En uno de los
cambios, un pajarito color café, de esos que son brincadores e inquietos, voló
en círculos alrededor de una planta similar a la penca y a la sábila. Las gotas
de agua comenzaban a irrigarla, llenando sus hojas dobladas en forma de espada
con espinas en la punta. Luego de tres vueltas se posó arisco en una de sus
hojas, zambullendo la cabeza en una concavidad que retenía el agua, doblándola
hacia el dorso con rápidos aleteos y movimientos de la cola. Aun cuando el
chorro golpeaba su cuerpecito no se iba y comenzó a cantar, un canto alegre,
más fuerte que el de los otros pájaros posados en las ramas de los árboles; tan
poderoso que se convirtió por ese instante en el rey de la mañana.
Ese pajarito que
se baña y no deja de cantar se convirtió en el rey de la mañana, nada le
importaba más que refrescarse con la seguridad que no iba a ser agredido.
Cuando el sol se apoderó del día y el agua esparcida desapareció en la
tierra sedienta, el pajarito se dio la última zambullida entre las gotas de
agua y se fue. No hizo nada más que darse una ducha refrescante, agradecer
el gesto de irrigar su espacio, su grama y sus arbustos, con su canto lleno de
felicidad. Al verlo y escucharlo fui parte de su dicha en este tiempo seco,
polvoso, que durará unos meses más hasta que la lluvia regrese a cubrir las montañas,
valles y colinas.
Ojalá, pienso
ahora, hubiera tenido la suerte de descubrir en su alegre canto un presagio,
una señal, un indicio develándome con claridad el camino que aún debo recorrer
en esta lucha diaria por sobrevivir. Pero no, no lo hizo, sólo me acompaño una
parte de la mañana, una parte de este día, alegrándome con su canto y con eso
me basta. Aquí lo estaré esperando y, si regresa, seguiré siendo tan feliz como
él.