En el muelle se miraban ansiosos, esperando la
llegada de los barcos y a sus amigos que eran marinos mercantes. Ropa, jeans y
camisetas, y zapatos, además de relojes, eran los encargos más frecuentes de
los jóvenes. Se pedían según catálogo que los marinos traían de las tiendas de
los puertos donde atracaban: Tampa, Brownsville, Corpus Christi y Nueva
Orleans. Así, desde la comodidad de casa, decidían el tipo de artículos y
modelos que querían y, dos o tres semanas después, estrenaban.
A la espera del Cubahama se encontraban varios
chavalos del puerto, entre ellos Kalilita y Pilón, desde las 9 de la mañana de
un día sábado. Los acompañaban el Sapo, Zamba
Larga y Mario Tachita. Estaban arrimados a la pared de la bodega de la aduana,
sentados en tablones de caoba apilados para luego ser subidos por los
estibadores a las bodegas de los barcos. Conversaban amenamente y reían porque
pronto tendrían sus encargos.
Desde la bodega de la aduana, con sus pasos de
gigante y caminar corneto, don Abraham Rodríguez, alías Tapalwás, llamado así
con cariño por los habitantes del puerto, se acercó a ellos con su mirada
pícara y una amplia sonrisa.
—Allí viene
Tapalwás —dijo Kalilita y ladeó la cabeza indicando la dirección por la que se
acercaba don Abraham—. Se ve sonriente, de seguro anda con sus cachimbazos.
Mario Tachita, Zamba Larga, Pilón y El Sapo
volvieron sus miradas hacia don Abraham que los saludaba de manos en la
distancia. Iba vestido de pantalón ancho, color café, almidonado, de ruedo
volteado y recogiéndose sobre las botas puntas de ala que calzaba. Su camisa era
de mangas largas de color celeste cielo y se notaban las mangas de la camisola
blanca que usaba por dentro.
—¡Hola
muchachos! —saludó Tapalwás.
—¡Hola don
Tapalwás! —respondieron al unísono.
Entre ellos se cruzaban miradas de complicidad,
pero tanto les habían inculcado sus familiares que a los mayores se les debía
respeto, que le dieron la bienvenida con agrado. Si se hubiese tratado de otra
persona que no deseaban tenerla a su lado, con seguridad sus modales serían
grotescos, pero se trataba de Tapalwás.
—Un pajarito
cantor me pasó soplando que por aquí esperan barco —dijo Tapalwás—. Se recogió
el pantalón y se sentó en un tablón de caoba.
—¿Usted
también espera barco? —preguntó Pilón.
—No, no, ya
tengo suficientes cosas en mi vida —respondió Tapalwás después de sentirse
cómodo y escrutar con la mirada los pensamientos de los cinco. —¿Qué les traen?
—.
Se miraron indecisos, pero El Sapo, Mario
Tachita y Zamba Larga se levantaron de los tablones para estirar las piernas.
Desde allí observaban los barcos pos pos provenientes de Bluefields que
maniobraban para atracar en el muelle y el ir y venir de pangas con las estelas
de espumas que desprendían de sus motores fuera de borda en las aguas limpias
de la bahía en esa mañana soleada de verano.
—A mí me
traen un par de zapatos, pero a Kalilita y a ellos un reloj —dijo Pilón.
—¡Sos un
gran tapudo! —dijo Kalilita.
—No te
enojes, no vale la pena enojarse —dijo Tapalwás. —Lo que sucede de día y de
noche, aun cuando sea a escondidas, en este lugar siempre se sabe, y como de
reloj se trata, les voy a contar algo que me sucedió hace muchos, pero muchos
años —.
—Apenas va
saliendo el práctico, así que tenemos tiempo de sobra hasta que atraque el
Cubahama —dijo Mario Tachita.
—Cuéntele
pues —dijo El Sapo.
—Tíreselo
—dijo Kalilita.
El Sapo, Zamba Larga y Mario Tachita volvieron
a ocupar sus lugares en los tablones apilados en la pared de la bodega de la
aduana haciendo un semicírculo alrededor de Tapalwás.
—Me sucedió
hace muchos, pero muchos años —dijo Tapalwás. Imagínense que yo tenía más o
menos la edad de este muchachito de doña Juanita, de Panchito, de Kalilita como
le llaman ustedes —. El único que se carcajeó fue Zamba Larga. Los otros se
mostraban serios frente a Kalilita y miraban hacia otro lado como que no era
con ellos.
“Fue allá al lado del río Kurinwas, en la
inmensa montaña de esos años. Me encontraba allí porque me enviaron de la
empresa bananera y mi misión era visitar unas tierras para que después las inspeccionaran
los ingenieros gringos. Iba a recorrer el camino y regresarme al tercer día.
Las aguas del río estaban limpias, aguas zarcas, y todo el caudal estaba
cubierto de vegetación. En la montaña, aunque en esos tiempos existían grandes
árboles y los rayos del sol no irrumpían hasta el suelo, hacía mucho calor, un
calor húmedo y sofocante. Así que, al ver las aguas zarcas, decidí darme un
baño para refrescarme”.
—¿Qué tiene
que ver el agua del río con un reloj? —preguntó el Sapo. Los otros murmuraron
entre ellos, confirmando así que la pregunta era pertinente.
“Ya verán, ya verán. Yo andaba un reloj de
pulsera, de los primeros que salieron y sustituyeron a los de cadenas que me lo
había regalado mi abuelo. Por el mucho aprecio y cariño que le tenía, al reloj y a la memoria de mi abuelo, me lo quité y lo coloqué al lado de la ropa, encima
de una ramita de un arbusto, después de desnudarme para refrescarme en el
torrente de agua limpia. No crean que soy muy dado a desnudarme en cualquier
lado, no, no, soy muy tímido para eso, pero como el calor era sofocante, y después
de observar para todos lados desde la orilla del río, sin ver un alma, pues me
dije, aquí sólo el de arriba está mirándome, me desnudé, entré en el agua, un
agua que era una frescura, y nadé hacia una poza redonda en la que se derramaba
el río desde lo alto en una cascada. Sentí una paz y una tranquilidad al nadar
y escuchar el agua de la cascada que me encontré muy relajado, flotando en esas
aguas tan limpias que no me di cuenta del tiempo que pasaba. Es que una cosa es
contárselo a ustedes y otra es vivirlo, pero bueno, la cosa es que me sentía
como en el paraíso, claro que para estar completamente pleno me hacía falta una
Eva, pero la mía estaba lejos en ese momento, ya saben, aquí en el Bluff, mi
querida Panchita”.
—Nunca he
estado con una Eva en una poza —dijo Pilón.
—Ni nunca
lo vas a hacer, talvez si llevas a la Casimira —respondió Kalilita y todos se
carcajearon.
—Y
entonces, ¿qué pasó? —preguntó Mario Tachita.
Tapalwás tomó un puro de su camisa y, con una
navaja que llevaba en la bolsa del pantalón, lo cortó en tres partes. Una de
ellas la puso en su boca y comenzó a melenquear. Después de escupir a su
izquierda y dar un largo suspiro, continuó contando.
“Seguí disfrutando en la poza, nadando hacia la
cortina de agua que caía desde la cascada, llegaba cerca y me regresaba y así
estuve un gran rato, disfrutando nada más de esa paz y tranquilidad, pero de
pronto miré hacia lo alto y vi que una bandada de loras salió alborotada,
espantada desde un árbol y sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo,
desde la cabeza hasta los pies, y me detuve a observar los alrededores. No vi
ni escuché nada, solamente el ruido del agua y las ramas de los árboles en su
vaivén natural con el soplo del viento. Seguí nadando, pero ya con cierta
desconfianza, en la selva no te podés confiar y me puse al pendiente de todo,
eso de que me dé un escalofrío siempre ha sido una mala señal, y de pronto
vuelvo a ver hacia lo alto de la cascada y veo un inmenso tigre que me ve desde
allí, y ruge fuerte, un poderoso bramido explosivo y profundo, un sonido fuerte,
poderoso, forzado a través de la boca abierta”.
Tapalwás hizo una pausa. Inhaló profundamente,
retuvo la respiración y exhalo unos segundos después. Se levantó y estiró sus
piernas. Miró hacia el lado del muelle de los guardacostas, hacia el portón de
la bodega y hacia el sector de las pangas. Dio un escupitajo, esa mezcla de
saliva y tabaco que mucha gente buscaba en su casa para usarla en ungüentos
curativos, vaciando un balde que él empleaba para acumularlo, y al caer en el
piso de concreto, una efímera fumarola se despendio del suelo.
—¡Viste el
humo que le sacó al piso del muelle! —dijo Zamba Larga.
—Vale más
que los tanques de gasolina están lejos —dijo El Sapo. Si escupe cerca de ellos
lo más seguro es que los hace explotar y todos salimos volando.
—Dejen que
se estire a sus antojos —dijo Mario Tachita.
—Don
Tapalwás, el barco ya debe de estar entrando por la barra —dijo Pilón.
—Sí, sí, ¿qué
pasó con el tigre? —preguntó Kalilita.
—Con el
tigre me las vi en alitas de cucaracha —volvió al relato Tapalwás y se ubicó
nuevamente en el tablón de caoba.
“Ese bramido poderoso detuvo el tiempo. Era un
inmenso tigre. No escuchaba el agua que caía ni sentía su frescor, mi
respiración se detuvo y sólo oía el rugir del animal. Estaba como en otro
mundo. Lo vi viéndome, abriendo esas inmensas fauces, vi claramente sus enormes
colmillos y me quedé paralizado mientras el animal daba manotazos en las
piedras del borde de la cascada y seguía rugiendo en señal de defensa de su
territorio, de su cascada, su río, su montaña. De pronto, como si una decisión
tomara, lo vi moverse rápidamente hacia la orilla del río. Entonces
recapacité, volví a ser yo mismo y en lo único que pensé fue en salir del agua
y correr. Así que nadé hasta la orilla, volví la mirada y lo vi abajo, en la
otra orilla encima de un tronco, rugiendo tan fuerte que mis oídos estaban por
reventarse. Salí a la orilla y tomé mi ropa, corrí, corrí y corrí sin
detenerme, iba desnudo, ni cuenta me di que iba cagado de miedo, y dejé de
correr cuando llegué a la casa de una familia campesina”.
—Se le
olvidó el reloj —dijo Zamba Larga. Lo dejó en una rama, se acuerda.
“Lo olvidé por el miedo. El campesino me dijo
que me vistiera y me dieron refugio. Luego de encerrar sus animales y montar
guardia con su escopeta me sentí seguro. Al día siguiente me acompañó hasta un
embarcadero, me subí a un bote y llegué dos días después a Laguna de Perlas sin
dormir y sin comer, todavía tembloroso. Allí me di cuenta que había dejado mi
reloj en esa ramita a la orilla del río”.
—Ya viene
el práctico, el Cubahama debe estar entrando por la barra —dijo Pilón.
—Miren,
miren, el coronel Peters ya salió al balcón de la aduana —dijo El Sapo.
Totalmente vestido con su uniforme color caqui, el coronel estaba pendiente del
práctico que se disponía a atracar en la sección del muelle cercana a la de las
pangas. Los vio y les hizo un saludo militar. Se pusieron de pie y respondieron
con sus manos al saludo del coronel.
—Por usted
nos saluda —dijo Zamba Larga dirigiéndose a Tapalwás.
—Lo aprecio
mucho —dijo Tapalwás y tiró un escupitajo a su izquierda que derritió un chicle
pegado en el concreto.
—Kalilita,
te veo desesperado por estrenar reloj —dijo Pilón.
—Sólo sos
babosadas —dijo Kalilita. Y al fin, ¿perdió el reloj?
“Muchos años después, casi a los veinte años,
volví a la misma poza del Kurinwas porque trabajaba con una empresa maderera
marcando arboles maduros. Ya no existía la misma vegetación, el agua estaba terrosa,
turbia, y corría turbulenta. Recordé al tigre y cansado me recosté en un gran
árbol. Pensaba en el susto que me dio el animal cuando escuché el tic, tac de
un reloj que salía desde el interior del árbol. Le puse plena atención y lo
escuché clarito, era el tic, tac de mi reloj, pero no lo miraba, así que me
levanté y seguí el sonido, caminé hacia la orilla del rio y dejé de escucharlo,
regresé al árbol y volví a escucharlo, caminé hacia el claro de sus ramas y se
perdió el sonido, regresé al árbol y allí estaba el tic, tac de mi reloj.
Entonces subí en el tronco y el tic, tac era más claro y más fuerte, subí unos
metros más y sonaba más fuerte, seguí subiendo y subiendo, el tic, tac de mi
reloj era tan fuerte como el rugido del tigre que vi en la cascada y cuando
llegué a la copa del árbol, desde la base de una de las ultimas ramas lo vi,
allí estaba, hice un gran esfuerzo para agarrarlo y vi que, aún después de
tantos años, tenía la hora y la fecha exacta. Desde entonces lo ando puesto, es
este mismo reloj, mírenlo, —recogió la manga de su camisa y lo mostró— no me lo
quito para nada porque es el mejor reloj del mundo, mejor que cualquiera de
esos que ustedes hoy van a estrenar”.
¡Booo booo!, ¡booo booo!, se escuchó el sonido
del Cubahama entrando en la bahía, dirigiéndose al muelle para atracar. Todos
se levantaron de los tablones menos Tapalwás. El movimiento de gente en el
muelle se intensificó. El personal de la aduana salió al muelle y el coronel
Peters al balcón del segundo piso. Los estibadores se alinearon a la espera de
las amarras y, desde el lado del sector de las pangas, un grupo de mujeres
caminaban contentas hacia el centro del muelle.
—El que me
traen es un Timex último modelo —dijo Kalilita.
—El mío es
un Seiko 5 —dijo Mario Tachita.
—El mío
tiene más de 40 años y sigue funcionando sin atrasarse ni un minuto, ninguno de
esos le llega ni a las rodillas —dijo Tapalwás.
—Miren,
miren, allí, en la cubierta está nuestro amigo saludándonos —dijo Zamba Larga.
—Nos vemos
viejito mentiroso, guayolas son las que nos cuenta, nada más —dijo El Sapo y el
grupo se alejó del alero en dirección al centro del muelle para confirmar con
una señal del amigo embarcado que les traía sus encargos.
Tapalwás se levantó de tablón y caminó en
dirección a la bodega de la aduana, saludó a don Felipe Álvarez y luego buscó
las veinticinco gradas que lo llevaban a degustar el mejor guaro lija del
puerto de El Bluff, distribuido por don Octavio Gómez. No hizo comentarios
sobre el mejor reloj del mundo, y doña Juana Angulo lo notó extraño, sin
intentar contar una de sus guayolas. Se despidió y camino por el andén en
dirección a su casa donde lo esperaban sus hijos y doña Panchita.
De la serie: Las guayolas de Tapalwas.
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