miércoles, 18 de septiembre de 2024

DESTROZOS


Fue tan fuerte el estruendo que se expandió por toda la casa y  me levanté asustado del sofá desde el que miraba un concierto de Eric Clapton en el televisor. Estaba totalmente concentrado en ello, y mi padre hacía la siesta en su habitación, en la casa de mi hermana en Utila después de almorzar juntos uno de los suculentos platos que él disfrutaba preparar. Se encontraba con mucho dolor por la muerte de mi madre; la extrañaba tanto que lloraba casi todos los días de la semana. Su corazón estaba totalmente desgarrado y tomé dos semanas de vacaciones en Utila para estar a su lado.

Casi salí corriendo por el ritmo de trabajo que tenía. Trabajaba en la formulación, ejecución, seguimiento, monitoreo y evaluación de proyectos; coordinaba acciones con organismos y el gobierno local; me reunía con muchas personas y visitaba más de treinta comunidades de Nueva Guinea y otras del resto del país. Estaba agotado; tenía muchos años de no tomar un buen descanso. Necesitaba respirar aire fresco y relajarme. Utila era el lugar ideal para disfrutarlo con mi padre, mi hermana, mis sobrinas y amigos de siempre.

Llevaba varios días haciendo buceo de superficie en los bancos de arrecife de coral que hay en los alrededores. Siempre lo hacía; además, es uno de los atractivos turísticos de la isla. Su belleza es inigualable: están protegidos, hay varias escuelas de buceo cuyos precios son accesibles, lo que atrae a muchos turistas y genera ingresos en toda la cadena de servicios que ofrecen los Utileños.

El día anterior mi hermana había viajado en avioneta a La Ceiba con su familia para hacer compras y pasar el fin de semana. Solamente él y yo estábamos en casa. Era un día de verano, soleado, caluroso, de cielo azul despejado y mar calmo, ideal para bucear, pero me había quedado acompañándolo.

Salí al corredor del frente de la casa, y a lo lejos, en el horizonte azul, sobre la copa del manglar que crece abundante en la laguna de arriba, vi una nube gris pequeña entre las altas nubes blancas que pincelaban el cielo. Era una nube perdida en el camino del Caribe hondureño, en la inmensidad del cielo de las Islas de la Bahía. Estaba a la deriva, sin ninguna racha de viento que la empujara para hacerla avanzar. Era una nubecita gris insignificante que no provocaba ninguna preocupación porque no cambiaría las condiciones climáticas, ni traería lluvias, mucho menos una tormenta, y calculé que pasaría sobre el arrecife y el faro ubicado en la punta sureste de la isla, mucho más allá del muelle de la casa donde estaba atracado el barco pesquero de Mike, mi cuñado.

Así que entré a la sala para seguir disfrutando del concierto que estaba viendo en la televisión. Mi padre hacía su siesta y solo se escuchaba la música, sus ronquidos y el ruido de las motocicletas y carritos de golf que pasaban por la calle en dirección al puente para acceder a la antigua pista de aterrizaje o dirigirse al centro del pueblo.

El concierto de Clapton estaba de moda, principalmente por la canción Tears in Heaven, una balada acústica escrita en 1991. En ella habla de su dolor por el duelo y su lucha interna por superar la muerte de su hijo de cuatro años, donde se pregunta si en el cielo las cosas seguirían siendo iguales. Es la historia de un padre que está destrozado, roto en mil pedazos por la muerte de su hijo. Es realmente una gran canción, ganadora de varios premios Grammy y un éxito mundial.

Después de diez minutos, fui al refrigerador de la cocina para tomar un poco de agua. Salí al corredor de madera ubicado detrás de la casa. Vi el faro y, más allá, los Cayitos de Utila. El oleaje descansaba; la bahía se mostraba majestuosa, con cayucos surcándola, y miraba con claridad la estela de espuma blanca que dejaban en su trayecto, con el verdor de Sandy Bay, Blue Bayou y toda la costa oeste de la isla al fondo, hasta alcanzar los Cayitos entre el brillo parpadeante del calor en el agua.

Es un día espléndido, pensé. Regresé a la sala con el vaso de agua. Al pasar por la habitación donde papá hacía su siesta, escuché sus ronquidos altisonantes.

La música estaba en pausa y, al sentarme, seguí con el concierto. Repentinamente, un estruendo seco, breve y violento, sacudió la casa desde sus cimientos. Fue un sonido similar a una explosión intensa de corta duración, tan fuerte que mis oídos quedaron con un zumbido y no escuchaba nada. Me levanté desconcertado y vi que mi padre salió asustado a la sala. Con el movimiento de sus labios me di cuenta de que preguntaba: ¿qué pasó?

No sabía qué había pasado, así que respondí con la expresión de mis brazos. De prisa, desesperado, caminó hacia la cocina y luego al corredor, mientras yo lo seguía. Volvía a escucharlo y, de inmediato, dijo, mirando hacia la torre de madera, el mirador de la casa, construida sobre el corredor donde estaba la antena de radiocomunicación: ¡Fue un rayo! ¡Ha caído un rayo! Vi que la antena ya no estaba; la parte alta de la torre y sus bancas estaban chamuscadas por el impacto del rayo. Un poco a la izquierda, en el cielo azul, la nubecita insignificante iba en dirección al faro.

Poco a poco, nos dimos cuenta de los daños ocasionados, además de la destrucción de la antena, cuyos trozos estaban esparcidos en el patio trasero. Las luces no funcionaban debido a que todo el sistema eléctrico quedó destrozado, y se quemaron los electrodomésticos que estaban enchufados. La televisión no volvió a funcionar y la radio de comunicación que Mike tenía instalada para hablar con mi hermana cuando andaba pescando se quemó totalmente.

Tuvimos la suerte de no sufrir ningún daño personal, solo el susto del impacto y el estruendo del rayo. El sistema de protección nos salvó la vida, desviando la descarga eléctrica a tierra.

Cuando mi padre le dio la noticia a Indiana y a Mike, no podían creerlo, mucho menos imaginárselo, al igual que los vecinos, que hicieron correr la voz sobre el incidente a la velocidad de un rayo por todos los rincones de Utila.

Terminaron las vacaciones y regresé al trabajo con un poco más de energía. Mi papá viajó meses después a Nueva Guinea de visita, siempre con el corazón roto. Me di cuenta, después de ese incidente provocado por la nubecita gris despistada, de que la vida, a pesar de las múltiples fracturas que nos provoca, vale la pena vivirla y hay que seguir adelante.

Meses después, el seguro que Mike había contratado pagó los daños que el rayo ocasionó en la casa, una de las que estuvo expuesta a la probabilidad de riesgo, que es de menos de uno en un millón por año para las casas que pueden ser alcanzadas por un rayo.

 

5 de septiembre de 2024.

Foto: Tormenta en el paraíso (Sergio Orozco Carazo). 

domingo, 8 de septiembre de 2024

EL HOMBRE QUE VENDE COCOS

 


Erlin Flores tiene más de ocho años de dedicarse a la compra y venta de cocos en Nueva Guinea, de donde es originario. Vive en la zona 5, cerca de la Iglesia de Dios, y lo he encontrado en la esquina opuesta a la delegación de la Policía Nacional.

Lo he llamado haciendo señas con las manos, y sonriente, me busca con una sonrisa plena en su rostro.

—¿Cuántos cocos va a querer? —pregunta al acercar el carretón a la acera, frente a la farmacia La Candelaria.

En el carretón lleva el cascarón de lo que un día fue una refrigeradora, acomodada de manera horizontal. Dentro de ella, los cocos pelados aún están helados por el hielo que acomoda encima y entre ellos.

—Tenía varios días de estar pensando en que podía encontrármelo para tomarle una foto y hacerle una pequeña entrevista —le digo.

¡Dígame!

—¿Cómo se le ocurrió la idea de vender cocos por las calles de Nueva Guinea? Cuéntenos.

—Ah, yo trabajaba de albañil. Usted sabe que trabajando de albañil es más distinto, gana menos y se penquea más, mientras que el negocio le da más, ¿ve?

—¿Con cuántos comenzó?

—Primero fue al suave, de poquito. Un amigo mío llamado Alvin, que trabajaba de albañil, me prestó una carretilla de mano y comencé a venderlos con todo y pulpa. Primero unos 20, después 30 y luego 50, 70, y así hasta llegar, en ocho años, a los 200 cocos, pero ya pelados y sin pulpa.

—¿Cuál es su recorrido?

—Lo más largo es hasta el parque central: todo el mercado, por el Pali y la calle central. Desde la zona 5 hasta estos lados es largo; hay que empujar el carretón —dice.

Dos motocicletas pasan sin prisa, y hemos pausado la conversación. Claro, pienso, enfrente está la delegación de policía; pero por otro lado, pasan veloces, haciendo piruetas y rugir los motores.

—Mire —agrega—, también vendo el agua embotellada, en litros, pero ahora solo ando en galón.

¿Dónde consigue los cocos?

Salgo a Naciones Unidas, La Esperanza, Nuevo León, Los Pintos, Río Plata, Los Ángeles y aquí en el pueblo. Yo subo al palo y escojo los que ya están buenos, porque hay otros que se los llevan parejos, y eso me atrasa porque, cuando vuelvo a pasar, digamos a los tres meses, ya no hay cocos de agua como los que yo vendo —responde.

—¿Tiene identificados los palos de coco por comunidad, geolocalizados, ¿verdad? ¿Usted los compra por gajos?

—No, no, los compro por unidad. Este sí, este no.

—¿Cuántos cocos vende por día?

—Cuando la venta está buena, mire, yo vendo entre 200 y 300 cocos. Cuando voy a comprarlos, me traigo unos 400 para poder trabajar dos días y después vuelvo a ir. Mañana me toca ir; cada dos días voy —aclara.

—Dígame, ¿a qué precio vende el coco? Este me lo dio a 15 el coco, rebajado, pero normalmente a como lo da.

Los doy a 20 cada uno. Si vendo los 200, hago 4,000 córdobas al día.

—¡Cuatro mil al día! ¡Usted gana más que yo!

—No, no, espere. De esos 4,000 me quedan unos 2,000 al día. No ve que yo compro el coco a tres córdobas y pago dos de transporte por coco para traerlos hasta aquí. Y lo que en definitiva me ayuda es la clientela que tengo, hecha en tantos años de estar vendiendo cocos. Mire, la gente siempre me dice, cuando quiere varios cocos, que le baje un poquito; entonces le rebajo cinco pesos por coco.

—¿Los trae con todo y la pulpa?

—No, no, los traigo sin la cáscara. Los pelo en el lugar y la deposito en los basureros para ello. Mire, esa pulpa es buena como abono; lo tengo comprobado porque yo le eché a un guineal y viera qué guineos más hermosos los que cosechaba.

—Entonces, amigo, le va bien con este negocio.

—Sí, no me quejo. Mantengo a la familia, a mi mujer y tres hijos.

—¿Qué edad tiene?

—Tengo 38 años cumplidos.

—Usted está joven y con fuerzas para seguir vendiendo cocos por toda Nueva Guinea y ganar buena plata.

—He pensado en poner un puesto de ventas de cocos.

—No es mala idea, pero piense en seguir vendiendo por las calles. Usted busca al cliente, sabe dónde ir a buscarlo, y el cliente se alegra cuando lo ve y dice: “Allá viene el hombre que vende cocos”. Y no pierda eso, que es lo que ha hecho crecer su clientela. Usted debería buscar una motoneta con un tráiler acoplado para vender por toda Nueva Guinea.

—Amigo, eso es caro y no me quiero enjaranar.

—No, hombre, con ese montón de plata que gana ahora, hasta sus amigos albañiles de seguro se quedan sorprendidos, así como yo. Y le aseguro que cualquiera de esas cooperativas o microfinancieras le dará el crédito para que venda con su nuevo medio de transporte y ya no se joda tanto, porque ocho años es bastante tiempo y el tiempo vuela.

—¿Le puedo tomar una foto? —pregunto.

—Dele —responde Erlin—, y zas, la foto.

—¿Es que llevas cocos? —pregunta Emilce.

—Sí, llevo dos.

—¿No tiene agua embotellada?

—No —responde Erlin—, solo en galón.

—Es mucho —responde ella.

Una llovizna comienza a caer proveniente del sur, acompañada de un vientecito helado. Es una tarde de sábado con calles casi desoladas en Nueva Guinea. Me despido de Erlin y, en el trayecto, le cuento a Emilce la plática que tuve con el hombre que vende cocos en las calles de Nueva Guinea.

 

Domingo, 8 de septiembre de 2024.

Foto propia.

martes, 27 de agosto de 2024

CERDOS BLANCOS Y HERMOSOS

 


Los primeros rayos de la luna aparecieron a través de la ventana. Abrí la cortina para que se mostrara y, entre la leve neblina, se veía radiante, con esas nubecitas oscuras que coqueteaban con ella al anteponerse en su movimiento hacia el oeste. Una brisa húmeda inundó la habitación, y me asomé para admirarla. Estaba fabulosa, era una luna de esas que inspiran a los enamorados, a poetas melancólicos, admirada por pescadores, mujeres enamoradas. campesinos y habitantes de las ciudades que salen a espacios abiertos, a la playa, a miradores en las colinas y valles.

Desde siempre, la luna llena había tenido un efecto peculiar en mí, como si despertara recuerdos enterrados de tiempos lejanos. Ese magnetismo me atraía, especialmente en esta casa de madera, aislada en el campo, donde buscaba refugio de una vida que se me escapaba entre las manos.

Desde la ventana, emergiendo entre la niebla, vi que dos cerdos blancos y bien cebados, de la raza Landrace, provenientes de la plazuela, entraban debajo del tambo de la casa. Era una casa construida sobre gruesos pilares, con una escalera de acceso en su parte frontal. Miraba desde la primera ventana del costado norte.

La brisa que acompañaba la neblina repentinamente se tornó un poco fría, así que busqué mi chaqueta para arroparme. Luego volví a asomarme por la ventana y vi que otros tres cerdos, similares a los anteriores, corrían apresurados buscando refugio debajo de la casa. Ahora eran cinco cerdos blancos, y decidí salir al corredor para observarlos.

Escuché el gruñido de los cerdos, ¡oinc, oinc!, provenientes del bosque, más allá de la plazuela, que se mostraba iluminada y húmeda. Seguidamente, entraron más cerdos blancos, apresurados y jadeantes, gruñendo con intensidad, pero ahora no podía contarlos porque era una piara de cerdos blancos que entraban por cada uno de los costados de la casa.

Era extraño. Había algo en esos cerdos que no cuadraba, como si no fueran simplemente animales, sino algo más... algo que mi mente no alcanzaba a comprender, pero que mis instintos reconocían como peligro.

Bajé el primer escalón de la escalera, al pie de la subida, y noté que no salían de la protección que les daba la sombra de la casa. Allí estaban esos cerdos blancos, cebados, hermosos y ahora agitados, gruñendo con intensidad. Era una piara de más de treinta cerdos que circulaba en contra del sentido de las manecillas del reloj, de este a oeste, girando debajo de la casa, destruyendo el suelo compactado con sus pezuñas, tirando y destrozando albardas, calderos, pichingas y cinchos, hasta convertir su incursión en una tormenta descontrolada, escandalosa, que se fortalecía a medida que los rayos de la luna aumentaban su luminosidad.

Algo provocó que se me erizaran las vellosidades de los brazos. Luego escuché un zumbido intenso y mis manos comenzaron a temblar. Sentí un profundo temor y corrí de prisa para subir las escaleras y refugiarme en lo alto del corredor, con los cerdos girando velozmente debajo de la casa.

Me asaltó una sensación extraña, un recuerdo difuso de otra noche, hace años, cuando era adolescente y algo similar había ocurrido. Nunca supe qué fue, aunque a muchos les conté y pregunté, y desde entonces, no volví a dormí tranquilo en noches de luna llena.

Desde la profundidad del bosque, más allá de la plazuela, y desde la ventana donde ahora volvía a observar con temor, escuché un disparo que estremeció mis oídos, luego dos más, y minutos después noté que los cerdos volvían a calmarse. Dejaron de dar círculos y, poco a poco, se echaron en grupos fuera del corredor, en la plazuela, alrededor de la casa.

Esa noche de luna llena tuve un sueño ligero; despertaba dando saltos y me asomaba por la ventana con temor, pero los cerdos se calmaron. Eran cerdos blancos y hermosos, echados en círculos, uno encima del otro, durmiendo profundamente. Pero en mis sueños, las imágenes eran distintas. Veía a esos cerdos transformarse, su piel blanca convirtiéndose en sombras que se alzaban y se retorcían bajo la luz de la luna, como si algo maligno estuviera atrapado en sus cuerpos.

Desperté tarde y bajé al tambo de la casa. Había una gran fosa entre los seis pilares de la casa y todos los instrumentos de trabajo y enseres domésticos estaban destruidos. Los cerdos habían desaparecido. A las siete de la mañana llegó uno de los vecinos que colinda con mi propiedad. “¿Disparó usted?”, pregunté. “Sí,” respondió, “un hermoso tigrillo atrapó a una ternera. Lo vi alejarse con el claro de la luna y desaparecer en el bosque.”

Pero algo en su mirada me hizo sospechar que no me estaba contando toda la verdad. Como si él también supiera que aquella noche había sido diferente, que algo más había acechado en la oscuridad, algo que ambos preferíamos no nombrar. Y mientras veía la luz del día disipar los últimos vestigios de la neblina, comprendí que la calma que sentía era solo temporal, una tregua antes de que la luna llena volviera a alzarse y trajera consigo nuevos horrores.

 

22 de agosto de 2024
Foto: Internet.

martes, 20 de agosto de 2024

AMANECER ACTIVO

 



Desperté un poco más tarde hoy, a las 4:20 de la mañana. ¡Creo que me regalé unos minutos extra de descanso, y se sintió increíble! Después de todo, nunca se duerme demasiado cuando se trata de cuidar de uno mismo.

A las 4:40 de la mañana, ya me encontraba caminando en el parque, disfrutando del fresco inicio de un nuevo día.

Según mi registro, inicié la caminata a las 4:46 a.m. Prado y Lilian ya estaban en acción, como siempre, comenzando con energía su rutina diaria. Es un gusto saludar a los compañeros de camino, esos que, si faltas un día, te lo hacen saber con cariño porque te extrañan.

Hoy vi a pocos caminantes, pero cada uno tiene su historia. Hay quienes te sorprenden con su dedicación y transformación. Después de tantos meses corriendo juntos, es inspirador ver cómo el esfuerzo da frutos. Un muchacho, cuyo nombre no sé, hace seis meses era un gordito simpático, ¡pero ahora lo vi más alto, más fuerte y corriendo a gran velocidad! Es evidente que madrugar para respirar aire fresco y sudar vale la pena. Con el tiempo, algunos de esos rostros conocidos se convierten en compañeros de camino, y compartir la jornada con ellos hace todo más ameno.

Ayer fui a comprar un medicamento en la farmacia y, de paso, decidí pesarme. "¡Son 150 libras!", dijo Magdalena, la dueña de la farmacia, con una sonrisa. "¿En serio?", pensé sorprendido. Me preguntaba si la balanza estaba bien calibrada. Magdalena me pidió que lo intentara de nuevo, y ahí estaba, el mismo número: 150. "Pero si hace poco pesaba 158 libras, a finales de junio", le comenté. "Es por todas esas caminatas diarias que haces. Si las dejas, verás cómo subes de peso", me respondió con un guiño. Le di las gracias, pagué los medicamentos y seguí con mis tareas del día.

Pero volviendo a la caminata, hoy completé 6.43 kilómetros en 1:30:03 horas, con un ritmo medio de 14 minutos por kilómetro. ¡En total di 9,210 pasos, con una zancada promedio de 70 cm!

Y aquí estoy, compartiendo con ustedes mi mañana, los caminantes, mi peso y los logros del día. ¡Casi lo olvido! Después de un desayuno energizante con miel, frutas, yogur, ciruelas, café y pan con margarina y mantequilla de maní, continúo con mi rutina de ejercicios: 30 repeticiones de Curl para bíceps con mancuernas de 15 kilos en cada brazo, y luego 30 repeticiones de Press de hombro con 20 kilos.

Y mientras observo por la ventana, me pregunto con entusiasmo qué nuevas sorpresas y logros me esperan en este día que recién comienza.

 

20/08/2024

Foto: Internet.


miércoles, 14 de agosto de 2024

ECOS DE VIDA

 



En el lienzo del tiempo, un esbozo trazado,
cada rayo de sol, cada sombra abrazada,
los caminos recorridos,
los trabajos que construyeron mi ser,
las risas compartidas en cada lugar,
y las despedidas que dejaron huella.

Desde El Bluff, donde las olas susurran,
bajo el cielo vasto del caribe,
y Bluefields, donde la brisa acaricia,
los días de niñez y adolescencia en la arena dorada,
he vivido en los ecos de la historia,
en el murmullo del mar,
y en la quietud del amanecer.

En Managua, época de estudios,
aventuras y trabajos;
vida urbana casi anárquica,
cambios bruscos y sorpresas cotidianas,
donde los sueños se entrelazaban
con la vibrante energía de la ciudad.

Cada rayo de sol, cada sombra,
una época de madurez en la adversidad,
resonando en Juigalpa, caracolitos negros,
Amerrisque y sus llanos ganaderos.

Ahora, al cumplir 67 años,
mi corazón resuena con gratitud,
en Nueva Guinea, el trópico húmedo,
donde vivo y cosecho nietos,
por cada paso, cada lucha,
cada momento que tejió mi destino.
Celebro la vida en su esplendor,
con el peso de las memorias,
y la ligereza de un nuevo comienzo.

Con la sabiduría del tiempo,
brindo por los sueños que aún persigo,
y por la belleza que habita en el ahora,
pues cada año es un regalo,
un poema que sigue escribiéndose 
en la paleta de la existencia.

 

14/08/2024
Nueva Guinea, RACCS

lunes, 12 de agosto de 2024

CHISPAS DE UN PÁLIDO ÉXTASIS

 



Anoche, el niño...


—ya ha llorado y gatea

a través de la ventana,

observa a alguien que alguna vez fue

y escucha los susurros.

Diez años en blanco, sin nada en sus venas ni en su cerebro

y todavía está aquí.

 

No, no y no, no más, ni una sola vez más,

rechaza lo que le hace sentir poderoso;

contra su voluntad, sostiene el fuego

debajo de la cuchara.

 

Se acerca como si diera su último aliento

en el buen sentido de la palabra.

Los vapores y el calor son dulces,

chispas de un pálido éxtasis

que atraen su brazo con besos.

La tentación de la felicidad

se mezcla con una canción extraña,

recuerda y crece, alta, fuerte, hermosa,

hasta que desaparezca, hasta que volátil sea.

Y adiós, buenas noches a esta vida,

volando entre las nubes, sin importar el color—.

 

Y el niño juega en los charcos del camino,

llamando con una sonrisa encantadora.

 

¡Dale, dale otra vez! dice, tomando su mano,

pero le ruega que se detenga.

“No más, basta ya”.

 


12 de agosto de 2024

Nueva Guinea.

Foto de Internet.


viernes, 19 de julio de 2024

HAIKU II

 



Las calles de Nueva Guinea

amanecieron mojadas y brillantes por la lluvia.

El sol saldrá a secarlas.



19 de julio de 2024.

Foto propia.


jueves, 11 de julio de 2024

UN PÁJARO CADA AMANECER

 



Si todavía tienes las ganas y fuerzas,

si haces caminatas todos los días,

sí llevas mucho tiempo a ese ritmo, nada se olvida.

Piernas y brazos se vuelven una invención,

la piel se descama al viento.

Te lo dices y recuerdas.

Ahora son historias de aves las que cuentas para ti.

 

Recuerdo a una tijereta que se eleva verticalmente sobre las nubes

y luego baja en picada, con las alas recogidas,

dejando una estela de pensamientos aéreos

bajo el cielo azul.

Allí está el cenzontle, señor de los imitadores,

que le canta a la perra su propio llanto desesperado,

al estar amarrada, viendo los movimientos

que identifica dentro de la casa.

Recuerdo a la oropéndola que canta desde la cumbre

de los árboles más altos del trópico húmedo,

haciendo un sobreesfuerzo al doblar su cuello,

y aletear de felicidad cuando la ve en el corredor de la casa.

 

Y frente a la ventana de vidrio, entre las verjas que la protegen,

los pájaros se engañan ante su reflejo.

Allí están el sargento con su fiel e inseparable amada,

que vigila su ligereza,

las viudas, la reinita amarilla, el güis macho, el batará búlico,

tanto negro o café rojizo con blanco.

Solamente allí han visto sus plumas de queratina y colágeno

que un día llenaron los bosques con su color.

 

Y nuevamente estoy aquí, al alba, sin estar seguro

del cómo, pero siento el proceso desde el que se desprende

la piel del cuerpo en cada movimiento,

en cada paso de los más de diez mil

que pelan la carne sin tener otro cuerpo donde refugiarse.

 

Cada suspiro, una sorpresa al amanecer.

El corazón todavía es fuerte y late agradecido.

Estos huesos son demasiado ruidosos

y poco a poco se van desgastando.

¿De tanto correr?

Y los tejidos se descarnan, hay grietas, moretones,

que hacen dolorosas erupciones.

 

Y voy como un pájaro cada amanecer.

Un paso más, faltan pocos, la meta está cerca.

Ya cansado, ese pájaro está dentro de mí,

siento sus alas, escucho su canto,

empuja más y más sobre las grietas,

picotea los moretones como al vidrio de la ventana.

 

¿Dejarás algún día al pájaro en libertad?

Sigo caminando cada mañana,

esperando que no llueva, con la brisa en el rostro.

El cuerpo, cansado, recuerda.

Un día, como los pájaros, será libre,

soltando sus cargas, elevándose con el viento,

en un vuelo sin final.

 

domingo, 7 de julio de 2024

Foto propia: Mielero patirrojo.