El tráfico de pangas entre Bluefields y El Bluff
comenzó al levantarse el sol en el horizonte, más allá de la playa del
Tortuguero. Los pasajeros bajaban en el muelle de las pangas y en el de la
aduana donde les estaba prohibido; buscaban sus maletas, a los suyos y
caminaban sin distanciarse hacia el centro, frente al portón de la bodega, bajo
la mirada nerviosa de los guardias. Las pangas regresaban vacías a Bluefields y
la espuma de sus olas se mezclaba con las que se encontraban. Dos, tres y hasta
cinco se pasaban una a la otra en la bahía; un espectáculo nunca antes visto.
Nada parecido a la procesión de la virgen del Carmen,
patrona del puerto, cargada desde Bluefields en barco transformado en carroza, escoltada
al ritmo de la banda del Colón, detonando cohetes y morteros en la travesía.
Tampoco era como cuando los barcos mercantes cargaban día y noche miles de
cabezas de banano desde lanchones arrimados a sus lados, ni cuando toros y
vacas se encorralaban en el muelle con barriles de combustible y los
estibadores, convertidos en cowboys
para la ocasión, los lazaban cruzándoles la panza con gruesos mecates para ser
elevados por el mástil principal del barco hasta desaparecer mugiendo en sus
entrañas. No era igual a cuando los remolcadores de trozas de madera preciosa
encadenadas obstruían la navegación de pangas, botes y barcos en su recorrido
interminable desde los ríos Wawashang y Escondido hacia la barra, en busca del
navío anclado en aguas profundas; ni cuando las mujeres gritaban felices con la
mirada fija en la cubierta del barco a la espera de su amado trayendo consigo
el paquete encargado. Ahora el espectáculo era otro.
Los barcos estaban fondeados en la bahía y la gente
desesperaba por abordarlos. Los empleados aduaneros, Guillermo y Zoilo,
caminaban sudorosos entre las agencias aduaneras donde trabajaban y la aduana,
con documentos en mano: un nuevo tipo de manifiesto, una carga diferente, de
carne y hueso, que dejaba temerosa en estampida a seres queridos, bienes, su
pasado y su historia con destino a lo incierto.
Nunca en sus años de empleados habían presenciado un
evento como el que ahora vivían. Estaban acostumbrados a realizar manifiestos
de importación para los chinos que dominaban el comercio en Bluefields, de
mercancías clasificadas como varias para el Estado Mayor de la Guardia
Nacional, así como de exportación para las empresas transnacionales y enclaves;
en sus momentos de ocio, jugaban Pedro en largas noches lluviosas hasta
adivinar, con el paso de los años, las cartas por caer en la mesa para superar
al oponente. Pero lo que ahora sucedía, nunca en su vida lo habían imaginado.
“Mis hijos no tienen pasaporte”, dijo una mujer
cuando Guillermo pasó a su lado. “Primero los que tienen”, respondió y subió al
segundo piso del edificio. “A las once sale el primero”, gritó al bajar y
comenzó a leer el listado de las personas que lo abordarían. Se escuchó el
nombre de jueces, diputados, alcalde y ex–alcaldes, funcionarios de gobierno,
médicos, abogados, comerciantes, la mayoría de ellos mestizos, algunos árabes y
empresarios cubanos de la pesca, así como varios chinos millonarios con sus
familiares.
“Señor, ¿qué pasará con los que no tenemos
pasaporte?”, preguntó un hombre con su mujer, maletas y dos niñas al lado. “No
importa, todos saldrán en busca de asilo político por la maldita guerra”,
respondió el Coronel, jefe de la guardia, desde el balcón de la aduana. “Se
hará un manifiesto único”, agregó.
Zoilo y Guillermo se quedaron viendo extrañados, nunca
habían realizado ese tipo de manifiesto. Los más usuales contenían leche
Carnation, Cracker Jack, jabón Lifebuoy, jamones ahumados, casas prefabricadas,
cajas de whisky, pólvora china y mercancía confidencial de alta prioridad para
la Guardia Nacional.
El primer barco zarpó escoltado por un guardacostas a
la hora indicada y otros de menor calado partieron desde Bluefields sin atracar
en el puerto. Desde la agencia aduanera de Octavio Bustamante se observaba la
tristeza en el rostro de sus pasajeros. El segundo, el de los pasajeros con
manifiesto único, partió a las cuatro de la tarde; contentos se despedían desde
la cubierta diciendo adiós con sus manos.
“Vamos”, dijo
Guillermo y caminamos hasta el final del andén situado al pie del barranco,
frente a la ensenada cercana al muelle de los barcos camaroneros. Desde allí,
el navío se perdió entre la punta de la barra y el dorado cielo de la isla del
Venado al girar en su viaje rumbo al norte.
03/09/2013