En 1986 me sentía uno de los
seres más desgraciados de Juigalpa. Atrás habían quedado los años de
universidad y, más allá, los bellos recuerdos de mi adolescencia y niñez al
lado de mi familia en el puerto de El Bluff. Debía trabajar para poder
sobrevivir. Pero eso no es todo: tampoco me gustaba porque debía cargar un
fusil para poder desplazarme por todo Chontales. Despreciaba a mis jefes y la
pequeña casa en que vivía al lado de mi esposa con mis pequeños hijos. Todos
dormíamos en la misma habitación y siempre estaba caliente porque los vecinos
tenían una cocina de leña pegada a la pared que se mantenía encendida; vivíamos
en un horno de ladrillos de barro, en una olla de presión.
Regresaba de mal humor, con un dolor
de cabeza que era producto de la decepción, la amargura y la rebeldía. Los
sueños que tuve en mis tiempos de estudiante se habían convertido en una
pesadilla. Mi familia me pedía que saliera del país por temor a la guerra. “¿Eso
es lo que habías soñado?”, me preguntaban, “¿trabajar por una miseria, vivir en
un horno, soportar la escasez de todo lo básico, no tener esperanzas ni un
futuro?” Yo quería tener alas y volar.
Nunca me interesó hacer dinero,
sino vivir la vida sosegada. Debía tomar decisiones: me propusieron que diera
clases en la universidad de Juigalpa y acepté. Me convertí en un lector
entusiasta, leía lo que caía en mis manos y descubrí mis habilidades para
mostrarles la realidad a los estudiantes. La pizarra se convirtió en mi aliada
para toda la vida, en ella plasmaba esquemas, figuras y matrices sin necesidad
de un papel en mis manos para impartir las clases, mucho menos necesitaba
dictar como la mayoría de los profesores. El entusiasmo regresó a mi lado:
convertía mi estado de decepción en discursos figurados y me sentía seguro de mí
mismo.
Luego de seis años las cosas
cambiaron. Renuncié a mi trabajo principal porque las nuevas autoridades del
gobierno de la UNO me hicieron la vida imposible: me retiraron el apoyo con
medios materiales y notaba la desconfianza en sus miradas porque seguía siendo
el director de Planificación y Proyectos del MAG en Chontales. Cuando cambió el
gobierno, en 1990, los recibí en mi oficina con la carta de renuncia, pero me
dijeron que ellos querían que siguiera desempeñando el cargo, que reconocían mi
profesionalismo. Se quedaron sorprendidos cuando les presenté mi carta de
renuncia con un listado exhaustivo de todo lo que estaba bajo mi
responsabilidad, los medios materiales y el estado de situación de más de cuarenta
proyectos de cooperación para el desarrollo financiados con fondos externos. Me
quedé sin empleo pero me sentí liberado, sin la carga que había tenido encima de mis hombros.
Me fui a pasar Navidad a Utila;
nos volvimos a reunir con mis padres mi hermano, mi hermana y yo. Mi hermano
viajó de los Estados Unidos y volvimos a querernos como cuando niños. Todos
estaban bien, el miserable era yo. Cuando regresé tocaron la puerta de mi casa
buscándome de una organización de las Naciones Unidas. “Te hemos buscado por
todos lados, tenemos un trabajo para vos”, me dijo el oficial del Programa. “Otra
vez a la misma cosa”, pensé… Pero acepté. Un
mes después estaba en Nueva Guinea ayudándole a la gente a volver a
empezar, a reasentarse, a construir nuevos proyectos de vida. Me enamoré del
trópico húmedo, del verdor permanente, de los ríos y del lodo; la libertad de
la montaña me atrapó para siempre. En esa realidad cautivadora una ONG llamada
Ayuda en Acción me ofreció trabajo; allí pasé 14 años como Director hasta que
hice el cierre de las operaciones. Durante un año estuve despidiéndome de las
comunidades, de su gente, de las instituciones del Estado y de otras ONG. Tengo
una colección de diplomas de reconocimientos; cuando Ayuda en Acción me entregó
el suyo me di cuenta que me estaba poniendo viejo, pero ya no seguía siendo un
miserable: “te vas por la puerta grande”, me dijeron.
Desde entonces trabajo de manera
independiente, a mi ritmo. He aprendido que las preocupaciones matan, que no
vale la pena vivir en una olla de presión, que hay que esforzarse para ayudar a
los demás, que los jefes son traicioneros, que la vida se vive mejor por cuenta
propia, que la base de la pirámide de la vida, el entorno, hay que obviarlo;
que el centro, el trabajo, vale la pena cuando se ayuda a la gente sin
aprovecharse de su realidad. Ahora sé que la cúspide, la familia, es lo mejor
de todo, lo único que cuenta.
Por ello ahora vivo feliz; sin
ser adinerado, la riqueza está a mi lado. Vivo la vida al suave, al ritmo del
Reggae Style. Estoy aprendiendo a ser vago, vaga-mundo. Si un día lo haces, vas
a empezar a vivir; nunca es tarde, pero tenés que comenzar desde ya.
Estelí
Septiembre, 2015.