Una mujer mayor, con el cabello
cano, sube el escalón de piedra cantera sosteniéndose del hombro de una niña y
se recuesta a la pared del corredor, a un costado del fogón de leña. El fuego palpita
con pereza bajo la lámina de hierro, como si recién fue encendido por la mujer chaparra
y obesa que hace las tortillas.
He llegado al lugar apresurado y
un poco irritado después de visitar varios puestos de tortillas que estaban
cerrados. En reloj indica que son las cuatro y media de la tarde.
Varios clientes están allí,
esperando tortillas; todos son niños. Uno de ellos puede tener cinco años, el
resto son niñas cuyas edades oscilan entre ocho y once. Sus ropitas se muestran
limpias, calzan chinelas y zapatos tenis desgastados. La mujer mayor ha llegado
con un trapo bastante lustroso y ellos ya estaban allí.
La tortillera coloca cuatro
tortillas palmeadas en el pequeño fogón, vuelve a la masa que tiene en una pana
plástica sobre una mesa vieja de madera. Hace una pelotita, la palmea sobre un
trozo redondo de plástico hasta que surge una tortilla diminuta, de las que
ahora valen cuatro córdobas y consumo hasta tres a la hora de la cena. Es
bastante lenta, al igual que el fuego de su fogón, y pienso que saldé de allí
por lo menos dentro de una hora.
Es una tarde nublada y gris, después
que ha llovido por la mañana debido al paso de una depresión tropical que no ha
tenido mayores consecuencias, ni por la lluvia, ni por el viento. Las calles
están mojadas, al igual que las paredes y los techos de las casas.
Los niños juegan entre ellos
mientras esperan las tortillas. El varoncito juega con una niña de unos ocho
años; parece que son hermanos. Están sentados en el borde del corredor, a un
lado de la piedra cantera que hace de escalón para subirlo. La niña tiene en
sus manos una libreta pequeña para apuntes de tapa dura. Escribe con un lápiz
de grafito en una hoja y se la pasa con todo y el lápiz al niño. Después de
recibirla y ver lo que escribió, el niño sonríe, se carcajea, inclina su cuerpo
hacia el de ella como tratando de hacer una colisión de satisfacción y felicidad.
La niña también sonríe y recibe de regreso la libreta. Vuelve a escribir en
ella. Es un juego de palabras escritas o de manchones y garabatos que los hace
reír. Un día serán los mejores alumnos de la escuela, los escritores y poetas de
la ciudad, orgullo de su barrio.
Otros niños están a la espera.
Una niña de unos once años está de pie en el andén, frente al corredor. De ella
se ha sostenido la mujer mayor de pelo cano para subir el escalón. Su cabello
es de color negro y largo, tan largo que llega a su cintura y está mojado, como
si se hubiera bañado recientemente. No se mueve del lugar, pero está atenta al
juego de la libreta de los otros.
Tres niñas están sentadas en una
banca de madera, ubicada bajo la ventana de un pequeño espacio que antes fue
una pulpería. Aun se notan rótulos y afiches en la pared con la propaganda de
chiverías y bebidas azucaradas. Las tres se cuentan cosas entre ellas y se ríen,
sonrisas plenas, sin temores, abiertas a la calle, al barrio y al mundo, sin
preocupaciones, sin envidias ni temores. Están felices y en sus manos se
muestra el dinero y los trapos para envolver las tortillas.
Al otro lado de la calle, en la
esquina, en el corredor frontal de una casa, un viejo pelón de unos 75 años se
encuentra sin camisa inspeccionando cosas viejas, cachivaches, chatarra que
tiene acomodada frente a ese espacio pequeño de la casa. Entre otras cosas, observo
lavadoras y cocinas viejas, láminas de zinc sarrosas, una mantenedora
destartalada y, sobre un pequeño carretón que tiene parqueado en la cuneta, un
montón de chatarra amarrada como si estuviera lista para entregarla por la
mañana. El viejo se acomoda en una silla y observa embelesado los resultados de
su trabajo como si de un tesoro se tratara. Imagino que piensa en el trayecto
que debe recorrer con la carga acomodada en el carretón hasta el centro de
acopio. Quizás hace cálculos del dinero que obtendrá por la venta. Puede ser
que piense en las cosas que tiene vistas y va a comprar posteriormente. Tal vez
medita sobre las fuerzas que día a día lo abandonan, en los achaques de viejo
que enloquecen, en el costo de la vida que va para arriba y, aunque venda cada
vez más y más chatarra, nunca lo podrá alcanzar.
Detrás de él, en el corredor
lateral de la misma casa, dos mujeres y un hombre están sentados en sillas de
plástico. Se muestran sigilosos y no hay gestos de conversación en sus rostros,
pero observan como estatuas hacia la calle principal del barrio. No le prestan
atención al viejo de la chatarra. Al fondo, más allá de la esquina, se ve jugar
a varios niños con una pelota de futbol en el centro de la calle. El hombre se
levanta y entra a la casa por la puerta lateral. Detrás de él va una de las
mujeres. Otro hombre sale de la boca calle, frente al corredor desde donde
ellos observan, y jala un caballo con el aparejo vacío en dirección a algún
solar o potrero donde lo dejará pastando por la noche. El hombre ha regresado a
la silla, pero ahora lleva puesta una chaqueta de color azulón y, después de él,
regresa la mujer enchaquetada y le entrega un suéter de algodón a la que se ha
quedado en su sitio. El viejo sigue sin camisa.
Los tres siguen rígidos, sin
conversar entre ellos, con la mirada extraviada en el horizonte. Me pregunto si
son hijos del anciano, y si lo son, ¿le ayudan a soportar la carga de los años?
¿Son buenos o malos hijos? ¿Le apoyan con medicamentos y alimentos? Sigo
pensando en la vida del anciano cuando veo que la mujer mayor de cabello cano
baja del corredor con sumo cuidado. En sus manos lleva las tortillas cubiertas por
el trapo lustroso.
La tarde cae y también siento un
poco de frío, pero no hay viento ni llovizna. La humedad del ambiente, después
del paso de la depresión tropical, ha reducido la temperatura en la ciudad, y
me siento a gusto.
Los niños juegan ajenos al mundo
que los rodea, se empujan y carcajean, se abrazan, y no les preocupa que atendieran
primero a la mujer. La tortillera, bajita y rellenita, palmea las pelotitas de
masa, retira las tortillas del fuego que arde y crepita. Ha entrado en calor y
se mueve con mayor habilidad. Respiro el aroma de las tortillas recién hechas,
las más ricas del barrio.
Luego de irme del lugar, me doy cuenta de que las preocupaciones que tenía al llegar han desaparecido. Siento
compasión por el anciano y deseo que todos los niños del barrio, la ciudad y el
mundo sean felices como los que esperan sus tortillas.
31 de octubre de 2023
Foto propia.