La muerte lo tomó por
sorpresa, como un ladrón que se desliza en la penumbra. Había sentido un leve
vacío en el pecho, algo extraño, pero no alarmante. Sin embargo, cuando abrió
los ojos, ya no estaba ahí. Se encontró flotando, ligero como una hoja que pierde
su raíz en el árbol. Abajo, la cama deshecha y el cuerpo inmóvil que antes lo
contuvo. ¿Esa figura sin vida era él?
No estaba listo. Claro
que no. Había tantos libros sin abrir, viajes que aún esperaba, disculpas que
nunca ofreció y abrazos que aplazó pensando que siempre habría otro momento.
Desde ahí arriba, todo era pequeño: los platos y pailas sucias en la cocina, la
ventana entreabierta por donde entraba el sol de la mañana, los zapatos
gastados que siempre le acompañaron tirados en el sofá. Pero esas cosas
pequeñas ahora parecían monumentales, cargadas de una nostalgia imposible de
tocar.
Alrededor, la vida
continuaba. Su esposa, apenas despertando de su siesta, no se había dado cuenta
de lo ocurrido. En la mesa, la taza de café seguía medio llena. En el patio,
sus nietos jugaban ajenos, lanzando risas al aire. Él observaba con un nudo en
lo que solía ser su garganta, deseando gritarles, abrazarlos, quedarse un poco
más.
Entonces, el peso de
las decisiones no tomadas lo golpeó. Nunca aprendió a tocar la guitarra como lo
prometió; nunca reparó aquella bicicleta vieja para su hijo; nunca devolvió la
llamada a su mejor amigo que hacía años había esperado una despedida. Ahora su
tiempo se escurría, cada instante convertido en un recuerdo no vivido. Su alma
flotaba, y todo abajo lo jalaba, como si el mundo mismo estuviera conspirando
para hacerle saber cuánto quedaba sin hacer.
Fue entonces cuando
algo más profundo lo tocó, una claridad repentina. Mientras miraba ese mezcla
de momentos y cicatrices de la vida humana, se dio cuenta de que, a pesar de
todo, esa humilde, efímera e imperfecta vida merece la pena. Que no importa si
la juventud se esfuma, si la carne se vuelve flácida o si al final acabamos
arrastrando los pies. A cada instante, la vida ofrece algo valioso: la chispa
de una sonrisa, el eco de una carcajada, las manos que sostienen otras manos.
Esos fragmentos son suficientes, si los sabemos atesorar.
Una voz suave, apenas
un susurro, le recordó que el tiempo nunca es suficiente si no se aprovecha. Y
así, entre lágrimas que ya no corrían y el vacío de lo inalcanzable, entendió
que la muerte no perdona, pero tampoco olvida. Alzó los ojos hacia la luz, temblando
de despedidas silenciosas. Pero antes de irse, desde lo más profundo de su ser
dejó caer una súplica: “No olviden que la vida es corta, vívanla”.
18
de diciembre de 2024.
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