sábado, 8 de noviembre de 2025

MARIO MONTERO

 



Ya hace días he pensado

en un amigo de juventud,

muy querido por los blofeños

de mi generación y la que antecede.

De la época de un andén multicolor

y casas de madera bien cuidadas.

 

A mi amigo Mario Montero

trato de escribirle este poema libre, 

como él, a mano, en papel amarillo,

con un lapicero de punta gruesa,

suave y de tinta negra no permanente.

Porque si hay que escribir

recordando a quienes fueron amigos,

debe ser a mano, ya que es lo más

cercano que tenemos al corazón.

 

Era un hombre joven, bien parecido,

educado, con una mirada y sonrisa

que encantaba a las mujeres.

No era muy alto, de figura delgada,

cabello negro peinado hacia atrás,

con entradas marcadas,

ojos café y patilla larga

cercana a su nariz vigilante.

 

Mario era aficionado a los deportes.

Jugaba fútbol, voleibol, básquetbol,

ping pong, y era experto en juegos de naipes.

Lo veía en los corredores

de las casas de sus amigos,

bajo una bujía amarilla,

jugando Pedro o Desmoche

hasta altas horas de la noche,

entre una nube de humo amarillento.

 

Era fumador empedernido.

Yo admiraba cómo lo hacía.

Sacaba el cigarro del paquete,

lo golpeaba con el filtro

contra la uña del pulgar izquierdo.

Decía que así sabía mejor.

Y yo lo imité por años, muchos,

mientras fui también fumador.

 

“Cara de Gallina” le decían.

No sé el motivo. Quizás

para desvirtuar su buena presencia.

Cuando escuchaba el apodo,

solo volvía la mirada y sonreía.

 

Trabajó muchos años

como oficinista en la aduana.

Ducho en la máquina de escribir,

rápido y con pocos errores.

Siempre impecable:

camisa fajada, zapatos bien lustrados

y perfume importado.

 

Me fui de El Bluff y dejé de verlo.

Supe por amigos que se hizo marino, 

en camaroneros y barcos mercantes, 

y así viajó a Cartagena, Colombia, 

donde vivió varios años.


Hasta que un día me enteré

que estaba detenido

en la penitenciaría de Bluefields.

Lo encontraron en un cayo,

custodiando un buzón

de abastecimiento y cocaína.

No delató a nadie.

“Todo es mío”, dijo.

Lo condenaron a larga pena.

 

Un día recibí una llamada

de un número desconocido.

Era él, desde prisión.

Me sorprendió.

“Aquí todo es posible”, dijo,

y pidió dinero para recargar el teléfono

en vez de alimentos.

 

Con el tiempo supe

que lo liberarían

por un cáncer terminal.

Salió y lo hospitalizaron. 

Me contaban que llegaba a visitar amigos

en mal estado, delgado, demacrado,

y que vivía en la casa de una mujer generosa

que lo acogió.

 

Y así, un día, se fue Mario Montero.

“Cara de Gallina”.

 Una tarde gris, un grupo de blofeños,

entre ellos la Tere, Martín, el Flaco,

el Cabe, el Tanquecito y otros,

se encargaron de velarlo

y darle sepultura digna.


He pasado sentado en una silla,

con un lapicero de punta gruesa,

escribiendo en papeles amarillos,

haciendo borrones,

evocando su vida aventurera

para que la tierra que lo cubre no borre su sonrisa.


7 de noviembre de 2025.

Foto Propia.



sábado, 1 de noviembre de 2025

BAJO LA TENUE LUZ DE LOS RECUERDOS

 



Llegas a la orilla.

Saltas del cayuco —¡splash!—

y lo arrastras con esfuerzo

hasta vararlo entre las raíces del manglar.

Centenares de cangrejos azules y ojones

han hecho su hogar en los alrededores,

orificios de todos los tamaños, según familia.

 

Cruzas la cuerda que llevas en la mano

entre troncos jóvenes y viejos,

tratando de asegurar ese medio pequeño

que te ha llevado, tantas veces,

de una orilla a otra,

con tus recuerdos y los míos.

 

Y dudando si quedó bien amarrado el cayuco,

lo compruebas una y otra vez,

como quien no confía ni en el nudo

ni en los días que lo alejaron del suyo.

 

Yo te observo, en silencio,

como quien mira al hermano que tuvo cerca

y ya no sabe cómo hablarle.

 

En todo —vida y mar—

navegas con calma y suavidad,

sin prisas, sin remordimientos,

sin grandes expectativas,

porque ya todo lo has dejado atrás.

 

Caminas en silencio

bajo la luz rosada del atardecer,

con los pasos pesados, lentos,

como si temieras que el suelo recordara

los juegos, las voces,

la infancia que compartimos.

 

Cuentas tus historias

como antes,

esas que te llenan de felicidad:

joven, guapo, valiente,

cosechando amores y promesas.

A veces callas, pensativo,

y de pronto lo dices todo de un golpe,

como un faro que lanza su luz al horizonte,

sin mirar si alguien la ve.

 

Un día decidiste ir por el mundo

en busca de la fe perdida.

Subiste montañas heladas,

navegaste ríos caudalosos,

alcanzaste tus sueños y anhelos

y un amor siguió tu navegación errante.

 

Ahora es fácil seguirte:

vas cansado, solitario,

con pocos amigos,

alejándote cada vez más

en tu viejo cayuco,

como si olvidar fuera tu único destino.

 

Hoy, que los vivos prenden velas

y los muertos se asoman al recuerdo,

te pienso con la congoja

de quien vela lo que aún respira.

No has muerto, lo sé,

pero tu silencio me duele,

como si el mar te guardara

del otro lado de la luz.

 

Vuelves la mirada a la izquierda,

y allí estoy.

No dices nada.

Solo sigues el vuelo de una tijereta

que busca cangrejos en la orilla

con la fe que tú has perdido.

 

Sopla fuerte el viento,

el mismo que separa a los barcos del muelle,

el mismo que aleja a los hermanos

sin razón ni despedida.

 

Y ambos, desde la muralla invisible que has puesto,

flotamos durante el día,

bajo la tenue luz de los recuerdos.

 

 

1 de noviembre de 2025.

Foto: Sergio Orozco Carazo


sábado, 25 de octubre de 2025

VOLVER A VERTE

 



Hoy te vi, papá.

No te estaba buscando.

Un video cualquiera, un muelle en Utila,

gente moviéndose, voces, sal marina.

Y de pronto tu figura, quieta,

mirando el hundimiento del Halliburton 211, un barco viejo,

como quien observa el paso del tiempo.

 

Me detuve.

El corazón golpeó fuerte,

como si recordara algo que el cuerpo ya sabía.

Pausé la imagen.

Corrí a llamarla:

—¡Es mi papá!

Y al mostrarte, ella lo confirmó sin dudar:

la postura de tus hombros,

esa manera de pararte en silencio,

miro y sé.

 

Sentí alegría primero,

como si el aire se hiciera más liviano.

Después vino la lágrima,

lenta, testaruda, inevitable.

No te veía así desde 1999,

cuando el cielo se cerró sobre el avión

que te llevaba de regreso a mí.

 

A veces sueño con vos.

Navegabas en un cayuco entre los Cayos,

yo en sentido contrario.

Nos cruzamos, levantaste la mano,

y dijiste adiós.

Me desperté con la ausencia

sentada en mi pecho.

 

Una noche escuché tu voz llamándome,

clara, como cuando me buscabas en el patio.

Vivía solo.

La casa entera se estremeció.

 

Hoy, al detener ese cuadro,

en el minuto 18:06 sentí que regresabas.

No como fantasma,

sino como hombre vivo,

respirando brisa del Caribe,

mirando mar, madera, óxido y espuma.

 

Hay algo extraño en esto:

se ensanchan los recuerdos,

se aflojan las grietas del corazón,

se abre una puerta pequeña,

justo donde duele.

 

Ahora ya no serás solo foto quieta

enmarcada por el tiempo.

Te veré caminar, girar la cabeza,

cruzar palabras con otros hombres en el muelle.

Te veré al hundirse el barco,

pero vos flotarás en la memoria que insiste.

 

Hoy te vi, papá,

y te quedaste un poco más conmigo.

 

 

25 de octubre de 2025.

Foto: Internet


martes, 21 de octubre de 2025

HAMACAS BAJO ESTRELLAS

 


Cuando estabas conmigo

mi mundo lo iluminabas,

como sol sobre la arena clara,

y mi ser de seguridad colmabas.

 

In crescendo fuimos amigos,

confidentes bajo cielos de gaviotas,

entre risas y silencios compartidos,

jugando con la espuma y las olas rotas.

 

Llenaste mi vida de confianza,

me mostraste la esperanza,

los caminos por recorrer,

y de pronto te fuiste… un atardecer.

 

El sol se escondía tras los cocoteros,

el mar calló su canto,

los peces no saltaron esa vez,

y en mis adentros se hizo quebranto.

 

Ahora ando solo por el mundo,

el que creaste para mí,

que gira entre los otros, profundo,

añorando el tiempo que estuve junto a ti.

 

No basta decir "te extraño",

tu ausencia desgarra mi ser.

Estás aquí, allá, en todos lados,

siento tu sombra volver.

 

Esa tarde no vi el atardecer,

ni la luna al anochecer.

Tu partida nubló mi ser,

y sigo buscándote entre las sábanas.

 

En la sonrisa de tus hijos,

en las paredes que aún guardan ecos,

en la casa de madera y sueños,

con vistas a la bahía y barcos viejos.

 

En las mañanas de cara al mar,

con olor a sal y café recién hecho.

En las noches de charlas en hamacas

bajo estrellas que rozaban el techo.

 

Las chicharras cantaban tu nombre,

los búhos callaban al verte rezar,

te persignabas con miedo y ternura,

queriendo al silencio espantar.

 

Tu olor, tu sabor, tu todo,

se mezcló conmigo, y aunque ya no estés,

vives en mis poros, en mi modo,

y en cada ola que viene… y que después se fue.

 

Agosto de 2025

Foto: Internet.


viernes, 10 de octubre de 2025

EL VIEJO Y LA BAHÍA

 



El viejo se sienta en el muelle,

los pies colgados sobre el calmo oleaje.

El sol cae despacio detrás del cerro,

y el cielo lentamente se torna naranja achocolatado,

como su piel, curtida por el viento y la sal.

 

Sopla la brisa marina,

trae consigo ese olor espeso

de la bahía cansada:

plástico multicolor usado,

machas de aceite quemado,

y vida que se niega a rendirse.

 

Los cayucos cruzan el horizonte,

mientras las gaviotas vuelan hacia los cayos,

velas rotas y alas blancas

dibujando despedidas en el aire.

El viejo los sigue con la mirada,

sin prisa, con respeto,

como quien despide viejos amigos.

 

Recuerda cuando la bahía era limpia,

cuando podía lanzarse al agua,

desde ese mismo lugar,

pero de un muelle tambaleante

con risas y gritos de alegría de sus amigos,

y salir oliendo a sol, no a petróleo.

 

Entonces sonríe, leve,

porque aun así respira junto a las olas

que todavía cantan, bajito,

entre las rendijas de las tablas húmedas del muelle.

 

El viento tienta sus rizos cenicientos,

le acaricia la cara y recuerda

que sigue vivo.

Y mientras la luz se desvanece,

él se queda mirando el horizonte,

con la paciencia antigua

de quien ha aprendido

a querer la bahía tal como es:

hermosa y herida.

 

 

8 de octubre de 2025.

Foto: Sergio Orozco Carazo.


viernes, 3 de octubre de 2025

LA ENSENADA

 



Desde el barranco la miraba entera,

manglares a cada lado, resguardándola,

trozos de madera sacudidos al sol de la bahía.

Por su vereda anduve sin reloj ni prisa,

de casa al muelle de los pesqueros, ida y vuelta,

viendo pangas bordar la espuma.

A las cinco pm, sin falta, cantaba la Poponé,

y el viento, burlón, se robaba su canto

entre Miss Lilian y la isla chiquita.

En la carbonera olía a carbón de antaño,

ahí hurgaba entre troncos por chacalines

para tentar peces en la orilla del Murito.

Sus aguas eran cristal en verano azul,

pero el Escondido, en lluvia brava,

le traía su barro como herida abierta.

Pequeña y bien formada, como una concha viva,

allí aprendí el arte de flotar y remar,

bajo un cielo que aún recuerdo.

Botecitos hechos de balsa,

con velas cortadas de sacos,

competían en regatas de fantasía.  

Ahora sobre sus aguas atracan pangas,

mis amigos de antaño —los de siempre—

allí pasan las horas aún con esperanzas.

Otros han poblado sus orillas,

con casas, negocios y ruido en el muelle,

dejando desechos que la contaminan.

 

 

28 de Junio de 2025

Foto: Propia. Muelle sobre la ensenada y Wesley.


viernes, 26 de septiembre de 2025

LAS ESTRELLITAS DEL CIELO RASO

 


En el cielo raso de mi habitación hay unas estrellitas que, poco a poco, van perdiendo el brillo que acumulan durante el día o con la lámpara de la habitación. Son pocas, unas quince quizás. Desde hace muchos años están allí para alegrarme las noches lluviosas y frías. Con el paso del tiempo muchas se han despegado, como si se perdieran en la oscuridad.

Así como ellas, he perdido la facilidad para dormir. Antes me cepillaba los dientes, me ponía la pijama, me acomodaba a gusto en la cama y, antes de terminar el “ahora y en la hora de nuestra muerte”, ya estaba roncando. Pero ahora no. Ahora me cuesta dormir: mi mente divaga, da vueltas y vueltas, salta de un recuerdo a otro. Son temas y escenas que ya casi no reconozco, pero mi memoria se resiste a soltarlos.

En tiempos de guerra me pasaba lo mismo. Casi no dormía. Despertaba agitado, después de soñar con horrores. Recuerdo que me tomé unas vacaciones en la isla de Utila y, aun allí, me levantaba nervioso. Escuchaba en sueños los helicópteros volando bajo, con motores rugiendo, lanzando proyectiles o disparando con la ametralladora. Levantaban arena, destrozaban los árboles frutales del patio de mi abuelo Ernesto —a quien todos llamaban Papú— y de mi abuela Hazel. Eran pesadillas recurrentes. Despertaba agotado, como si hubiera corrido kilómetros.

Quizás todo era producto del estrés de vivir en zonas de guerra, donde siempre eran noticia las emboscadas a camiones militares y particulares en carreteras minadas. En uno de esos casos, una compañera extranjera —fotógrafa profesional— acudió veloz a la escena. Al revelar sus fotos pude ver los cuerpos acribillados y luego quemados con gasolina, reducidos a carbón. Aún hoy me estremece.

También recuerdo a varios amigos que murieron de distintas formas en esos años. Todavía los veo: sus compañías, sus historias, las tardes de bar, los planes de futuro, la alegría de tener esposa e hijos. Todo eso, de pronto, se borró como polvo azotado por el viento, dejando un vacío sin consuelo.

Hay otras cosas que no me dejan en paz. Las cuentas que llegan y nunca cierran. El amigo que lleva meses sin llamar porque su hijo está enfermo y no tiene para las medicinas carísimas. Son pequeñas bombas diarias. Me pregunto si alcanzará el sueldo, si algún día la miadera mejorará, porque a veces salto de la cama corriendo al inodoro. Mis amigos me dicen que no me preocupe, que así están ellos: que se orinan fuera de la taza, que al llegar a la cama dejan una estela en el trayecto, que de día deben cubrirse con papel higiénico para disimular la retención o la poca evacuación. "You fella", me dicen, no te ahueves por eso, bienvenido al club.

La incertidumbre es una sombra que se sienta en la cabecera de la cama. A veces escucho un crujido en la casa y pienso en puertas que no vuelven a abrirse. A veces imagino que alguien llama al alba con malas noticias. Todo eso me mantiene despierto.

Pienso también en la gente de a pie, la que la vida le ha resultado extremadamente difícil, la que madruga a diario para ganarse el sustento con trabajos duros. Están los cargadores de sacos en los mercados, los que barren las cunetas de las calles mojadas por la lluvia o por las inmundicias que en ellas se desechan. Los recolectores de basura que viven expuestos a contraer infecciones con los desperdicios que se pudren en sacos, revueltos por perros callejeros y zopilotes. También están los vendedores de comida en las esquinas, los ambulantes que cargan sus bultos, los cortadores de leña en los montes, los zapateros que remiendan zapatos gastados, y miles más que sufren en un mundo desigual.

Son rostros cansados que rara vez reciben un gesto de solidaridad. Muchos caen asesinados en silencio, otros exterminados en guerras que nunca fueron suyas, y los más siguen muriendo de hambre, poco a poco, como hojas secas que se desprenden del árbol sin que nadie lo note. Cada día son más, y el mundo parece acostumbrarse a su dolor, como si fuera parte natural del paisaje.

A veces me pregunto: ¿qué harán cuando la paciencia se acabe? ¿A dónde irá la furia? Lo pienso en voz baja, con miedo. Porque la injusticia amontona rencores. Y los rencores, cuando se juntan, revientan. Y así van por la vida, hasta que un día explotan y le dan vuelta a la tortilla agria de la historia.

En medio de esas reflexiones, mi mente busca consuelo en memorias más luminosas. Vuelvo a los días de pesca con mis amigos en el muelle que llamábamos el Murito. Nos preparábamos con anticipación: andábamos en busca de pesas sacadas de cables de acero que cortábamos en trozos bajo la sombra de un mango en la casa de los García, en El Bluff. Allí mismo fundíamos los trozos para hacer pelotitas del tamaño de una uña. Nos servían de proyectiles para las tiradoras en las tardes de caza bajo árboles frondosos.

Para pescar, levantábamos trozas de madera que se acumulaban en la ensenada, entre cascos viejos de botes salvavidas varados en la carretera, y de allí sacábamos carnada. O atrapábamos sardinas, o escarbábamos la tierra en busca de lombrices gigantes. A veces íbamos a los barcos camaroneros por desechos que tiraban al mar.

En el desvelo de estas noches, paso horas pescando de nuevo en el Murito: el suave oleaje de la bahía revienta en el muro, la brisa salada del Tortuguero me golpea el rostro, gaviotas y tijeretas nos sobrevuelan con alegría. Grito de emoción cuando una palometa o un roncador queda prendido del anzuelo, y lucho con todas mis fuerzas hasta sacarlo del agua.

Si aún no duermo, viajo en mis recuerdos a otros muelles. Estoy en el puente de Utila, atrapando sardinas con un nylon fino y un anzuelo diminuto. Con los dedos giro el anzuelo y, con rapidez, saco del cardumen plateado una y otra sardina que brilla al sol. Luego camino hasta el muelle de Archie Lee y paso parte de la tarde pescando. Con suerte atrapo varios Silver Fish, los llevo a la casa de Papú y mi abuela se alegra. Cenamos pescado frito con tajadas de plátano y rodajas de limón.

De pronto, deja de llover. La noche se torna fresca. Busco la cobija y me cubro el cuerpo hasta el cuello. El silencio se expande. Ya no ladran los perros, pero sigo despierto. Entonces recuerdo los árboles que rodean la casa y voy nombrándolos, como si fueran oraciones. Enumero también los frutales del patio de mis abuelas, Manuela y Hazel, y los árboles maderables de Nueva Guinea, que aún reconozco y no los han talado.

Veo barcos remolcadores en la bahía arrastrando trozas de madera que bajan por Schooner Cay y salen por la barra de El Bluff. Recorro los aserríos que he conocido. Me agrada el olor a madera, porque evoca una sensación cálida y terrosa que varía según la especie que estén procesando. Observo las sierras circulares convertir las trozas en tablas, reglas, tablones y pilares. Pronto serán convertidas en casas, puertas, ventanas, muebles de cocina, camas, libreros, estantes… miles de objetos útiles para hacernos más fácil la vida.

Los gallos de los vecinos cantan. La noche se hace más fresca. Las estrellitas del cielo raso aún palpitan, aunque cada vez más débiles. Entonces recuerdo que ayer, por falta de energía eléctrica, no puse a funcionar la bomba del pozo. Me veo junto a mi abuelo Felipe, que en sus primeros años sacaba agua con baldes. Su pozo era el más fresco del mundo: empedrado, con brocal y delantal de concreto. Lo veo llenando tanques, baldes y tinas para la casa. Me da un baldecito y corro alegre a llevarlo a la casa de mis padres. Hago varios viajes, como en un juego. Con los años, el abuelo instaló una bomba eléctrica y, con solo subir la cuchilla, llenaba todo: agua limpia, fresca y abundante.

Pero hoy la bomba no funciona. La idea de faltar agua me aprieta el pecho. Pienso en quién irá a cargar litros si la bomba se rompe para siempre. Pienso en la mujer que vive sola al final de la calle y que depende del agua del pozo. La incertidumbre vuelve a colarse por la rendija de la ventana.

Intento acompasar mi respiración, como si en cada aire buscara la calma, como si el sueño se escondiera detrás de un suspiro. Pero los pensamientos siguen desfilando. Se manifiestan cuatro casas dispersas, unidas por la memoria: la del padre, las de sus dos hijas y la del parcelero. Entre ellas laten los cultivos sencillos —frijol, yuca, naranjas, peras de agua— que no buscan comercio, solo alimentar el paisaje y el estómago. Allí también la carne de monte fue deleite, hasta que guatusas, conejos y venados cedieron ante el apetito humano, como si el bosque hubiera sido conquistado poco a poco. Es un buen lugar. Siempre que cruzo ese camino siento su hondura: cercano al pueblo y, sin embargo, apartado, protegido del estruendo de motores y de las fiestas que roban el descanso. A los lados aún están las colinas con bosques que respiran conmigo, como guardianes antiguos.

Recuerdo el día en que llegué con alegría, midiendo palmo a palmo el terreno donde soñé levantar mi casa, la de ella y de mis hijos, un refugio propio bajo árboles generosos, con la frescura de las colinas abrazando cada pared.

Y vuelvo a rezar. Por los de antes y por los de ahora. Por mis hijos, mis nietos y nietas. Por mi mujer, la que duerme a mi lado, para que siga sana, vagabunda y cercana. Las estrellitas del cielo raso laten cada vez con menos fuerza. Su luz se dispersa, como si buscara un camino que yo todavía no alcanzo a ver. Cierro los ojos. No sé si ya duermo o sigo pensando. Solo sé que la oscuridad me envuelve y me lleva, como corriente de río que arrastra sin preguntar a dónde.

 

25 de septiembre de 2025.

Foto: Internet.


viernes, 19 de septiembre de 2025

ALLÁ EN EL PUEBLO



El pueblo era lindo, alegre, lleno de luces de colores. Así lo pensaba yo antes. Tenía parques iluminados por donde se podía caminar y un malecón bonito donde siempre se paseaban las muchachas. Había restaurantes, cantinas y muchas fritangas en los alrededores y en las callecitas más estrechas, por donde no pasaba el camión. Iba los martes y los jueves por mi trabajo. Viajábamos en el camión que cargábamos los lunes y miércoles, todo el día hasta el anochecer. Luego cenábamos y caíamos rendidos, porque la chamba no era nada fácil.

El viaje siempre era pesado. Llevábamos sacos llenos de yuca, quequisque, maíz y frijoles recién cosechados; nunca faltaba el queso, y los jueves incluso llevábamos chanchos, que montábamos en un enrejado improvisado en la cola del camastro. Así íbamos, cargados hasta el tope, camino al pueblo. ¿Qué cuánto tardábamos? Dependía, porque así era la vida: impredecible. A veces el camino estaba bueno, mejor dicho, menos malo, porque ya era costumbre que estuviera lleno de hoyoncones, piedras sueltas en verano y charcos hondos en invierno, casi intransitable. Si no nos deteníamos ni a saludar a los conocidos de los caseríos, hacíamos unas tres horas desde el mero centro de la montaña hasta el empalme que lleva a los pueblos.

A pesar de todo, el viaje siempre me parecía entretenido; el camastro resonaba duro y había que ir moviendo la carga para que no se cayera o se maltratara. Pero los chanchos sí eran caso aparte: esos animales chillaban y se cagaban del miedo cuando bajábamos guindos empinados en la montaña. Lo peor era cuando se ponchaba una llanta, porque me tocaba a mí hacerle huevo y cambiarla. No era por el peso ni por la fuerza —para eso ya tenía mis mañas del oficio—, sino por el lodazal del camino, que me dejaba embarrado hasta la cabeza. Por eso siempre llevaba mi mudadita extra para cambiarme al llegar al pueblo, después de descargar el camión.

Como salíamos tempranito, al atardecer ya había terminado mi tarea. Llegaban otros camiones y camionetas a llevarse la carga: distribuidoras, matarifes, fritangueros, comedores. De toda clase de negocios venían a comprarnos y nos hacían encargos para el siguiente viaje. Moncho, el chofer, era quien manejaba el dinero y le rendía cuentas al patrón. Yo prefería no meterme en eso, porque si algo salía mal, el que salía embarrado era yo. Mejor así, tranquilo, aunque sabía que algún día iba a ser el jefe, cuando estuviera más grande.

Mientras tanto, Moncho llevaba el camión al lavadero y yo me iba a la pensión donde nos pagaban la dormida. Me bañaba, me ponía chajín y salía listo para dar una vuelta. Me gustaba mucho caminar por el malecón, sentir la alegría de la gente que se acomodaba en las bancas y los bordes, cerquita del río. Desde allí veía llegar lanchas y pangas repletas de personas que bajaban con sus maletas, sus sacos, y rápido se escurrían por las callecitas del pueblo. Había parejas que se tomaban fotos. Desde la orilla del río veía la plaza, y los restaurantes llenos de gente que venía de todas partes, hasta cheles de otros países o viajeros que pasaban la noche antes de cruzar la frontera. Los veía alegres y entretenidos, y después seguía caminando hasta unas cuadritas más pequeñas para buscar una fritanga y comer algo.

Ahí, justo ahí, ocurría la magia verdadera de esos viajes al pueblo. Ahí veía a la Ria, la muchacha que atendía. Apenas miraba sus ojos negros, grandes y bonitos, sentía como si se me abriera el cielo y el corazón me latiera a cien por hora. Ella era joven, tenía dieciséis años, y me fascinaba la gracia con que hacía sus cosas. Era alegre, y cuando sonreía, sus dientes brillaban en la noche. En su cinturita colgaba un delantal pintado de fiesta, lo amarraba socadito como quien sabe el hechizo que carga. Y cuando caminaba —si la vieras— me daba una risa dulce, como de nervios, porque se movía con la soltura de una garza azul: esa que cruza el estero sin apurarse ni alborotarse, sabiendo que todos la miran.

Ella me atendía con su encanto. Una vez pude tocarle las manos y sentí que eran suaves como flor de cedro que adorna el camino. Moncho también llegaba a esa fritanga, aunque a él le gustaba la patrona, la jefa de Ria. Siempre me animaba para que le dijera que me gustaba, pero me entraba un miedo, una cosa rara, como si al decírselo se fuera a acabar esa alegría tan bonita que sentía cada vez que iba al pueblo.

Así que pasaba el rato mirándola desde mi mesa. Veía cómo atendía a los clientes con delicadeza, lo fina que era con ellos. Escuchaba su vocecita suave, que sonaba como una quebradita de agua fresca bajando de la montaña hasta fundirse con el río; un río tan grande como los sentimientos que me despertaba.

Moncho decía que cuando estuviera mayorcito me parara firme frente a ella y le confesara todo lo que sentía. Mientras llegaba ese día, yo terminaba de comer y me despedía tímidamente. Sonriente me decía: “¡Adiós, Kike, que Dios te acompañe!”, y yo regresaba por esas callecitas silenciosas hasta la pensión. Me acostaba pensando en mi Ria, y así me pasaba las noches lluviosas en el pueblo, dándole vueltas y más vueltas en mi cabeza.

Y así pasaron los años: yo en mis viajes, y ella en su fritanga. No me cansaba de mirarla. Aunque me deslumbraba por bonita, también en ese ir y venir había visto de todo, sí señor… Desde gente que salía del monte con cueros de animales enormes, troncos gigantes cortados en trozas, y excavaciones tan hondas que parecían tragarse la tierra, de donde los hombres sacaban pepas de oro y salían como locos, untados hasta el pelo de lodo, rogándonos que los lleváramos, aunque fuera hasta el empalme.

Una noche le dije a Ria que cada día la veía más linda. Fue Moncho quien me empujó: “Decile ya, hombre, si no te vas a quedar sin Beatriz y sin retrato”, me soltó serio, como quien ya se hartó de verme callado. Y yo se lo dije. Ella se puso nerviosa, los ojazos le brillaron como la luna subiendo por la montaña y me dio las gracias, como quien llevaba tiempo esperando que lo dijeran.

Y mire usted… resultó la magia. Una noche de lluvia esperé que cerrara su fritanga, y caminamos por una de esas callecitas angostas. En el corredor oscuro de una casa nos dimos nuestro primer beso.

Volé de contento a mi comunidad. Anduve cantando por los caminos, contándole a los árboles y al monte que por fin tenía novia. “Ria es mía”, me repetía en silencio, como quien acaricia una flor entre las manos sin querer que se deshoje.

El martes siguiente, apenas terminé de descargar, me fui a bañar y me puse la mejor camisa. Me perfumé con fe. Bajé silbando, feliz, y fui directo a su fritanga. Pero ella no estaba. La patrona me dijo que desde el viernes no había vuelto. Que la habían ido a buscar a su casa, pero nadie sabía nada. Su familia estaba preocupada. Muy preocupada.

El jueves, cuando regresé, volví con el corazón encogido. Y fue allí donde me dieron la noticia. A Ria la habían encontrado en un recodo del río. Muerta. Con golpes en el rostro y moretones en las piernas. Dicen que la violaron. Que fue un grupo de hombres. Que nadie vio nada. Que quizás cruzaron el río y se fueron lejos. Su familia la llevó a su comunidad para enterrarla. Y yo... yo grité. Grité como nunca. De rabia, de impotencia, de dolor.

Desde entonces, todo cambió. La fritanga se quedó vacía. Moncho me dice que no pierda la fe, que siga, que la vida es así. Pero ya no es igual. Sigo en la ruta, en los caminos, subiendo y bajando la montaña, pero voy con el alma hecha pedazos. Me cuesta reír. Me cuesta dormir. Me cuesta creer que un amor tan limpio, tan bonito, haya terminado así.

Y cuando paso por el pueblo, ya no me bajo en la esquina alegre. No pregunto por ella. Porque ya sé. Porque allá en el pueblo, donde una vez pensé hacer mi nido, solo quedó el eco de su risa y una fritanga cerrada.

Allá en el pueblo... se me rompió el corazón.

El camino, antes lleno de cantos, ahora es un murmullo triste. Las mismas curvas, los mismos charcos, los mismos baches... pero ya no tengo prisa por llegar. Ni siquiera por salir. Me siento en la parte de atrás del camastro a veces, mirando el polvo, dejando que el sol me queme la cara, y no digo nada. Moncho me habla, pero yo apenas lo oigo. La risa se me fue. Y la voz también.

Antes, cuando pasábamos frente a los guayabales, me gustaba bajarme a cortar unas cuantas frutas para llevárselas. Ría decía que la guayaba tenía su propio perfume. Ahora los miro, y no siento nada. Ni la fruta, ni el monte, ni el viento me traen consuelo.

Me duele la espalda, pero más me duele el pecho. Es como si alguien me hubiera arrancado algo de adentro. Me despierto por las madrugadas, en el hospedaje donde duermo, y la busco con la mano, creyendo que está ahí, aunque nunca se haya acostado conmigo. Es que yo la soñaba para siempre. Para reírnos juntos en una mecedora, para envejecer con niños, para ver llover tomados de la mano. Para eso la quería.

Y ahora voy por los caminos con el corazón deshecho. Las noches son las peores. Porque en el monte, cuando el motor se apaga y el canto de los grillos es lo único que suena, me llega su voz. Me llega su risa. Me llega la pregunta que nunca me hice: ¿por qué? ¿Por qué ella? ¿Por qué así? 

Dicen que los que lo hicieron huyeron lejos. Que quién sabe. Pero yo lo que sé es que se llevaron a mi Ría. Me arrancaron el alma. Y no hay justicia que me la devuelva.

A veces quiero bajarme del camión y quedarme allí, en medio del camino. No avanzar más. Pero algo en mí —tal vez su recuerdo— me empuja a seguir. Con el pecho lleno de piedras, con los ojos secos de tanto llorar por dentro, sigo. Por ella.

Porque, aunque me quitaron su cuerpo, su dulzura se quedó conmigo. Porque, aunque la fritanga ya no humea, el amor que cocinamos allí, entre tortillas y miradas, no se borra. Porque, aunque su risa ya no se escucha allá en el pueblo... dentro de mí, todavía canta.

Y así voy, subiendo montañas, cruzando ríos, bajando al llano. Como antes. Pero no igual. Nunca más igual.

 

20 de junio de 2025.

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