martes, 23 de febrero de 2021

NAUFRAGIO DE ESTUDIANTES

 


El Presagio

Doña Juana se anticipó al repique de la alarma del reloj despertador que programaba a las 4:30 a.m. Faltaban diez minutos para que sonara. Desperezó su cuerpo en la cama de estructura de bronce y crujieron los resortes de alambre. Se levantó sin prisa, trató de despejar su mente y desactivó la alarma, evitando que don Octavio, su marido, despertara. De una de las gavetas del tocador, hecho de caoba y con un amplio espejo al centro, tomó su bata de estar en casa y cubrió su camisón de seda.

Tomó una jarra aguamanil, echó agua en una palangana de latón esmaltado y limpió su rostro viéndose en el espejeo. A sus cuarenta años de vida, las arrugas aún no hacían presencia en su frente ni en las comisuras de sus ojos claros. Con su pierna derecha empujó debajo de la cama la bacinilla de peltre. Suspiró profundamente y se dirigió a la antesala del comedor, un espacio amplio en el que se almacenaban cajas de cartón, barriles de alcohol graduado de la industria fiscal, sacos de harina, azúcar y otras provisiones.

Una rata irrumpió ante su presencia y, rasgando bajo la puerta, escapó desesperada hacia el patio. Miró en los alrededores y notó que la trampa atrapa ratas estaba sin el cebo que había colocado por la noche. Te toca el veintidós, dijo.

Abrió la puerta de dos hojas que daba acceso al corredor posterior de la casa de madera. Lo traspasó, subió tres gradas y abrió la puerta de la cocina. Con la mirada comprobó que todo estaba en orden. Desde la ventana y la puerta izquierda, notó que el cielo estaba cubierto de nubes negras y el ambiente húmedo en esa mañana del mes de noviembre del año 1970, con intensas rachas de viento provenientes desde El Tortuguero. Va a caer un temporal, pensó y puso a calentar agua en una olla para hacer el café importado desde Nueva Orleans.

De regreso en su habitación se dirigió a despertar a Rodolfo, popularmente llamado Kalilita.  “Ya es hora”, dijo sacudiéndolo tres veces. “Apúrate que se hace tarde, es hora de bañarse”, agregó y se dirigió a despertar a María Teresa. “Mi niña ya es hora”, dijo acariciándole el cabello largo. Por unos instantes se quedó observándola, recordando sus años de chavala, pero se deshizo de recuerdos y volvió a la cocina. Desde allí escuchó las panadas de agua que Rodolfo se echaba encima, tomándolas de los barriles que mantenía llenos de agua en el corredor posterior, cercanos al lavandero, a un lado del pasillo que daba acceso a la cocina.

Freía rodajas de jamón importado, huevos enteros y calentaba el gallo pinto en su cocina de kerosín. Ya había servido en el comedor la cafetera humeante, bollitos de pan simple, horneados el día anterior y recalentados en un caldero tapado, y la mantequillera bien suplida junto a la azucarera y las tazas. Al terminar de freír regresó al comedor. Allí la esperaban María Teresa y Rodolfo. Sirvió los desayunos y se sentó en su lugar de siempre, al lado derecho de la cabeza de mesa que ocupaba son Octavio. Dio un bocado y dirigiéndose a Rodolfo preguntó.

 ¿Te aprendiste los temas para el examen de religión? Sí, respondió, sin volverle la mirada. Y vos Teresita, volvió a preguntar, ¿practicaste para la prueba de matemáticas? Sí, mamá, hice todos los ejercicios, respondió tocándole el antebrazo con la mano desde el otro lado de la mesa. La veo preocupada, mamá, agregó.

Algo la mantenía inquieta, cierta incertidumbre había en su rostro desde que vio el cielo oscuro y sintió  la brisa húmeda que llegaba desde la playa de El Tortuguero, pero la caricia de su hija le dio cierto grado de calma y seguridad. No se preocupen, es solo que cada día me pongo más vieja, dijo y sonrió.

Yo llené los tanques de agua, no salí a ningún lado, así que nadie puede venir a ponerle quejas de mí, dijo Rodolfo. No se preocupe, hoy regresamos temprano porque estamos en exámenes finales, agregó María Teresa. Bueno, apúrense, lleven los paraguas y capotes que se avecina un temporal, dijo doña Juana Angulo cuando comenzaba a llover y las gotas de agua se escurrían por la solera de la ventana del comedor.

Faltando 15 minutos para las 6 de la mañana los despidió desde el corredor de la inmensa casa de madera. Los vio bajar las 25 gradas de concreto, encapotados y cubriéndose con el paraguas, en dirección al muelle, atravesando el cuartel de la guardia y el lado este del edificio de la aduana, y al doblar en dirección al atracadero de las pangas, desaparecieron de su vista.

 

La Rastra

El panguero, llamado Félix, conocido con la Rastra, los esperaba en el atracadero de las pangas, situado en el extremo oeste del muelle de la aduana. Allí se congregaban los estudiantes para abordar los botes pos pos o las pangas que los transportaban hacia clases en Bluefields. La lluvia salpicaba los zapatos nuevos de cuero que calzaba Kalilita, que aun así no dejaban de brillar porque pasó lustrándolos por más de una hora la noche anterior. La panga tenía cubiertos los asientos con plástico negro y con ellos se llenaba el cupo de pasajeros del primer viaje, el viaje de los estudiantes.

Nos vamos, dijo la Rastra, sosteniendo con una mano el mecate amarrado de la proa y con la otra brindándosela a los pasajeros para abordar la panga, que, al vaivén de las olas, golpeaba con un costado las llantas que estaban adheridas al muelle por mecates gruesos. Así abordaron las chinitas Asunción y Angelita, Blanca Sandino, Chapman, Teresita, dos pasajeros mayores y Kalilita, los que se cubrieron con el plástico al ocupar sus asientos.

La Rastra encendió el motor Yamaha de 45 caballos de fuerza. De un fuerte empujón apartó la panga del muelle y aceleró, maniobrando con el brazo del motor para salir del albergue que le daba el costado oeste del muelle y entró a la corriente, donde el oleaje era más intenso y de mayor fuerza.

La visibilidad que tenía era escasa por la intensa lluvia, desde ese punto no divisaba la playa de El Tortuguero y maniobró hacia el oeste, siguiendo la corriente, con el oleaje a su favor. Unos minutos después viró a estribor sin aminorar la velocidad. La panga se elevó por el oleaje y siguió bajando y subiendo olas encrestadas hasta que chocó con el mástil de un barco camaronero hundido, llamado Miss Linda, propiamente a unos 200 metros de la isla de Miss Lilian, en dirección a Half Way Cay, y a unos 1000 metros del muelle de la Booth.

La panga comenzó a hacer aguas. Un orificio de tres pies cuadrados se abría en el casco, entre la proa y el primer asiento, debido al impacto con el mástil del camaronero.

 

La Rata

Luego de regresar de clases, el naufragio de los estudiantes se volvió la noticia del día. Al anochecer, en el cielo tiritaban las estrellas y el corredor de la casa estaba atestado de estudiantes y curiosos que pasaban por el andén en dirección a la esquina de Miss Lilian. Unos estaban sentados en sillas mecedoras de madera y junco, otros en el suelo, y la mayoría en las gradas de acceso al corredor.

En el centro de la sala, doña Juana Angulo estaba sentada en una mecedora y a su lado María Teresa. A su derecha, en el mostrador, don Octavio servía guaro lija a sus clientes y en el centro de los visitantes estaba Kalilita, sentado en un banco de madera, contando el suceso del naufragio.

“La Rastra la cagó todita. Yo le dije que no agarrara para el lado de la isla de Miss Lilian, que se fuera en dirección a la playa del Tortuguero, esquivando el oleaje, y que después bajara en dirección a Bluefields, pero nunca me hizo caso. Fue un solo cachimbazo el que pegó contra el mástil”.

“Cuando vimos que se metía el agua, yo le gritaba que acelerara, que siguiera navegando en dirección al muelle de la Booth, pero el maje se cagó todito, tan cagado estaba que se le apagó el motor y no pudo volver a encenderlo. Allí fue cuando nos hundimos, pero lo peor es que la Angelita se refundió entre las olas, más allá de la panga y entonces las chavalas comenzaron a pegar gritos de desesperación”.

“Se me quitó el miedo y la tembladera. No sé de donde agarré valor, me sumergí y fui detrás de ella. Abajo la corriente estaba encachimbada, pero con una fuerza increíble que me surgió sin saber todavía de dónde, me seguí sumergiendo, la vi allá abajo que caía hacia el fondo y con un sobreesfuerzo pude agarrarla de un pie, jalarla hacia arriba para sacarla y, al salir a la superficie, la subí a la panga salvándole la vida".

"Para imponer el orden en esos momentos de angustia, les gritaba que se calmaran, que no tuvieran miedo y en eso estaba cuando me sentí parado en el ostional, y con los pies puestos en algo firme en que apoyarme, agarré mayor valentía y gritando le dije a la Teresita y a la otra chinita, Asunción, que se subieran en la panga, a la Blanquita que se agarra de un lado con Chapman y, a los otros dos pasajeros juntos con la Rastra, que se agarran de la punta de la panga mientras yo la sostenía de la parte del motor".

Todos estaban atentos al relato de Kalilita, nadie decía una palabra escuchándolo. Los que compraban guaro lija también se quedaban atentos al relato del naufragio y, cada vez más, los  caminantes se detenían a escucharlo.

“Así estuvimos con semejante lluvia y frío por más de media hora hasta que llegó Elías Zafrian en una panga a rescatarnos. Llegamos todos mojados y temblando al muelle. Cuando salí de la panga me di cuenta que mis zapatos nuevos estaban desbaratados por el fuckin ostional”.

Desde el interior de la casa, más allá de la sala, al lado del comedor, se escuchó el estruendo de dos disparos: paang, paang. Kalilita se levantó al instante y, sin decir palabras, salió corriendo hacia el lado del comedor. Todos los escuchas se quedaron paralizados, petrificados ante la expectativa de lo que sucedía dentro de la casa.

“Le dio, le dio los dos balazos en la cabeza”, gritaba Kalilita al salir con la rata agarrada de la cola, mostrándola con la cabeza desbaratada. En el umbral de la puerta ubicada entre la sala y el comedor, doña Juana Angulo sostenía de su cacha, con firmeza y mucho orgullo, su viejo rifle calibre 22, aún humeante del cañón.

 

Nueva Guinea, Nicaragua.
22 de febrero de 2021.
Foto propia: atardecer en el Bluff.

miércoles, 17 de febrero de 2021

CAMINATAS MAÑANERAS


Llevo varios años realizando caminatas mañaneras, pero siendo joven adquirí el hábito de correr todos los días. Recuerdo que cuando tenía entre 15 y 17 años, cuando vivía con mis padres y hermanos en El Bluff, luego de clases en Bluefields, atravesando la bahía en un barco pos-pos, llegaba a casa, cambiaba de ropa y corría al campo de béisbol, el antiguo campo que quedaba donde hoy está ubicado el parque.

Allí practicaba béisbol con el equipo de la UVA y luego con el de la Booth, los Diablos. Como mi posición era de pitcher, el entrenador y el manager, siempre me mandaban a correr mientras hacían prácticas con el cuadro y el outfield. “¡A correr coño, a correr coño, muévete, muévete para que tengas más fuerza en el brazo y en las piernas!”, decía Victorino Castro, moviendo la boca como haciendo puchitos, su caminar altivo y con su estampa de jugador de grandes ligas, fornido y ligero, al que nunca, nunca en mi vida logré ponchar, tirándole lo que le tirara. Y tenía razón, correr me daba más agilidad y fuerza, la pelota llegaba veloz al cátcher, a Mr. Frank Roe.

Después que terminaba la liga de béisbol en Bluefields, en la que todos los años fuimos campeones, se organizaban equipos de futbol y nuevamente debía correr. Corríamos no sólo en el campo, el mismo donde jugábamos béisbol, sino que corríamos desde allí hacia la playa de El Tortuguero, hoy llamada Bluff Beach, hasta llegar a la segunda laguna, frente a Cayman Rock, un recorrido de 12 kilómetros. Al lograrlo, nos sumergíamos en las aguas frescas de la laguna y regresamos también corriendo con la caída del sol en la isla de El Venado. Era un grupo de unos 15 a 20 amigos entre ellos, Rodolfo Gómez, alias Kalilita, Martín Montero, Alonzo Allen y Richard Allen, Chapop, Denis Lacayo y otros más.

Después del bachillerato hasta finalizar mi carrera en la UCA, hubo una pausa larga en el hábito de correr, “el amor, los estudios y el trabajo", el cual retomé al trasladarme a vivir a Juigalpa con mi mujer e hijos por razones de trabajo. El Instituto Nacional de Chontales me quedaba a unos 20 metros de la casa y allí, en el cuadro de béisbol, comencé a correr nuevamente por las mañanas. Cuesta mucho, muchísimo habituarse a la rutina.

Trabajando en Nueva Guinea y después radicado definitivamente en esta ciudad, trotaba entre las 5 y 6 de la mañana en la antigua pista de aterrizaje por una hora, haciendo unas cinco idas y vueltas en el tramo de un poco más de un kilómetro. Allí, en esa época, 1992 a 1996, me encontraba con otros, entre ellos militares y extranjeros. Otra ruta alternativa del trote, ya no corría como años atrás, que continúa siendo una de las preferidas de muchos caminantes y corredores, es la que existe entre la calle central y el puente sobre el río La Verbena, un recorrido de unos 4 kilómetros de ida. Cuando viajaba por varios días a Managua por razones laborales, siempre lo seguía haciendo, buscando un lugar propicio para ello y cercano al hotel donde me alojaba.

Uno de los principales inconvenientes de las caminatas en el trópico húmedo es la alta precipitación a lo largo del año (mayo a enero), con un período corto de verano durante el cual también llueve. Por ello a veces las rachas de correr, trotar o caminatas se ven interrumpidas hasta por una semana y a veces más días.

Por tal razón adquirí una corredora eléctrica y una banca con sus respectivas pesas para poder ejercitarme en casa. Hacía unos 45 minutos entre caminar y trotar, acelerando la banda, y luego me dedicaba a las rutinas de pesas en la banca y en el piso. Recuerdo que Erick Jamil, mi nieto, me imitaba con unas pesas que le prestaba de 2 y 3 libras. Eso lo hice después del año 2003 hasta que el óxido terminó con ellos y comencé a hacer mis caminatas mañaneras.

A inicios de la pandemia por el COVID-19, dejé de salir por ser consecuente con el #quedateencasa, pero no he dejado las caminatas porque las he hecho en casa, aprovechando los corredores, los pasillos, el patio de atrás y el del frente, hasta completar la meta que tengo establecida de 10,000 pasos (7 km.) en 1 hora y 45 minutos, porque no me estoy entrenando para una competencia y, al final del día alcanzo entre 14 y 17 mil pasos después de moverme por aquí y por allá, hasta que llega la hora de dormir.

Trato que la curva de distribución de mis pasos sea positivamente asimétrica, es decir que la mayoría de los pasos realizados se den durante las primeras horas de la mañana. Después del almuerzo tengo un período inactivo debido a la practica de meditación y mi siesta de todos los días que va entre las 12:30 pm y las 2 p.m. Luego son pocos los pasos que doy porque me dedico a leer acostado en una hamaca y a escribir como lo hago en este momento.

Después de octubre del año pasado comencé a salir a mis caminatas mañaneras. En ellas no tengo rutas definidas, pero si algunas preferidas. En las condiciones actuales, siempre en pandemia y rebrote, prefiero caminar en el campo, tratando de evitar las rutas hacia la ciudad porque no me levanto a las 4:30 a.m. que sería la hora ideal para caminar por las calles, avenidas o por el parque central para evitar lo más posible el contacto con otras personas, entre ellas los borrachos amanecidos, los pirucas, que el verme al lado del mercado o de la gasolinera, se me vienen encima tratando de abrazarme para que les de dinero. Por ello y por el contacto directo con la naturaleza, hago mis caminatas mañaneras en dirección al campo o en los alrededores del vecindario que tiene un carácter rural.

Ahora, después de contarte sobre mis caminatas mañaneras, llegó tu turno. Levantaté y moveté. Para ello tenés que definir una meta (pasos, kilómetros o tiempo) a caminar con el fin de motivarte. En tiempos de crisis es necesario tener una doble dosis de motivación para alcanzar las metas que te has propuesto.

La motivación es un estado interno que activa, dirige y mantiene la conducta de la persona hacia metas o fines determinados; es el impulso que mueve a la persona a realizar determinadas acciones y persistir en ellas para su culminación. La motivación es lo que le da energía y dirección a la conducta, es la causa del comportamiento.

La motivación es un proceso que pasa por varias fases. Inicialmente la persona anticipa que se va a sentir bien (o va a dejar de sentirse mal) si consigue una meta. En un segundo tiempo, se activa y empieza a hacer cosas para conseguir dicha meta. Mientras vaya caminado hacia ella, evalúa si va por buen camino o no, es decir, hará una retroalimentación del rendimiento. Y, por último, disfrutarás del resultado.

Y los resultados que vas a alcanzar con las caminatas son los siguientes:

1. Controlar tu peso y fomentar la eliminación de grasas.
2. Mejorar la circulación sanguínea.
3. Alejar problemas de tipo cardíaco.
4. Son enemigas de la depresión y combaten la fatiga emocional.
5. Son buena terapia para los que sufren problemas respiratorios.
6. Reducen la presión arterial alta.
7. Aumentan los niveles de la endorfina que el cuerpo produce contra el dolor.
8. Mejoran el sistema inmunitario.
9. Reducen la tensión muscular.

Así que amigos y amigas, es sencillo caminar y los beneficios que obtenemos son increíbles. Hago caminatas porque además del acto de caminar disfruto del silencio de la ciudad, el canto de los pájaros, el crujir de las ramas de los árboles, el mugido de una vaca, la neblina en el rostro, el aire puro entrando en mis pulmones, los latidos intensos de mi corazón, el sudor que brota en mi cuerpo, el saludo de los campesinos que van o vienen de sus labores, y me siento cada vez más positivo y motivado por lograr el aumento progresivo de sus beneficios.

Nueva Guinea, Nicaragua.
16 de febrero de 2021.
Foto propias.

martes, 9 de febrero de 2021

RECONOCIMIENTOS




En la foto aparece con el cabello castaño, corto, con mechones que caen sobre su frente a unos centímetros por encima de su ojo izquierdo. Sus ojos son color miel,  almendrados,  con cejas largas y claras. Muestra una sonrisa abierta, sin pintar, que resalta sus pómulos anchos y muestra la blancura de sus incisivos centrales. De su cuello, sostenido por una fina tira de cuero, cuelga un dije que no se muestra por la solapa del cuello.

Lleva puesta una camisa blanca de manta con ribetes de colores rojos en cuadros de diferentes tonalidades alrededor del cuello, los hombros y el cruce del botón. Sus hombros fuertes y sus brazos aparentemente descansan en una de sus piernas.

Está sentada al aire libre, con una calle de asfalto que se muestra al fondo, con arbustos y grama verde que va buscando el color café como si los meses de veranos estuvieran por llegar.

Por muchos años ella la ha guardado como el mejor de sus recuerdos, de su época de mujer independiente a sus 21 años de vida y yo la veo por allí, al revisar entre carpetas llenas de polvo. La recupero, la limpio y se la muestro.

¿Dónde la encontraste?, pregunta con alegría, mostrando la misma sonrisa de la foto, pero con el cabello canoso, arrugas en la frente, parpados caídos y mejillas que sufren como su cuello y sus brazos la fuerza fatal de la gravedad al paso del tiempo. Se sienta en la orilla de la cama con la foto entre sus manos, se mira con detenimiento, recorre cada uno de sus rasgos y sonríe, una sonrisa de auto reconocimiento, de pensar, de repensarse y verse otra vez en el esplendor de su vida, de sus años de mujer bella, con pretendientes dispersos entre los puntos cardinales. ¿Dónde estaba?

Limpiaba y la encontré entre unas carpetas en las que guardo documentos personales, currículos viejos y decenas de diplomas y placas de reconocimiento que mantengo en una parte del librero. Entre ellos estaba la foto.

Pensé que no la volvería a encontrar, respondió y se dispuso a buscar un lugar dónde colocarla en la habitación, pero sin ningún cuadro o soporte que la mantuviera firme, la foto se caía. La introdujo en una de las gavetas del mueble del tocador.

Dos días tuve pensamientos recurrentes sobre la foto y en un cuadro en el cual colocarla. Decidí quitar de uno que tenía en el librero una foto mía que fue publicada en La Prensa en la sección de Domingo. Limpié con alcohol y una toalla fina el marco, el vidrio, el paspartú, el fondo y la tabla de soporte posterior. Quedó reluciente. De la misma manera, en la misma secuencia, coloqué la foto sobre el fondo y la sellé con la tabla de soporte.

¿Y ahora, dónde la cuelgo?, me pregunte sin consultarlo con ella porque quería sorprenderla. Di vueltas por la sala, por la habitación, por la sala de la cocina, por el pasillo y volví a mi oficina. ¿Dónde?, ¿Dónde? Y la respuesta estaba frente a mis ojos.

Mientras pensaba en dónde colocarla, fui sacando de las viejas carpetas cada uno de los diplomas de reconocimiento que me han sido otorgados después de más de 45 años de trabajo en comunidades, instituciones, empresas, gobiernos regionales, municipales y organismos no gubernamentales. 

Me rio de uno de ellos, es de la promoción de sexto grado, “reconocimiento por sus estudios destacados en religión”. Si hubiese seguido destacándome en teología hoy sería un monje insurrecto contra el estado de las cosas, contra la injusticia, contra las desigualdades, contra la opresión, contra la falta de solidaridad entre los pueblos. 

Y sigo desempolvando más reconocimientos. “Reconocimiento por su contribución y participación activa en el alcance de nuestros objetivos institucionales, reconocimiento por su valiosa colaboración al desarrollo de la producción e industrialización láctea en el cuadrilátero lechereo, reconocimiento por el apoyo brindado a nuestra comunidad, reconocimiento por el apoyo incondicional al fortalecimiento a la salud comunitaria y desarrollo organizacional e institucional de nuestra Asociación, por la amistad, la solidaridad y el dinamismo en trabajo en equipo, reconocimiento por contribuir en nuestro municipio en la dinamización de la economía, inclusión social, mejora de la educación y promover la reconciliación y paz en tiempos de postguerra”. 

Y a medida que voy leyendo los he ido tirando al suelo, recordando momentos, las dificultades, los sucesos, cada logro, la alegría de la gente y las intrigas, así las traiciones de esa época. Y me detengo. Faltan otros por desempolvarse, y por ahora los mando a todos al cajón de los mohosos. El lugar donde deben estar muchos oportunistas, creadores de intrigas y varios hijos de puta de esos tiempos.

Y como chispazo en la frente me doy cuenta que ella debe estar en el centro, en el centro de todas mis cosas, de mis fotos, porque así podré verla hoy y siempre hasta que muera, sonriente. Es ella la que se merece todos los reconocimientos, sin ella, sin su soporte, sin sus arrechuras, sin su acompañamiento, no tendría ninguno de esos reconocimientos de papeles viejos empolvados, momentos de la vida que ya se fue, el pasado que no volverá nunca, solamente si lo llamo, si lo traigo al presente.

En todas esas etapas de la vida ella siempre estuvo conmigo, nunca me abandonó, aun cuando motivos le di para ello, por la distancia, la poca permanencia a su lado y con mis hijos, entonces pequeños, en una época difícil, de guerra y postguerra. Ella, el sostén, el pilar, el soporte de mi vida durante 44 años.

Ella en el centro de mi yo y mi familia. Los amigos de cerca muy agradecido de tenerlos aún, y los otros, los oportunistas, ladronzuelos, las pirañas y lacras, que se vayan a la chingada porque no tengo otro lugar para ellos.

 

Nueva Guinea, Nicaragua
9 de febrero de 2021 

lunes, 1 de febrero de 2021

EL CUÑADITO

El hombre pasaba por el camino todas las mañanas en dirección al pueblo. Iba montado. Su yegua era de color achocolatada, con la crin negra que colgaba más allá de su corto cuello. El hombre la espueleaba, sacándole pasos alegres, volados, en concordancia con su temperamento nervioso y con la alegría mañanera del hombre que saluda con los buenos días y con adioses de manos, tanto a los que dejaba a su paso como a los que se encontraba en el trayecto.

Esa fue la primera vez que vi al hombre con su yegua y me pareció muy pintoresco, un hombre pequeño pero fuerte y alegre montado en un yegua fiestera, tal para cual. A su regreso, siempre antes de las diez de la mañana, sus alforjas estaban repletas de cosas que compraba en el mercado y cargaba un saco lleno entre sus piernas, sosteniéndolo con los codos, pero siempre saludaba al pasar por el camino con una voz aguda y contenta.

Con el tiempo, y de tanto decirnos adiós en su ir y venir del pueblo, comenzó a gritarme ¡adiós cuñadito! Además de responderle el adiós con las manos contagiado por su alegría, le respondía gritándole ¡adiós cuñadito! Y ese fue el saludo que nos dimos siempre, aunque pasara caminando. Y en una de sus caminadas nos pusimos a platicar.

“Vivo cerca de por aquí, con mi mujer, la Sidonia, de la vueltecita que se mira por allá, a lo larguito nada más, buscando para el lado de Los Ángeles. Tengo mi parcelita, chiquita pero bonita, bien cuidada cuñadito, de todo siembro: guineos, yuca, unas matitas de quequisque, frijolitos para el gallopinto, maizito para las tortillas y las gallinas, varios palos de naranjas que cuando quieren dan de tan viejos que son; también produzco abono de lombrices en cuatro bancales y vendo la mejor chicha de todos estos lados en mi ventecita”.

Me dio mucho gusto platicar con el cuñadito. Era un hombre pequeño, pero de manos ásperas, callosas, con una alegría que le brotaba de sus ojos negros cuando levantaba la cabeza para conversar, sosteniendo siempre la mirada.

Calzaba botas de hule, pero cuando andaba bien chajín, sobre todo los domingos, sus botas militares brillaban y, al verlo con ellas por primera vez, dijo que “la guerra me hizo hombre, hasta que me oriné y me ensucié en los pantalones me di cuenta que era un hombre de verdad, y ahora sorteo la vida por el buen camino, aprovechando esta nueva oportunidad que el Señor me dio”. Me dijo que no, que no era evangélico, pero daba gracias por todo y todos los días. “Somos pocos los que aún estamos contando el cuento” decía cuando se acordaba de la reventazón de tiros y bombazos en la montaña donde anduvo combatiendo con el ejército. “De pura choña, cuñadito, no había para dónde darle, a uno rapidito le daban agua, sin pensarlo mucho y sin remordimientos. Me reclutaron en el pueblo, móntate ya, a puros culatazos en el costillar, después te investigamos”.

Un día pensé visitar al cuñadito, inquieto por las lombrices, y me fui buscando su ranchita. Estaba orillada al lado del camino, no muy lejos de aquí. Bajo un alero había construido varias bancas de madera rolliza que se mantenían frescas por la sombra de árboles de Laurel y, contiguo a ellas, en un cuarto, estaba la ventecita que atendía su mujer. “Ella es mi señora, la Sidonia”, dijo el cuñadito y me saludó con una sonrisa. Era quizás un poco mayor que el cuñadito, pero lo que más me llamó la atención fueron los dos mechones blancos en su cabello largo recogido en trenzas. El cuñadito me guio a unos pasos de la casa para mostrarme el pozo donde había instalado una bomba de mecate y avanzó varios metros para que viera los bancales con las lombrices que mantenía cubiertos de plástico negro en una galerita con techo de paja.

“Es sencillo”, dijo el cuñadito y me fue explicando cómo era proceso de producción de abono orgánico o lombrihumus con la lombriz roja californiana. Las lombrices productoras se las consiguió un grupo de mujeres campesinas con el fin que él las alimentara con heces de vacas principalmente para que se multiplicaran y entregar el abono que producían a cambio de “unos bollitos que siempre faltan”. Me di cuenta que en el mercado local y nacional el lombrihumus era bien cotizado por su origen orgánico y una alternativa para la fertilización de frutales, plantas del patio y en la jardinería. Esto es algo bueno, le dije y sonrió.

“Venga cuñadito, venga, tiene que probar algo”, me dijo, indicando que lo siguiera en dirección a su ranchita. Llegamos a la parte posterior de la casa donde estaba la cocina. Tenía una vista hermosa hacia el cerro donde los amaneceres la inundaban de luz y, en un potrerito cercado por dos hileras de alambre de púas, su yegua de pasos volados pastaba con tranquilidad. Allí la Sidonia me esperaba con un vaso lleno de chicha.

“Pruebe, le va a gustar”, dijo el cuñadito. Y probé la chicha, tenía un sabor fuerte, por eso le llaman chicha fuerte, pero estaba fresca y después de tres tragos sentí que me calentaba el cuerpo. Con amabilidad el cuñadito me invitó a sentarme en la banca de palos rollizos donde daba la sombra y desde el camino fueron apareciendo caminantes que se detenían a comprar pan dulce, un cigarrito, fosforitos y ya sabe usted, también deme un vasito de chicha, por favor no se le olvide. Mientras se sentaban en la banquita del cuñadito platicaban sobre cosas cotidianas, el lugar dónde estaban trabajando y a qué precio pagaban el jornal, la carestía de la vida, las condiciones del tiempo, y así, entre tema y tema de conversación, cuando me di cuenta me había tomado unos cuatro vasos repletos de chicha fuerte.

Estaba conversador, dale que dale a la plática con los amigos y los clientes del cuñadito hasta que me di cuenta que era la hora del almuerzo. El trayecto de regreso me pareció cortísimo y ni cuenta me di de los charcos que sorteaba en el viaje de ida. Después de la comida me acosté en la hamaca y desperté tres horas después con un fuerte dolor de cabeza, los efectos de la chicha fuerte.

El cuñadito era muy chambeador. “Hago mis fajinas, cuñadito, si sale una chambita ya sabe que estoy disponible”. Y así comenzó a podar los arboles de acacia amarilla que están de cercas vivas alrededor del patio y picaba las ramas para obtener leña. También limpiaba el patio y reparaba las cercas. Siempre el mismo cuñadito, alegre y hablador. Con el tiempo le ofrecí el trabajo de vigilante por las noches y aceptó. También era enamorado. “Vea cuñadito, mire que hermosa está la Raquelita”, decía. “Viera a la vecina que queda cerca de aquí, chuletita, cuñadito, chuletita”. Y en esos vea, sus ojos negros chispeaban en las noches de neblina o de densa lluvia. Se mantenía atento como un tigrillo, con cualquier ruidito se levantaba, se colgaba la escopeta y comenzaba a caminar, bañando con la luz del foco todos los rincones del terreno. Muy tempranito salía para su casa y luego lo miraba pasar, montando su yegua en dirección al pueblo.

Muchos años después el cuñadito dejó de pasar por el camino. Desapareció su ventecita, su negocito de lombrihumus y la chicha fuerte que hacía. Dicen los vecinos, y sus clientes, que le prohibieron seguir haciendo chicha fuerte, que atentaba contra la salud del pueblo, el mismo que disfrutaba con un vasito de su chicha, y que por eso vendió su parcelita y se fue para una colonia. Otros dicen que un yerno le ofreció más tierras si vendía su parcelita y le prestaba los reales, cosa que hizo el cuñadito y al final se quedó sin los reales y sin la tierra porque nunca le cumplió.

Un día de hace muchos años nos encontramos en el mercado. Me dio mucha alegría verlo, aunque lo noté diferente. Sus ojos negros habían perdido la alegría que contagiaba y no sostenía su mirada al hablar, su pelo pintaba abundantes canas y, cuando estreché su mano, me dio la impresión de que su fuerza había desparecido y que sus dedos estaban deformados.

Luego de un intercambio rápido de palabras, —vivo por allá, cerca del cementerio, le veo esa barba más canosa, un día de estos lo visito, y la Raquelita cuñadito, siempre hermosa, me saluda a la Sidonia— nos despedimos, él tratando de mostrar su alegría de siempre y yo seguro que ya no era el mismo cuñadito que pasaba todos los días por el camino, montado en su yegua de pasos volados.

30 de enero de 2021
Nueva Guinea, Nicaragua. 
Foto: Casa a la orilla del camino en La Guinea Vieja.