lunes, 31 de octubre de 2022

EL CAJERO DE LA ADUANA DE EL BLUFF

 

Felipito giró con suavidad y pericia la combinación de la caja fuerte que estaba sobrepuesta en una mesa de su oficina. Era el único cubículo protegido por verjas de hierro, pintadas en color oscuro, cuya base era el mueble de madera que limitaba el paso del público a las oficinas del segundo piso de la aduana.

Desde dos ventanales de la pared de concreto que daban al exterior del edificio, a un lado del acceso principal que comunicaba con el andén del puerto, observaba el paso de los transeúntes y, entre las verjas, a los que entraban o subían por las gradas internas desde la bodega a realizar gestiones con los contadores que revisaban o preparaban documentos de exportación e importación, o simplemente tenían citas con el coronel Alejandro Peters, director general de la aduana.

En su ritual de todos los días, la caja fuerte marcaba el inicio de una nueva jornada de trabajo. En una hoja de varias columnas llevaba el recuento de todo su contenido, desde las monedas de diez centavos hasta billetes de cien córdobas, así como dólares, pólizas pendientes de pago y cheques girados a nombre de la aduana.

Sacó el tesoro en el orden inverso al guardado para su recuento y chequeo, marcando con el símbolo de verificación las casillas de las filas y columnas correspondientes a cada denominación o documentación con lápices de colores diferentes —negro, rojo o azul, según el caso— con calma y parsimonia. Tiró con sus manos suaves y pulcras de la manivela de la maquina sumadora para incorporar los números que ingresó presionando el teclado numérico grande, y observó la cinta de papel registrando las operaciones.

Al terminar volvió a guardarlo y cerró la caja fuerte girando tres veces la cerradura de combinación. Era el único de los empleados de la aduana que conocía de memoria los números y los movimientos que debía hacer, a la izquierda y derecha, para abrirla. El único instante en que la caja fuerte permanecía abierta era el que empleaba para el recuento mañanero.

Felipe Álvarez Alvarado, llamado Felipito por sus amigos para diferenciarlo de su padre Felipe, responsable de la bodega, acudía a su puesto de trabajo antes del horario establecido. Su casa, ubicada en las cercanías de la aduana —fue construida por la aduana y asignada a él y su familia como a otros empleados—, a unos treinta metros de distancia, los que transitaba caminando sobre un andén de bloques acostados que comunicaba con la casa de Juan Ramón Acosta y su familia, quien era mecánico y responsable de la planta eléctrica que brindaba el servicio de energía a las casas de la aduana. Eran casas gemelas, separadas por un espacio de diez metros, ubicadas frente a la aduana y del andén del puerto. Por esa cercanía, Felipe llegaba temprano a su trabajo, primero que los otros empleados, y se encargaba de abrir el candado del portón metálico que corría sobre rieles y daba acceso a las oficinas.

Por las mañanas, antes de acudir a la aduana, jalaba agua del pozo ubicado en un costado de la casa. Ese era su ejercicio, llenar dos o tres tanques de agua y la pileta del baño interior para que no faltara el agua. Se vestía siempre con camisa manga corta y camisola por dentro, pantalón de tela, faja del color de las zapatillas que usaba y llegaba perfumado a sus labores.

Por las tardes, después de las cinco de la tarde, hora en que Felipe, su padre, tocaba una campana de bronce para anunciar el final de la jornada de trabajo, se cambiaba de ropa y jalaba agua de tomar desde un pozo ubicado en una casita de su propiedad cercana a la de sus padres, pero la preferida, la mejor, era el agua del pozo de sus padres, mis abuelos. Esa afición, jalar agua, además de un deber para abastecer de agua a su familia y que la tía Merchú no padeciera de desabastecimiento, fue heredada de mi abuelo Felipe, quien al igual que él, era un incansable jalador de agua en su pozo perforado a mano con un fondo de piedra azul. Ese quehacer diario, el esfuerzo, el ejercicio de sus piernas, brazos y hombros, funcionaba como terapia al estar sólo con sus pensamientos. “Esta es el agua más limpia y más fresca de El Bluff”, decía al cargar los bidones de agua hacia su casa, distante a unos cien metros.

A las doce en punto, luego de las campanadas que tocaba mi abuelo, cerraba bajo llave su cubículo enverjado, el portón de acceso y regresaba a casa para almorzar. Mercedes, su esposa, “la tía Merchú”, lo esperaba con le mesa servida. Cada plato era un agasajo para él y sus hijos: Rafael, José Manuel y Javier. Era un hombre de buen comer y la tía Merchú se esmeraba en prepararle los mejores platillos; obtenía las recetas de revistas, programas radiales y de la TV, en ese entonces en blanco y negro. A esa hora seguía el ritual de todos los días: entraba al baño, el mismo en el que había llenado la pileta de concreto con el agua del pozo, sacaba una pana de agua para lavarse con abundante jabón sus manos pulcras, con toalla de mano se secaba y salía a ocupar su lugar de cabeza de mesa mientras lo esperaban para servirse.

Desde el andén del puerto, al pasar frente a la casa, escuchaba el sonido del contacto de los tenedores, cuchillos y cucharas con los platos de china en que se servían y comían sin escuchar sus voces. Cuando los visitaba, y coincidía con el almuerzo o la cena, era invitado a acompañarlos. Era tan deliciosa la comida que preparaba la tía Merchú que cuando hablaba con mi mamá le decía que había cenado frijolitos, y mamá se reía, respondiendo que en casa no queríamos comerlos.

La despensa de la casa del tío Felipe siempre estaba abastecida con variedad de productos. Muchos de ellos los adquiría en las tiendas de los chinos en Bluefields y otros a través de los barcos mercantes que atracaban en el puerto. Entre estos, jamones, pavos, uvas, peras, manzanas y licores. Después del almuerzo había postre: icacos en miel, pastel de limón, de piña y sorbete elaborado por las propias manos de la tía Merchú en su heladora de madera.

Tío Felipe decía con permiso cuando terminaba de comer, pedía que le pasaran los platos dando las gracias por ello pues era un hombre educado, no por poseer grandes títulos, sino por la forma en que trataban a las personas, con respeto y calidez. Con sus hijos era muy amoroso, nunca vi que los castigara a fajazos o con sus manos, pero cuando hacían travesuras que lo enfadaban y merecían alguna reprimenda, los castigaba. Eran castigos que evitaban que hicieran las cosas que les gustaba hacer como andar en bicicleta, salir a jugar con sus amigos o ver televisión.

En la casa de tío Felipe miraba televisión. Era un televisor grande en blanco y negro. En ese televisor vi al Apolo XI llegar a la luna y aprendí que no había aterrizado sino alunizado por la explicación que él nos daba. También vi varias peleas de Alexis Arguello y de Mohammed Ali. Su casa era una casa abierta, en la sala con acomodábamos todos los chavalos, entre primos y amigos, sentados en el suelo, frente al televisor, para ver esos eventos importantes. Era un espacio pequeño pero acogedor. En ella sobresalía una foto de él con José Manuel. Estaban en la esquina de Wing Sang y el fotógrafo los captó desde la calle mientras ellos sonreían en la alta acera. José Manuel podía tener unos diez años de edad y el tío Felipe menos de cuarenta porque aún no mostraba canas en su cabello negro ondulado.

Después de una pequeña siesta regresaba recuperado a sus labores, y la tía Merchú se sentaba en una mecedora de madera a tejer. Ella tejía de todo, desde centros de mesas, joyeros y cubre colchones, muchos de los cuales terminaban como regalos para sus amigas o familiares, y sabía transmitir su arte a chavalas y señoras de esa época.

Muchos chavalos del puerto llegaban a su oficina dando muestras de buen comportamiento para pedirle dinero, en ese entonces monedas de 10 y 25 centavos, para luego visitar la tiende de doña Estercita y Toño Real y gastarlos en empanadas, chicha en botella, leche de burra, bombones y chingongos. Sin una orden del coronel no les daba ni un centavo, ni a sus hijos, Javier y José Manuel, porque para él la honestidad era uno de los principales valores que debía existir en un servidor público, razón por la cual su trabajo como cajero de la aduana fue intachable en los más de 40 años que desempeñó el cargo.

Todos los sábados, después de arquear la caja, retiraba el tesoro que resguardaba y llenaba uno o dos maletines de lona y cuero que cerraba con un candado. Presentaba los documentos al coronel, dándole los detalles pertinentes sin omitir ni un centavo, para su firma, y partía con ellos hacía Bluefields en la panga de la aduana, pilotada por Orlando Lacayo, el panguero oficial, llamado “Chicho” por todos los Blofeños, a efectuar el depósito a nombre de la aduana en el Banco Nacional. Era lo primero que hacía al llegar a la ciudad, luego sus gestiones personales, entre compras y visita a sus amistades. Al final de sus compromisos visitaba a Carlos Chávez Hernández, su amigo de todos los tiempos. Conversaban amenos y tomaban tragos con sus boquitas respectivas. Así, Felipito, culminaba su viaje, en una tertulia agradable.

A las cinco de la tarde regresaba a El Bluff. La tía Merchú, en su larga espera desde el corredor de la casa, divisaba desde la distancia, al cruzar Half Way Cay, la panga de la aduana y no le quitaba la mirada hasta que bajaba su velocidad para atracar en el muelle de las pangas de la aduana, ubicado a un extremo del muelle principal. Desde que miraba su rostro, antes de atracar, dejaba de hacer lo que estuviese haciendo, leyendo revistas o tejiendo, o simplemente conversando con las visitas que la frecuentaban y salía a su encuentro en las graditas ubicadas frente a la planta eléctrica de la aduana y frente a la casa de los Allen.

“Felipe, Felipe, sabes que te hace daño tomar y no haces caso”, decía la tía Merchú.

Felipito mostraba una sonrisa plena, sonrisa de felicidad etílica, mientras ella lo tomaba del brazo y lo jalaba con fuerza para que su tambalear disminuyera, tratando así que no se notara el vaivén de piernas descontroladas en el andén de un metro y medio de ancho. A jalones lo llevaba frente a la casa, a jalones lo hacía subir las gradas hasta el camino de bloques acostados y entraba regañándolo hasta que lo desvestía y acomodaba en la cama matrimonial.  Felipito dormía profundamente su sueño etílico.

Al siguiente día volvía a jalar agua temprano por la mañana y regresaba como nada a sus rutinas en la aduana, sin el horrible malestar que padece el que bebe alcohol etílico hasta embriagarse.

Era miembro de las comitivas que inspeccionaban los barcos mercantes que atracaban en el puerto. Abordaban ante un gentío curioso que se aglomeraba en el muelle, confundiéndose con los estibadores; se escuchaban saludos, gritos de alegría, citas nocturnas, buenas y malas nuevas desde el barco y el muelle, mientras la comitiva subía con el inspector de aduanas encabezándola. La inspección rutinaria se desarrollaba: revisaban manifiestos de carga, documentos de la tripulación y equipaje, el estado sanitario, las bodegas y cubierta, y las normas de seguridad, concluyendo en la cabina del capitán donde eran invitados a degustar platillos para la ocasión y brindar por el feliz arribo y una placentera estancia en el puerto. Bajaban contentos con bolsas llenas de regalías que posteriormente compartían con sus familiares y amistades. Felipito llegaba sonriente a casa después de estas inspecciones y con regalitos para la tía Merchú.

Cuando el coronel Alejandro Peters Vargas fue enviado a retiro y pensionado, lo sucedió en el cargo el coronel Juan Ramón Brenes y Felipito siguió laborando con el mismo esmero y dedicación en su cargo de cajero de la aduana.

En 1979, a pocos días de la caída de Somoza, muchos de los altos funcionarios de Bluefields salieron en estampida con sus familias en barcos, ante la inminente caída de la dictadura, pasando por El Bluff, al igual que los altos mandos de la Guardia Nacional. Felipito, desde el balcón de la aduana, los vio partir. Era un gentío que se aglomeraba en la cubierta de los barcos, diciendo adiós con sus manos y lágrimas en los ojos.

Cuando miembros de la brigada internacionalista Simón Bolívar llegaron a El Bluff, el Jaque Bazar y brother Ray los recibieron en el muelle de la aduana. Estos dos últimos asignados por el jefe de los insurrectos Dexter Hooker.

“Los jefes me enseñaron cartas firmadas por la comandancia del Frente Sur, estos sí eran grandilocuentes, sobre todo un negrito chaparrito y barbudo con voz de gigante llamado Kalalu”, recuerda Dexter Hooker en sus memorias.

Días después, ya con el triunfo sandinista, se presentaron en la aduana con su atuendo de combatientes guerrilleros.

“Buscamos al administrador”, dijo el barbudo, dirigiéndose a Felipito con sus manos sobre el fusil Fal que colgaba de sus hombros”.

Los compañeros de trabajo estaban presentes en sus puestos, expectantes y nerviosos por la presencia de los guerrilleros y los rumores que se decían por todos los medios, radio y televisión, de que iban a ajusticiar a todos los somocistas, y ellos caían en esa categoría por trabajar en la aduana del puerto.

“El coronel Brenes ha salido del país con su familia”, respondió.

“Como todos los cobardes”, dijo el otro con la mano puesta sobre la empuñadura de la pistola que colgaba de su cinto.

“¿Usted es Felipito, el hombre que maneja los reales?, pregunto el barbudo.

“Si, yo soy”, respondió.

“Abrí la caja fuerte, tenemos órdenes de llevarnos todo el dinero que encontremos para la causa revolucionaria”, dijo el pistolero.

“No puedo hacerlo, sólo con una orden del administrador de aduanas puedo abrirla”, respondió Felipito.

“Déjese de pendejadas, parece que usted no se da cuenta que hay una revolución, y nosotros somos los que ahora mandamos, Abrí la caja fuerte o te llevamos preso a Bluefields”, dijo el del fusil Fal con tono irritado.

Varios de los compañeros de Felipito se acercaron, con temor a los revolucionarios, para hablarle y convencerlo de que abriera la caja fuerte.

“Abrí la puta caja o aquí mismo te pongo tieso”, dijo el de la pistola.

Felipito, pensativo, dio varias vueltas en su cubículo cerrado por verjas de hierro, pensativo, su mente nublada y sus manos temblorosas: nunca antes lo habían amenazado hombres armados. Vio sus rostros de desesperación y odio. Se acercó a la caja fuerte, accionó la llave, hizo los movimientos de la combinación que solo él conocía y abrió la pesada puerta de la caja fuerte.

Al ver la oscuridad de su interior, los dos revolucionarios saltaron sobre el estante de madera que separaba el acceso de los visitantes con los empleados de la aduana y entraron a su cubículo, al cubículo sagrado del cajero de la aduana.

“Saca todo el dinero que tenés allí”, dijo el barbudo del Fal.

“No hay casi nada, talvez unos dos mil córdobas”, respondió Felipito.

Felipito retiró con su característica parsimonia el poco dinero que tenía la caja y se lo mostró a los revolucionarios. Indignados, daban gritos de enojo.

“Hijo de la gran puta, nos estás engañando. Sabemos que aquí hay más de cincuenta mil dólares. Así que de una vez diga dónde está el dinero”, gritó el de la pistola, haciendo ademanes amenazantes con ella.

“Se lo llevaron, se lo llevaron”, dijo uno de los compañeros de Felipito. “Se lo llevaron hace días, el administrador salió embarcado, pero el resto está en el banco”, agregó.

Meses después Felipito Álvarez fue jubilado de la aduana al asumir sus funciones el personal del gobierno revolucionario. Siguió en sus rutinas, dedicó parte de su tiempo a sus nietos y nietas y visitó a su hija Dora Luz en el puerto de Corinto. Sufrió la destrucción de su casa por el huracán Juana y se refugió por unos días en Santo Tomás, Chontales, con la tía Merchú. Poco a poco lograron reconstruir con el apoyo de Hábitat para la humanidad, pero nunca volvió a parecerse a su antigua casa.

“Siempre fue un hombre dulce y tierno”, recuerda su nieta Anielka, pero era mi tía la que nos castigaba.

Le diagnosticaron una hernia en la ingle y fue operado. En su recuperación, pocas semanas después, siguió jalando agua del pozo y nunca curó del todo, razón por la que cayó postrado bajo la atención de la tía Merchú, recuerda Dora Luz.

“Mercedita, tengo ganas de comer un buen nacatamal”, decía.

“No, Felipe, no, te hace daño”, respondía la tía Merchú.

“Ay Mercedita, que tal un chanchito frito, gordito”, volvía con sus antojos.

“Felipe, pareces un niño, sabes que te hace daño”, decía la tía Merchú.

Y así, postrado en cama, el 23 de febrero de 1999, falleció de un infarto en su habitación con la tía Merchú a su lado.

El hombre que dedicó gran parte de su vida al resguardo y manejo de los fondos de la aduana de El Bluff, fondos que ascendían a decenas de miles de dólares en concepto de impuestos por importación y exportación de mercancías, se rindió a la muerte.

Vive en la memoria de sus hijos Dora Luz, José Manuel y Javier y de sus nietos y nietas, de sus sobrinos, así como en la de aquellos que lo conocieron y recuerdan como un hombre honesto, respetuoso, amigable y de buenas costumbres.

 

domingo, 30 de octubre de 2022

Foto: Felipito en el parque de la loma de El Bluff con sus nietos Anielka y Rafael.