia sonrisa.

—Allí viene Tapalwás —dijo Kalilita y ladeó la cabeza indicando la dirección por la que se acercaba don Abraham—. Se ve sonriente, de seguro anda con sus cachimbazos.

Mario Tachita, Zamba Larga, Pilón y El Sapo volvieron sus miradas hacia don Abraham que los saludaba de manos en la distancia. Iba vestido de pantalón ancho, color café, almidonado, de ruedo volteado y recogiéndose sobre las botas puntas de ala que calzaba. Su camisa era de mangas largas de color celeste cielo y se notaban las mangas de la camisola blanca que usaba por dentro.

—¡Hola muchachos! —saludó Tapalwás.

—¡Hola don Tapalwás! —respondieron al unísono.

Entre ellos se cruzaban miradas de complicidad, pero tanto les habían inculcado sus familiares que a los mayores se les debía respeto, que le dieron la bienvenida con agrado. Si se hubiese tratado de otra persona que no deseaban tenerla a su lado, con seguridad sus modales serían grotescos, pero se trataba de Tapalwás.

—Un pajarito cantor me pasó soplando que por aquí esperan barco —dijo Tapalwás—. Se recogió el pantalón y se sentó en un tablón de caoba.

—¿Usted también espera barco? —preguntó Pilón.

—No, no, ya tengo suficientes cosas en mi vida —respondió Tapalwás después de sentirse cómodo y escrutar con la mirada los pensamientos de los cinco. —¿Qué les traen? —.

Se miraron indecisos, pero El Sapo, Mario Tachita y Zamba Larga se levantaron de los tablones para estirar las piernas. Desde allí observaban los barcos pos pos provenientes de Bluefields que maniobraban para atracar en el muelle y el ir y venir de pangas con las estelas de espumas que desprendían de sus motores fuera de borda en las aguas limpias de la bahía en esa mañana soleada de verano.

—A mí me traen un par de zapatos, pero a Kalilita y a ellos un reloj —dijo Pilón.

—¡Sos un gran tapudo! —dijo Kalilita.

—No te enojes, no vale la pena enojarse —dijo Tapalwás. —Lo que sucede de día y de noche, aun cuando sea a escondidas, en este lugar siempre se sabe, y como de reloj se trata, les voy a contar algo que me sucedió hace muchos, pero muchos años —.

—Apenas va saliendo el práctico, así que tenemos tiempo de sobra hasta que atraque el Cubahama —dijo Mario Tachita.

—Cuéntele pues —dijo El Sapo.

—Tíreselo —dijo Kalilita.

El Sapo, Zamba Larga y Mario Tachita volvieron a ocupar sus lugares en los tablones apilados en la pared de la bodega de la aduana haciendo un semicírculo alrededor de Tapalwás.

—Me sucedió hace muchos, pero muchos años —dijo Tapalwás. Imagínense que yo tenía más o menos la edad de este muchachito de doña Juanita, de Panchito, de Kalilita como le llaman ustedes —. El único que se carcajeó fue Zamba Larga. Los otros se mostraban serios frente a Kalilita y miraban hacia otro lado como que no era con ellos.

“Fue allá al lado del río Kurinwas, en la inmensa montaña de esos años. Me encontraba allí porque me enviaron de la empresa bananera y mi misión era visitar unas tierras para que después las inspeccionaran los ingenieros gringos. Iba a recorrer el camino y regresarme al tercer día. Las aguas del río estaban limpias, aguas zarcas, y todo el caudal estaba cubierto de vegetación. En la montaña, aunque en esos tiempos existían grandes árboles y los rayos del sol no irrumpían hasta el suelo, hacía mucho calor, un calor húmedo y sofocante. Así que, al ver las aguas zarcas, decidí darme un baño para refrescarme”.

—¿Qué tiene que ver el agua del río con un reloj? —preguntó el Sapo. Los otros murmuraron entre ellos, confirmando así que la pregunta era pertinente.

“Ya verán, ya verán. Yo andaba un reloj de pulsera, de los primeros que salieron y sustituyeron a los de cadenas que me lo había regalado mi abuelo. Por el mucho aprecio y cariño que le tenía, al reloj y a la memoria de mi abuelo, me lo quité y lo coloqué al lado de la ropa, encima de una ramita de un arbusto, después de desnudarme para refrescarme en el torrente de agua limpia. No crean que soy muy dado a desnudarme en cualquier lado, no, no, soy muy tímido para eso, pero como el calor era sofocante, y después de observar para todos lados desde la orilla del río, sin ver un alma, pues me dije, aquí sólo el de arriba está mirándome, me desnudé, entré en el agua, un agua que era una frescura, y nadé hacia una poza redonda en la que se derramaba el río desde lo alto en una cascada. Sentí una paz y una tranquilidad al nadar y escuchar el agua de la cascada que me encontré muy relajado, flotando en esas aguas tan limpias que no me di cuenta del tiempo que pasaba. Es que una cosa es contárselo a ustedes y otra es vivirlo, pero bueno, la cosa es que me sentía como en el paraíso, claro que para estar completamente pleno me hacía falta una Eva, pero la mía estaba lejos en ese momento, ya saben, aquí en el Bluff, mi querida Panchita”.

—Nunca he estado con una Eva en una poza —dijo Pilón.

—Ni nunca lo vas a hacer, talvez si llevas a la Casimira —respondió Kalilita y todos se carcajearon.

—Y entonces, ¿qué pasó? —preguntó Mario Tachita.

Tapalwás tomó un puro de su camisa y, con una navaja que llevaba en la bolsa del pantalón, lo cortó en tres partes. Una de ellas la puso en su boca y comenzó a melenquear. Después de escupir a su izquierda y dar un largo suspiro, continuó contando.

“Seguí disfrutando en la poza, nadando hacia la cortina de agua que caía desde la cascada, llegaba cerca y me regresaba y así estuve un gran rato, disfrutando nada más de esa paz y tranquilidad, pero de pronto miré hacia lo alto y vi que una bandada de loras salió alborotada, espantada desde un árbol y sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, y me detuve a observar los alrededores. No vi ni escuché nada, solamente el ruido del agua y las ramas de los árboles en su vaivén natural con el soplo del viento. Seguí nadando, pero ya con cierta desconfianza, en la selva no te podés confiar y me puse al pendiente de todo, eso de que me dé un escalofrío siempre ha sido una mala señal, y de pronto vuelvo a ver hacia lo alto de la cascada y veo un inmenso tigre que me ve desde allí, y ruge fuerte, un poderoso bramido explosivo y profundo, un sonido fuerte, poderoso, forzado a través de la boca abierta”.

Tapalwás hizo una pausa. Inhaló profundamente, retuvo la respiración y exhalo unos segundos después. Se levantó y estiró sus piernas. Miró hacia el lado del muelle de los guardacostas, hacia el portón de la bodega y hacia el sector de las pangas. Dio un escupitajo, esa mezcla de saliva y tabaco que mucha gente buscaba en su casa para usarla en ungüentos curativos, vaciando un balde que él empleaba para acumularlo, y al caer en el piso de concreto, una efímera fumarola se despendio del suelo.

—¡Viste el humo que le sacó al piso del muelle! —dijo Zamba Larga.

—Vale más que los tanques de gasolina están lejos —dijo El Sapo. Si escupe cerca de ellos lo más seguro es que los hace explotar y todos salimos volando.

—Dejen que se estire a sus antojos —dijo Mario Tachita.

—Don Tapalwás, el barco ya debe de estar entrando por la barra —dijo Pilón.

—Sí, sí, ¿qué pasó con el tigre? —preguntó Kalilita.

—Con el tigre me las vi en alitas de cucaracha —volvió al relato Tapalwás y se ubicó nuevamente en el tablón de caoba.

“Ese bramido poderoso detuvo el tiempo. Era un inmenso tigre. No escuchaba el agua que caía ni sentía su frescor, mi respiración se detuvo y sólo oía el rugir del animal. Estaba como en otro mundo. Lo vi viéndome, abriendo esas inmensas fauces, vi claramente sus enormes colmillos y me quedé paralizado mientras el animal daba manotazos en las piedras del borde de la cascada y seguía rugiendo en señal de defensa de su territorio, de su cascada, su río, su montaña. De pronto, como si una decisión tomara, lo vi moverse rápidamente hacia la orilla del río. Entonces recapacité, volví a ser yo mismo y en lo único que pensé fue en salir del agua y correr. Así que nadé hasta la orilla, volví la mirada y lo vi abajo, en la otra orilla encima de un tronco, rugiendo tan fuerte que mis oídos estaban por reventarse. Salí a la orilla y tomé mi ropa, corrí, corrí y corrí sin detenerme, iba desnudo, ni cuenta me di que iba cagado de miedo, y dejé de correr cuando llegué a la casa de una familia campesina”.

—Se le olvidó el reloj —dijo Zamba Larga. Lo dejó en una rama, se acuerda.

“Lo olvidé por el miedo. El campesino me dijo que me vistiera y me dieron refugio. Luego de encerrar sus animales y montar guardia con su escopeta me sentí seguro. Al día siguiente me acompañó hasta un embarcadero, me subí a un bote y llegué dos días después a Laguna de Perlas sin dormir y sin comer, todavía tembloroso. Allí me di cuenta que había dejado mi reloj en esa ramita a la orilla del río”.

—Ya viene el práctico, el Cubahama debe estar entrando por la barra —dijo Pilón.

—Miren, miren, el coronel Peters ya salió al balcón de la aduana —dijo El Sapo. Totalmente vestido con su uniforme color caqui, el coronel estaba pendiente del práctico que se disponía a atracar en la sección del muelle cercana a la de las pangas. Los vio y les hizo un saludo militar. Se pusieron de pie y respondieron con sus manos al saludo del coronel.

—Por usted nos saluda —dijo Zamba Larga dirigiéndose a Tapalwás.

—Lo aprecio mucho —dijo Tapalwás y tiró un escupitajo a su izquierda que derritió un chicle pegado en el concreto.

—Kalilita, te veo desesperado por estrenar reloj —dijo Pilón.

—Sólo sos babosadas —dijo Kalilita. Y al fin, ¿perdió el reloj?

“Muchos años después, casi a los veinte años, volví a la misma poza del Kurinwas porque trabajaba con una empresa maderera marcando arboles maduros. Ya no existía la misma vegetación, el agua estaba terrosa, turbia, y corría turbulenta. Recordé al tigre y cansado me recosté en un gran árbol. Pensaba en el susto que me dio el animal cuando escuché el tic, tac de un reloj que salía desde el interior del árbol. Le puse plena atención y lo escuché clarito, era el tic, tac de mi reloj, pero no lo miraba, así que me levanté y seguí el sonido, caminé hacia la orilla del rio y dejé de escucharlo, regresé al árbol y volví a escucharlo, caminé hacia el claro de sus ramas y se perdió el sonido, regresé al árbol y allí estaba el tic, tac de mi reloj. Entonces subí en el tronco y el tic, tac era más claro y más fuerte, subí unos metros más y sonaba más fuerte, seguí subiendo y subiendo, el tic, tac de mi reloj era tan fuerte como el rugido del tigre que vi en la cascada y cuando llegué a la copa del árbol, desde la base de una de las ultimas ramas lo vi, allí estaba, hice un gran esfuerzo para agarrarlo y vi que, aún después de tantos años, tenía la hora y la fecha exacta. Desde entonces lo ando puesto, es este mismo reloj, mírenlo, —recogió la manga de su camisa y lo mostró— no me lo quito para nada porque es el mejor reloj del mundo, mejor que cualquiera de esos que ustedes hoy van a estrenar”.

¡Booo booo!, ¡booo booo!, se escuchó el sonido del Cubahama entrando en la bahía, dirigiéndose al muelle para atracar. Todos se levantaron de los tablones menos Tapalwás. El movimiento de gente en el muelle se intensificó. El personal de la aduana salió al muelle y el coronel Peters al balcón del segundo piso. Los estibadores se alinearon a la espera de las amarras y, desde el lado del sector de las pangas, un grupo de mujeres caminaban contentas hacia el centro del muelle.

—El que me traen es un Timex último modelo —dijo Kalilita.

—El mío es un Seiko 5 —dijo Mario Tachita.

—El mío tiene más de 40 años y sigue funcionando sin atrasarse ni un minuto, ninguno de esos le llega ni a las rodillas —dijo Tapalwás.

—Miren, miren, allí, en la cubierta está nuestro amigo saludándonos —dijo Zamba Larga.

—Nos vemos viejito mentiroso, guayolas son las que nos cuenta, nada más —dijo El Sapo y el grupo se alejó del alero en dirección al centro del muelle para confirmar con una señal del amigo embarcado que les traía sus encargos.

Tapalwás se levantó de tablón y caminó en dirección a la bodega de la aduana, saludó a don Felipe Álvarez y luego buscó las veinticinco gradas que lo llevaban a degustar el mejor guaro lija del puerto de El Bluff, distribuido por don Octavio Gómez. No hizo comentarios sobre el mejor reloj del mundo, y doña Juana Angulo lo notó extraño, sin intentar contar una de sus guayolas. Se despidió y camino por el andén en dirección a su casa donde lo esperaban sus hijos y doña Panchita.

 

22 y 23 de julio de 2022.
De la serie: Las guayolas de Tapalwas.
Foto propia.

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