lunes, 20 de junio de 2011

MAR, SIEMPRE MAR

Dando vueltas en la cama sin conciliar el sueño, recorriendo imágenes con el fin de atraparlas, evitando que se desvanezcan de los recuerdos, el majestuoso mar se impone hasta perderme en sus aguas. No es un mar agitado, ni sus fuertes vientos con olas que revientan en la playa calman mis penas y angustias. Es calmo mar, que cambia de color azul turquesa por tonalidades amarillas y naranjas en el atardecer, al esconderse el sol entre las islas de Miss Lilian o los cayos de Utila.
           
A la orilla del mar vine al mundo. Además de mi madre, el mar siempre estuvo a mi lado. La vida de marino de mi padre me obligó a respetarlo. En mis oraciones de niño elevaba plegarias al cielo pidiendo por un mar generoso, abundante, protector, sin tempestades. Surqué sus aguas a edad temprana, disfruté su arena y sus olas en la playa de El Bluff; aprendí a admirar su belleza oculta a simple vista, sumergiéndome en las cristalinas aguas de Utila y Corn Island.
           
Descubrí los placeres de la pesca junto a familiares y amigos de infancia y juventud. En el muelle, al atardecer, junto a Gustavo, mi tío, aprendí la destreza en el uso del arpón, cazando, con el corazón desbocado, los mejores ejemplares en los cardúmenes de róbalo, frente a la casa de mi abuela Manuela, en el viejo muelle de la Texaco. Una fiesta de abrazos y gritos de alegría estallaban tras cada ejemplar atrapado que aleteaba en los tablones del muelle. Con Pablo, mi tío menor, navegando en la barra, cuchareábamos júreles y sábalo real, cuando las aguas estaban tranquilas, luego de cada periodo de fuertes lluvias. Con Pancho y Melá, en el muelle de la esquina de Miss Lilian, pasábamos las tardes en competencia de pesca por lograr los mejores ejemplares de roncadores que terminaban en la cocina de doña Juana Angulo, cubiertos de cebolla y tomate con tajadas de plátano, limón y el infaltable chile de cabro recién cortado del arbusto contiguo a la cocina.
           
Por mi abuelo Ernesto, en las diferentes visitas realizadas a la familia en Utila, comprendí que debía reconocer que en mí había una vena marina ancestral. Tres hermanos que salieron de Inglaterra hacia el nuevo mundo en busca de mejores condiciones de vida a finales de 1700, se disgregaron por el Caribe. Una línea de sangre permanece hoy en las Islas Caimán, en Belice, en Nueva Orleans y, la más cercana y conocida, en Utila. Marinos y pescadores la mayoría de ellos, surcaron las aguas del Atlántico, del Caribe y, la nueva generación, al conversar con ellos, indican los océanos en que se encuentran e imaginariamente me traslado a su lado para surcar esos mares.
           
El mar inmenso, inspirador de cuentos titánicos y aventuras, desconocido por muchos, sostuvo por más de tres décadas con su riqueza la economía de la Costa Caribe de Nicaragua, hasta que esos que no lo aprecian abandonaron las esperanzas de recuperar la economía de miles de familias que se sustentan del trabajo en sus aguas, de mestizos y creoles, de misquitos y garifunas, por cuentos de fantasías donde lo extraño priva sobre lo propio, donde las cifras pomposas de la inversión extranjera con muelles para ricos vagabundos llamados “marinas” sustituyen la pesca, un medio de vida milenario de nuestros pueblos y generadora de empleo digno, limpio y sostenible, sabiendo bien llevarlo. ¿Cuántos países no desearán tener la riqueza de nuestro mar? Basta conocer los conflictos marítimos de nuestro país para tener la respuesta.
           
Mar colosal, mar de riquezas y leyendas. Llegará el día que calmes con tus dones las angustias de tu pueblo Caribeño. Seguiré buscándote, caminaré en tus playas, navegaré en tus aguas, escribiré sobre tus pueblos y, al partir, descansaré al lado de los míos cubriéndome de tu arena bajo el cielo azul, disfrutando para siempre la fresca brisa del puerto que me vio nacer. Mar siempre, mar.

Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Domingo, 19 de junio de 2011