viernes, 26 de septiembre de 2025

LAS ESTRELLITAS DEL CIELO RASO

 


En el cielo raso de mi habitación hay unas estrellitas que, poco a poco, van perdiendo el brillo que acumulan durante el día o con la lámpara de la habitación. Son pocas, unas quince quizás. Desde hace muchos años están allí para alegrarme las noches lluviosas y frías. Con el paso del tiempo muchas se han despegado, como si se perdieran en la oscuridad.

Así como ellas, he perdido la facilidad para dormir. Antes me cepillaba los dientes, me ponía la pijama, me acomodaba a gusto en la cama y, antes de terminar el “ahora y en la hora de nuestra muerte”, ya estaba roncando. Pero ahora no. Ahora me cuesta dormir: mi mente divaga, da vueltas y vueltas, salta de un recuerdo a otro. Son temas y escenas que ya casi no reconozco, pero mi memoria se resiste a soltarlos.

En tiempos de guerra me pasaba lo mismo. Casi no dormía. Despertaba agitado, después de soñar con horrores. Recuerdo que me tomé unas vacaciones en la isla de Utila y, aun allí, me levantaba nervioso. Escuchaba en sueños los helicópteros volando bajo, con motores rugiendo, lanzando proyectiles o disparando con la ametralladora. Levantaban arena, destrozaban los árboles frutales del patio de mi abuelo Ernesto —a quien todos llamaban Papú— y de mi abuela Hazel. Eran pesadillas recurrentes. Despertaba agotado, como si hubiera corrido kilómetros.

Quizás todo era producto del estrés de vivir en zonas de guerra, donde siempre eran noticia las emboscadas a camiones militares y particulares en carreteras minadas. En uno de esos casos, una compañera extranjera —fotógrafa profesional— acudió veloz a la escena. Al revelar sus fotos pude ver los cuerpos acribillados y luego quemados con gasolina, reducidos a carbón. Aún hoy me estremece.

También recuerdo a varios amigos que murieron de distintas formas en esos años. Todavía los veo: sus compañías, sus historias, las tardes de bar, los planes de futuro, la alegría de tener esposa e hijos. Todo eso, de pronto, se borró como polvo azotado por el viento, dejando un vacío sin consuelo.

Hay otras cosas que no me dejan en paz. Las cuentas que llegan y nunca cierran. El amigo que lleva meses sin llamar porque su hijo está enfermo y no tiene para las medicinas carísimas. Son pequeñas bombas diarias. Me pregunto si alcanzará el sueldo, si algún día la miadera mejorará, porque a veces salto de la cama corriendo al inodoro. Mis amigos me dicen que no me preocupe, que así están ellos: que se orinan fuera de la taza, que al llegar a la cama dejan una estela en el trayecto, que de día deben cubrirse con papel higiénico para disimular la retención o la poca evacuación. "You fella", me dicen, no te ahueves por eso, bienvenido al club.

La incertidumbre es una sombra que se sienta en la cabecera de la cama. A veces escucho un crujido en la casa y pienso en puertas que no vuelven a abrirse. A veces imagino que alguien llama al alba con malas noticias. Todo eso me mantiene despierto.

Pienso también en la gente de a pie, la que la vida le ha resultado extremadamente difícil, la que madruga a diario para ganarse el sustento con trabajos duros. Están los cargadores de sacos en los mercados, los que barren las cunetas de las calles mojadas por la lluvia o por las inmundicias que en ellas se desechan. Los recolectores de basura que viven expuestos a contraer infecciones con los desperdicios que se pudren en sacos, revueltos por perros callejeros y zopilotes. También están los vendedores de comida en las esquinas, los ambulantes que cargan sus bultos, los cortadores de leña en los montes, los zapateros que remiendan zapatos gastados, y miles más que sufren en un mundo desigual.

Son rostros cansados que rara vez reciben un gesto de solidaridad. Muchos caen asesinados en silencio, otros exterminados en guerras que nunca fueron suyas, y los más siguen muriendo de hambre, poco a poco, como hojas secas que se desprenden del árbol sin que nadie lo note. Cada día son más, y el mundo parece acostumbrarse a su dolor, como si fuera parte natural del paisaje.

A veces me pregunto: ¿qué harán cuando la paciencia se acabe? ¿A dónde irá la furia? Lo pienso en voz baja, con miedo. Porque la injusticia amontona rencores. Y los rencores, cuando se juntan, revientan. Y así van por la vida, hasta que un día explotan y le dan vuelta a la tortilla agria de la historia.

En medio de esas reflexiones, mi mente busca consuelo en memorias más luminosas. Vuelvo a los días de pesca con mis amigos en el muelle que llamábamos el Murito. Nos preparábamos con anticipación: andábamos en busca de pesas sacadas de cables de acero que cortábamos en trozos bajo la sombra de un mango en la casa de los García, en El Bluff. Allí mismo fundíamos los trozos para hacer pelotitas del tamaño de una uña. Nos servían de proyectiles para las tiradoras en las tardes de caza bajo árboles frondosos.

Para pescar, levantábamos trozas de madera que se acumulaban en la ensenada, entre cascos viejos de botes salvavidas varados en la carretera, y de allí sacábamos carnada. O atrapábamos sardinas, o escarbábamos la tierra en busca de lombrices gigantes. A veces íbamos a los barcos camaroneros por desechos que tiraban al mar.

En el desvelo de estas noches, paso horas pescando de nuevo en el Murito: el suave oleaje de la bahía revienta en el muro, la brisa salada del Tortuguero me golpea el rostro, gaviotas y tijeretas nos sobrevuelan con alegría. Grito de emoción cuando una palometa o un roncador queda prendido del anzuelo, y lucho con todas mis fuerzas hasta sacarlo del agua.

Si aún no duermo, viajo en mis recuerdos a otros muelles. Estoy en el puente de Utila, atrapando sardinas con un nylon fino y un anzuelo diminuto. Con los dedos giro el anzuelo y, con rapidez, saco del cardumen plateado una y otra sardina que brilla al sol. Luego camino hasta el muelle de Archie Lee y paso parte de la tarde pescando. Con suerte atrapo varios Silver Fish, los llevo a la casa de Papú y mi abuela se alegra. Cenamos pescado frito con tajadas de plátano y rodajas de limón.

De pronto, deja de llover. La noche se torna fresca. Busco la cobija y me cubro el cuerpo hasta el cuello. El silencio se expande. Ya no ladran los perros, pero sigo despierto. Entonces recuerdo los árboles que rodean la casa y voy nombrándolos, como si fueran oraciones. Enumero también los frutales del patio de mis abuelas, Manuela y Hazel, y los árboles maderables de Nueva Guinea, que aún reconozco y no los han talado.

Veo barcos remolcadores en la bahía arrastrando trozas de madera que bajan por Schooner Cay y salen por la barra de El Bluff. Recorro los aserríos que he conocido. Me agrada el olor a madera, porque evoca una sensación cálida y terrosa que varía según la especie que estén procesando. Observo las sierras circulares convertir las trozas en tablas, reglas, tablones y pilares. Pronto serán convertidas en casas, puertas, ventanas, muebles de cocina, camas, libreros, estantes… miles de objetos útiles para hacernos más fácil la vida.

Los gallos de los vecinos cantan. La noche se hace más fresca. Las estrellitas del cielo raso aún palpitan, aunque cada vez más débiles. Entonces recuerdo que ayer, por falta de energía eléctrica, no puse a funcionar la bomba del pozo. Me veo junto a mi abuelo Felipe, que en sus primeros años sacaba agua con baldes. Su pozo era el más fresco del mundo: empedrado, con brocal y delantal de concreto. Lo veo llenando tanques, baldes y tinas para la casa. Me da un baldecito y corro alegre a llevarlo a la casa de mis padres. Hago varios viajes, como en un juego. Con los años, el abuelo instaló una bomba eléctrica y, con solo subir la cuchilla, llenaba todo: agua limpia, fresca y abundante.

Pero hoy la bomba no funciona. La idea de faltar agua me aprieta el pecho. Pienso en quién irá a cargar litros si la bomba se rompe para siempre. Pienso en la mujer que vive sola al final de la calle y que depende del agua del pozo. La incertidumbre vuelve a colarse por la rendija de la ventana.

Intento acompasar mi respiración, como si en cada aire buscara la calma, como si el sueño se escondiera detrás de un suspiro. Pero los pensamientos siguen desfilando. Se manifiestan cuatro casas dispersas, unidas por la memoria: la del padre, las de sus dos hijas y la del parcelero. Entre ellas laten los cultivos sencillos —frijol, yuca, naranjas, peras de agua— que no buscan comercio, solo alimentar el paisaje y el estómago. Allí también la carne de monte fue deleite, hasta que guatusas, conejos y venados cedieron ante el apetito humano, como si el bosque hubiera sido conquistado poco a poco. Es un buen lugar. Siempre que cruzo ese camino siento su hondura: cercano al pueblo y, sin embargo, apartado, protegido del estruendo de motores y de las fiestas que roban el descanso. A los lados aún están las colinas con bosques que respiran conmigo, como guardianes antiguos.

Recuerdo el día en que llegué con alegría, midiendo palmo a palmo el terreno donde soñé levantar mi casa, la de ella y de mis hijos, un refugio propio bajo árboles generosos, con la frescura de las colinas abrazando cada pared.

Y vuelvo a rezar. Por los de antes y por los de ahora. Por mis hijos, mis nietos y nietas. Por mi mujer, la que duerme a mi lado, para que siga sana, vagabunda y cercana. Las estrellitas del cielo raso laten cada vez con menos fuerza. Su luz se dispersa, como si buscara un camino que yo todavía no alcanzo a ver. Cierro los ojos. No sé si ya duermo o sigo pensando. Solo sé que la oscuridad me envuelve y me lleva, como corriente de río que arrastra sin preguntar a dónde.

 

25 de septiembre de 2025.

Foto: Internet.