Nunca pensé que algún día cruzaría la entrada de un chinamo. El nombre, por cierto, viene del náhuatl chinamitl, y se refería a esas cercas hechas de caña o ramas, como las que levantaban en los pueblos cuando la fiesta apenas comenzaba, y todo era transitorio.
Durante años —desde mis días en Bluefields y El Bluff— los presentaban como sitios de puro escándalo y desorden. Allá, en la costa, eso no existía; no formaba parte de nuestra forma de celebrar, no era parte de nuestra identidad cultural. En Juigalpa y en todo Chontales, a como señala el poeta Arturo Barberena, no hay fiestas patronales sin chinamos, putas y cochones. Pero siempre hay una primera vez y fue durante una de las fiestas de fundación de Nueva Guinea.
Aquella noche, el lado oeste de la antigua pista de aterrizaje, cerca de la barrera, se había transformado en un pequeño universo desbordado: había varios chinamos improvisados, armados con láminas de zinc y forrados con troncos de bambú, apenas conteniendo la locura adentro. Era como un río desbordado: música chinamera (cumbias, música de chicheros y hasta de Palo de Mayo), gritos, silbidos, carcajadas, el retumbar de las láminas sacudidas por el alboroto. Daba la impresión de que, en cualquier momento, aquello explotaría.
—Entremos —dijo Chico, con esa sonrisa de cómplice de travesuras.
—Dale, hombre, esto está encendido —remató Chepe
Lolo.
Dudé apenas un segundo. Toda mi vida me habían advertido sobre esos lugares, pero la curiosidad —ese fuego que a veces arde más fuerte que el miedo— me empujó a cruzar la puerta.
Al entrar, el chinamo me tragó. El aire era denso, saturado de humo de cigarro, ron, perfumes y el sudor de los cuerpos agitados. El piso de tierra temblaba bajo el peso de los bailarines. Todo giraba. Todo hervía. Las mujeres lucían sus mejores vestidos. El cabello suelto les bailaba sobre los hombros. Sus risas competían con la música. Era un carnaval de carne, color y alegría.
Chico me pasó una cerveza helada. Intentó decir algo, pero las palabras se ahogaban en el estruendo. Nos sonreímos, brindando en un pacto mudo.
De repente, como si la noche pidiera más fuego, apareció una mujer alta, flaca, enfundada en un jeans ajustado. Se adueñó de la pista como si la hubiera estado esperando toda la vida. El ritmo se aceleró y la música subió de intensidad. Ella comenzó su danza. Primero movimientos sensuales, luego eróticos, luego algo más salvaje, casi animal. Su espalda se arqueaba en dirección al suelo hasta casi romperse, abría las piernas, movía las caderas en círculos que hipnotizaban. Bajaba al suelo, giraba, se contorsionaba. Llamaba a un hombre, lo sujetaba de la cabeza que la hundía en la gorra que llevaba puesta y luego lo jalaba hacia su entrepierna, sacudiéndolo con una fuerza enloquecida, revolcándolo en el suelo.
El chinamo entero rugía. Era un volcán a punto de estallar.
Cuando soltaba a uno, llamaba a otro. Y el espectáculo volvía a empezar. La gente deliraba, los hombres gritaban y daban alaridos. Aquello era puro desenfreno, como si por unos minutos nadie recordara que afuera había un mundo con reglas y relojes.
Busqué a Chico y a Chepe Lolo. Al inicio no los vi, pero al recorrer el ambiente con la mirada, noté que bailaban, con las cervezas en la mano, al lado del tumulto que le hacía rueda a la flaca.
Fue en medio de ese torbellino que una de las mujeres del grupo se acercó a mí. Me tomó la mano con firmeza y, sin decir palabra, me jaló hacia la pista. No hubo tiempo de pensar. Entre risas, gritos y el eco metálico de la música, comencé a seguirle el ritmo. Los cuerpos pegados, el sudor en la frente, el olor a ron flotando, las luces de colores girando como en un carrusel de locura.
Bailamos hasta que el cuerpo se rindió, y salimos al amanecer, extasiados, mientras allá adentro la fiesta seguía viva, como si el tiempo, por cinco días, hubiera decidido no pasar. Y volvimos, claro que lo hicimos, hasta que terminó la fiesta de aniversario.
Un día de estos pasé por un chinamo. Sentí una sed antigua que uno arrastra como cicatriz, el sabor tibio de lo prohibido que nunca se olvida, el humo del cigarro flotando en la memoria, el retumbar de la música mezclado con los gritos, las risas y el vaivén de los cuerpos de las mujeres en la pista, en especial el de la flaca que encendió esa noche como llama ardiente.
15 de junio de 2025.
Foto propia.