jueves, 28 de abril de 2022

LA VIDA SIGUE SIENDO BUENA

 


Estamos llenos de esperanza,

está en nuestro ADN.

Siempre esperamos confiados

y pretendemos ser felices sin causa.

 

En una rama cubierta por la oscuridad

de una mañana gris en un mundo furioso,

un pajarillo va de rama en rama.

Comienza a cantar, deja escapar un trino,

una canción hacia el cielo,

"chiowichu, chowichio, chiowichu",

reclamando lluvia con su canto.

 

Otros pajarillos lo persiguen,

de rama en rama, no están de acuerdo.

Lo atacan hasta expulsarlo del árbol

cubierto de la neblina mañanera.

 

Con la misma esperanza vuelve a cantar

"chiowichu, chowichio, chiowichu",

desde otro árbol que lo acoge.

Desde el cielo se escucha un trueno

y, poco a poco, comienza a llover.

 

Esa es la prueba, allí está materializada

la esperanza, abrigar un deseo con anticipación.

Un optimista loco ha hecho el milagro.

“Miren, hice que sucediera”, dice con alegría.


Los contrarios también se regocijan.

La vida sigue siendo buena.



28 de marzo de 2022
Nueva Guinea, RACCS.
Foto Propia.

miércoles, 20 de abril de 2022

EL HOMBRE DEL BASTÓN HA MUERTO

 

El hombre sostiene un saco de bramante con su mano izquierda y con la derecha un palo de escoba que le llega casi al hombro. Lo usa de bastón. Da un paso inquietante, es un paso tembloroso, un paso que casi se sale de la línea de sus pasos, pero el palo lo mantiene en equilibrio. Así avanza con el saco y se dirige al andén del parque.

Va a subir las gradas de la esquina noroeste. Sube su pie izquierdo en el primer escalón y con fuerza se apoya en el bastón. Levanta su pie derecho y sube. Mantiene el aliento y exhala, un esfuerzo que se muestra en su rostro moreno, rostro de abandono, arrugado por el paso de los años. Es un hombre delgado que cubre su cabeza con una gorra.

Así, poco a poco, sube las siete gradas para acceder hasta el andén. Culmina y se detiene, vuelve a respirar. Desde allí observa dos esquinas, pero no puede observar la que ocupa el vendedor de frutas. Decide cruzar el parque y se dirige al andén del centro. Va en dirección a la caseta de los lustradores.

Son las seis de la mañana y la neblina aún no se disipa. Las palmeras, los almendros y las acacias desprenden gotas microscópicas que caen en el andén, sobre los laureles y los hibiscos, manteniendo la frescura de esa manzana de terreno que en otros tiempos fue el centro de Nueva Guinea.

En la acera de las casas del costado norte, varias mujeres barren la cuneta, recogen la basura en medios barriles de plástico y sacos, y una la barre hasta la acera del parque para que la empleada de la comuna la coloque en el contenedor que se encuentra ubicado a un lado de la calle.

El hombre del bastón en su andar tembloroso también recoge basura, pero de otra índole. Ese es su mayor esfuerzo: sostenido del bastón, que tiembla por su peso, se agacha lentamente, toma la botella, se incorpora y la coloca dentro del saco. Un gran suspiro es el premio a su esfuerzo. Se esmera por levantar botellas de plástico, principalmente aquellas que fueron abandonadas por la noche entre las bancas y andenes, botellas de refrescos y de aguardiente, latas de gaseosas, de jugos y de cerveza. Son las muestras del disfrute de bebedores nocturnos que se ubican en las bancas del costado norte y en los alrededores de la glorieta. Un paraíso que por las noches les brinda invisibilidad aparente.

Frente al puesto del frutero, bajo la sombra de un árbol de aguacate, al lado de una banca, hay varios sacos acomodados y amarrados. El hombre baja del andén y camina hacia ellos por el suelo pelado, sin grama, sobre la tierra desnuda, entre la sombra de los árboles. Los observa con detenimiento como sacando la cuenta de su contenido.

Otro hombre se le acerca. Ha aparecido por el lado de la esquina suroeste, proveniente de la calle central. Es un hombre más corpulento, cabeza redonda con abundante cabello negro tendiendo a cano que la mantiene siempre viendo el suelo, con el rostro surcado por arrugas y muestra una sonrisa como si hubiese sido tatuada permanentemente. Es un poco más bajo que el del bastón. Lleva ropa que aparentemente no se cambia en días. 

Son hombres sencillos, de hábitos etílicos sin duda en el pasado, pero se ven contentos al estar juntos. Me doy cuenta de su camaradería y sigo en mi caminata, pensando en ellos. Me pregunto de dónde son esos hombres desgastados por la vida, ¿si tienen familia, sabrán de ellos? Quizás tenían mujer, su esposa, y posiblemente las vueltas que da la vida los separó de ellas por distintas circunstancias como suele suceder. La vida en un instante da un giro y se torna brutal, arrastrándonos hacia un abismo oscuro y doloroso que doblega nuestra voluntad.

Poca gente circula por el parque a esta hora. Varios chavalos juegan futbol en la cancha, son los que gritan y ríen, y dos o tres mujeres trotan por el andén, dando las vueltas que tiene programadas en su rutina diaria. Los trameros se están desperezando, el frutero levanta la carpa lateral del tramo para comenzar a trocear las frutas de la venta mañanera. Los vigilantes cambian de turno y la mujer de la limpieza sigue en su afán de rastrillar y recoger la basura que luego deposita en el contenedor.

El hombre del bastón ha bajado las gradas en compañía del otro hombre. Han cruzado la calle y se encuentran a la orilla del muro perimetral hecho con piedras canteras de una casa vecina. Sobre el muro hay varias tablas viejas recostadas en un ángulo de casi 45 grados que dejan un espacio en la base de casi dos metros de ancho con la pared, todas cubiertas con ramas secas de palmeras. Desde el lado izquierdo, el hombre del rostro arrugado y de sonrisa permanente, ayudado por el del bastón, aparta ramas de palmeras, ramas de otros árboles ya secas y plástico negro que han sido colocados como tapadera del espacio que se forma adentro, entre las tablas y la pared del muro. Es la guarida del hombre del rostro arrugado y sonriente, es amo y señor de su mansión. Sacan bolsas de plástico quintaleras y más sacos. Conversan entre ellos, se notan contentos. Los toman y vuelven a caminar hacia el parque.

He dado ocho vueltas y ahora han trasladado a la caseta de los lustradores todos los sacos con su contenido valioso. La camaradería aflora entre ellos. Allí, en esos sacos está el esfuerzo de recolección de la noche, la madrugada y las primeras horas de la mañana. El hombre del bastón es el principal recolector y descansa en el corredor de una de las casas de los alrededores del parque durante las noches para protegerse de cualquier delincuente desbocado y violento que circule o frecuente el parque.

Son hombres gastados por el tiempo que ahora viven de la recolección de desechos para venderlos en un puesto de acopio que luego vende a un intermediario que se los vende a otro y así, hasta que al final llegan al centro de reciclaje. En sus rostros se nota la alegría al contar el esfuerzo de una noche y una mañana.

En sus conciencias cargan las consecuencias de las decisiones que un día tomaron, pero en ese ambiente y entorno, están contentos. Viven su vida y son felices a su manera sin que ningún egoísta y malicioso oportunista, por el momento, trate de destruir el modo en que se ganan la vida. 

Su vida se ha apagado hace tres días. Su compañero recolector me lo ha dicho hoy por la mañana. Con razón, le dije, tengo dos días de no verlo. Le agarró algo feo, como basca y no podía respirar. Lo llevaron al puesto de salud y luego al hospital, allí falleció, dijo.  La vida de Pedro José Marenco Medina, llamado "chabelo", se ha apagado. Lo extrañare todas las mañanas en mi caminata por el parque. Descansa en paz.


Martes, 19 de abril de 2022
Nueva Guinea, RACCS.
Foto propia.
Actualizado 18/11/2023. 

viernes, 8 de abril de 2022

45 AÑOS DESPUÉS

 

Emilce remendaba mis pantalones sentada en la cama, poniéndoles hilos nuevos en los mismos orificios de la costura de los lados para que durarán un poco más, después de años de no poder comprar jeans nuevos. También les cambiaba el elástico a mis calzoncillos para que no se me bajaran. Yo la miraba deslumbrado, como todos los días, no era para menos. Siempre fue una mujer bella.

Tenía el cabello corto, ondulado con un mechón que caía sobre su frente. Sus labios finos de color rosa mostraban una amplia sonrisa, sus ojos color de miel mostraban el brillo de los míos, su piel clara y tersa y su cuerpo esbelto y firme, era un cuerpo de atleta. Bien podía haber enamorado a cualquier hombre, incluso muy adinerado, pero se decidió por mí.

Ella siempre olía a limpio, a frescura. En casa no faltaban detalles que hicieran sentirme a gusto, en esa casita de Juigalpa donde vivíamos en tiempos de postguerra, una casa pequeña y calurosa, y si no fuera por ella se hubiera transformado en un infierno.

Eran tiempos de muchas carencias, de temores y desesperanzas, pero en nuestra casita nada de eso nos desanimaba. Todo por Emilce. Por ella salí de Juigalpa, me vine para el trópico húmedo, abandoné todos los años de vida en esa ciudad, años de trabajo intenso de hasta tres empleos, por las mañanas, por las tardes y por las noches, para poder sobrevivir con nuestros chavalos.

Ella siempre estuvo a mi lado aun cuando me quedé sin empleo en un ambiente hostil, y con su trabajo y sus emprendimientos logró mantener a flote a nuestra familia. Todo ello me hizo ver que nadie puede quitarte tus ideales y, muchos menos, la voluntad y amor que sentimos.

Hoy la sigo viendo de la misma manera. La veo activa en casa, pendiente de todos nuestros hijos y nuestros nietos, cuidando sus plantas y tomando iniciativas que a todos nos brindan un puerto seguro. La veo caminar en los alrededores del patio de nuestra casa y no sé qué haría sin ella, aunque a veces los nietos digan que dejemos de pelear. La conocí un 5 de abril y hoy, 45 años después, la sigo amando.

 

viernes, 8 de abril de 2022
Nueva Guinea, RACCS.

miércoles, 6 de abril de 2022

OLORES Y SABORES DE SEMANA SANTA


Abrió los álbumes de fotografía que guardaba en la nube y sus ojos brillaron, se humedecieron y esas gotitas de dolor se escurrieron por su mejilla, aliándose con la miopía que padecía para provocarle una visión borrosa.

La tarde del viernes santo estaba por caer. El mismo día que sacrificaron a Jesús en una cruz por decir la verdad y desafiar el régimen imperante, pero esa semana santa no era la misma de los años anteriores porque era la primera vez que iba a pasar fuera de su casa, lejos de sus abuelos, padres, hermanos, tíos y primas.

Repentinamente se llenó de recuerdos que llegaban a ella en oleajes de pasado. Recordaba su infancia, no tan lejana, pero ahora añorada. La semana santa que habían trascurrido todos esos años no tenía ningún precio, ningún valor inmensurable.

Llegar a su nueva casa, un apartamento que ahora ocupaba después de partir al exilio, dejaban vacío su corazón. Ya no estaba en el patio con su mamá, ni su abuela, ni sus tías, alrededor de una mesa de madera moliendo la masa de maíz para después elaborar las cosas de horno, rosquillas, hojaldras; las risas; los gritos; el fogón en el suelo donde ponían a hervir los nacatamales especiales que la tía Magdalena les daba ese toque tan genuino que por ello los llamaban los nacatamales especiales de la tía Magda; ni el almíbar que preparaba la abuela Manuela con productos todos recolectados del patio; no miraba los pescados secos que el tío Gustavo arponeaba en el muelle de la Texaco y que desde el lunes pasaban secándose al sol en el tendedero de ropa para que estuvieran listos ese viernes y preparar el delicioso arroz con pescado que la abuela Manuela hacía con esmero al estilo hondureño, su tierra de origen.

La alegría giraba alrededor de la mesa engalanada para la ocasión: manteles, platos, cubiertos, vasos, todo esmeradamente colocados con precisión, como se hacía todos los viernes santos. Todos sus sentidos activados percibían el aroma del maíz transformado, el hervor del perol de nacatamales, el arroz con pescado bañado con una salsa espesa secreta de la abuela, el dulce del almíbar. Vio que todos ocupaban su lugar definido en la gran mesa redonda de madera inhalando el aroma de tierra mojada bajo sus pies después de ser regada con baldadas de agua para bajar la temperatura a la sombra del árbol de mango.

Después de almorzar se preparaban para partir hacia la Playa de El Tortuguero donde disfrutaban al máximo una tarde de arena, sol y playa entre ellos y otros amigos del puerto. Tanta dicha, tanta alegría al estar entre su familia y conocidos al atardecer en un viernes santo.

Este año la semana santa era diferente. Mientras esperaba que Juan llegara del trabajo se sentó en la cama, tocó el power de la computadora, abrió los archivos de fotos que guardaba en la nube y se reconfortó con recuerdos del pasado. Ahora estaba en un lugar extraño, lejano y frío, en una casa sin olor ni sabor a semana santa.

Extrañaba las voces, los gritos y las risas, las charlas cómplices con sus primas, los abrazos, los besos. Se sentía sola y triste en un país extraño, un país que no era el suyo.

Algo que la inquietaba manteniéndola en alerta desapareció cuando sonó el timbre del teléfono. Confirmó que la familia, reunida como siempre en casa, añoraba a sus miembros que habían partido al exilio por múltiples razones, y al igual que ella, también recordaba los olores y sabores de semana santa en años pasados.

 

miércoles, 6 de abril de 2022

Nueva Guinea, RACCS. 

Foto propia: Álbum familiar.