lunes, 23 de marzo de 2020

LA ESCUELITA DE DOÑA CARMELITA



La escuelita de Doña Carmelita Bustamante era una escuela de multigrados que funcionaba en su casa. Estaba ubicada al lado derecho de la esquina de Miss Lilian, antes de dar la vuelta en dirección hacia el sector de la capilla de la iglesia católica. Un andén de ladrillos azules conectaba la casa con el andén principal del puerto y dividía el patio frontal en dos secciones. A su costado derecho había un patio inmenso, sin cercos, cuyos vecinos eran Alberto Gómez y la tienda de Toño Real y Doña Estercita.

La casa era de madera con un tambo alto y, para acceder a ella, se subía por una escalera de unos ochos escalones. El centro de la casa se dividía por una pared, la parte izquierda era el aposento y la escuelita estaba a la derecha; un salón con tres ventanas, una frontal y dos laterales, con pupitres de gavetas y una banquita para dos alumnos, dispuestos frente al escritorio que estaba contiguo a la pared divisoria.

Con una regla de madera señalaba las vocales que había escrito con tiza en la pizarra. Los alumnos las repetían en coro después de que ella las leía: ¡aaa!, ¡eee!, ¡iii!, ¡ooo!, ¡uuu! También en coro se cantaba las tablas de sumar y de multiplicar. Revisaba en el cuaderno de los alumnos mayores las tareas del día anterior, y a los que no las hacían les daba varios reglazos en la espalda. “Si no los educan ni en la escuela ni en su casa, en la calle lo harán”, decía Doña Carmelita.

En las paredes de madera colgaban láminas educativas de diferentes animales, peces, el calendario, el mapamundi y de América Central, el abecedario en letras mayúsculas y minúsculas, los números romanos y el cuerpo humano. De todos estos materiales didácticos, el más atractivo era la bolita del mundo que permanecía en el borde del escritorio y permanentemente giraba a punto de manotazos.

El que era atrapado por Doña Carmelita dándole vuelta a la bolita del mundo, pasaba castigado el resto de la clase sentado en una esquina con la cara frente a la pared y con un gorro de orejas de burro en la cabeza.

Además de atender a sus estudiantes, muchas personas del puerto la buscaban para diferentes menesteres porque era una persona servicial y lideresa del puerto, a tal grado que se aventuraba a enseñarle las primeras letras a un montón de chavalos mal portados. A los visitantes los atendía al lado de la cocina, razón por la cual siempre salía del aula a través de una puerta que daba acceso a esa parte de la casa, al corredor posterior y la cocina.

Los chavalos mayores y mal portados no desperdiciaban su breve ausencia, porque apenas la miraban dar sus pasitos cortos y silenciosos en dirección a la cocina y atravesar la puerta, se ensañaban con el castigado tirándole pedazos de tiza, semillas de jocote, pejibaye o mango, según la época de cosecha, y cualquier otra cosa con la que pudieran hacer tiro al blanco para luego, en coro y casi gritos, le cantaban “burro te quedaste en las vacaciones” porque era seguro candidato a repetir el grado.

Regresaba doña Carmelita y el aula estaba en silencio. Un castigado con orejas de burro nunca se quejó de las groserías que le hacían en su ausencia, porque si no corría el riesgo de que lo agarran a coscorrones al salir de clase.

A las diez de la mañana todos salían a recreo, menos los castigados, los de las orejas de burro. Oficialmente duraba quince minutos, pero según las visitas que recibía en el corredor, al lado de la cocina, a veces duraba hasta media hora. No podías alejarte más allá de los límites del patio frontal y de al lado, hasta llegar a la ventecita de Toño Real y Doña Estercita donde vendían empanadas, chicha en botella, leche de burra, bombones y chingongos. Mientras unos compraban otros jugaban frente a la casa con chibolas, pateaban pelotas o “vos la andás”, escondiéndose debajo del tambo, en la bajada al muelle de los pescadores, el murito, y debajo del puente que unía la cantina de Miss Lilian con el andén.

Ese chavalero le daba vida a ese sector del puerto aun cuando la cantina de Miss Lilian permanecía cerrada mientras duraban las clases por la mañana. Si te ibas más allá de lo establecido siempre había un mal intencionado que te delataba con Doña Carmelita y de castigo, al entrar a clases nuevamente, desde la puerta te daba un par de reglazos en la espalda. “Para que haga caso y no sea vago”, decía y todos se reían al verle la cara al sorprendido.

Entre los alumnos de distintas generaciones de Blofeños, doña Carmelita siempre recordaba como al más difícil de todos a Silvio Lacayo Marenco, conocido popularmente como Macho Silvio, quien en un ir y venir a la cocina, se le escapaba en un cayuco de la familia Sambola rumbo a la isla de Miss Lilian a ver a una novia de Rama Cay. "Ustedes deben de portarse bien, no me hagan la vida imposible como él", decía en el salón de clases cuando se repetían casos de indisciplina.

Desde el alto corredor de la escuelita se apreciaba el mar azul de la playa del Tortuguero, los barcos que recorrían el canal en dirección al río Escondido, los guardias en sus quehaceres cotidianos en los guardacostas, los transeúntes en un ir y venir hacia el lado de la capilla y los putales del puerto, y hacia el muelle de la aduana y el de las pangas.

En días lluviosos, cuando nada se ve por la lluvia, únicamente el cielo gris, las olas encrespadas en la bahía por el fuerte viento y la corriente de agua que bajaba del lado de la tienda de Toño Real y doña Estercita, atravesando el andén por una alcantarilla que la desviaba hasta formar una cascada amarilla que reventaba en el suelo del patio del frente de la cantina de Miss Lilian por los siglos de los siglos, convirtiendo una quebrada natural en un socavón profundo por donde corría en forma de una S hasta que se explayaba en la bahía, propiamente frente al muelle de los guardacostas. Por ello habían construido un puente casi colgante que permitía el paso hasta la cantina de Miss Lilian y, los que se dirigían hacia el muelle de los pescadores, debían hacerlo con sumo cuidado por lo resbaladizo que siempre se encontraba la pendiente.

A veces, esos vendavales encontraban a El Africano en frente de la escuelita, empujando su carretilla de mano llamada “salgo cuando quiero”, repleta con la carga que trasladaba desde el muelle hacia el sector de la capilla en su labor de chambero. El Africano metía debajo del tambo la carretilla para que la carga no se mojara y subía al corredor, se asomaba por la ventana impregnado el aula son su aliento etílico. Doña Carmelita, en vez de alejarlo, iba a la cocina, regresaba con una taza de café  humeante que se la daba una vez que se sentaba en el piso del corredor, con la espalda reposando en la pared y sus grandes piernas estiradas, mostrando sus pies descalzos y sus dedos de gigante porque nunca usó zapatos, saboreando su cafecito hasta que pasaba la lluvia.

En la escuelita de Doña Carmelita se cantaba el himno nacional todos los lunes por la mañana. La formación se hacía en el patio de enfrente del salón de clases. Casi siempre llegaba un teniente o sargento de los guardacostas a izar la bandera en un tubo metálico. Era un acto solemne en el puerto y todos los transeúntes, por muy apurados que anduvieran, allí se quedaban firmes, saludando la bandera azul y blanco, mientras Doña Carmelita presidía la ceremonia desde el primer peldaño de las escaleras.

Desde allí, la recuerdo en estado de calma, respirando pausada y profundamente, meditando con su rostro blanco iluminado por el sol, su cabello canoso recogido en una moña y la falda de su vestido largo por debajo de la rodillas moviéndose por el viento al ritmo de la bandera. Esa es la última imagen que tengo de ella después de transcurridos muchísimos años.

Una mañana de verano del año 1963 se presentó mi papá a la escuelita de Doña Carmelita. Allí está tu papá, escuché decir y salí corriendo al corredor. Él estaba allí abajo y haciendo señas me dijo: ¡tírate!, ¡tírate!, y sin pensarlo dos veces me tiré, volé en un gran salto, un salto de felicidad, que aún hoy lo mantengo en la memoria como si viviera eternamente en estado de ingravidez,  hasta caer en sus brazos. Acababa de regresar de uno de sus viajes de pesca y me sentía feliz a su lado. “Vámonos, vas a estudiar en Bluefields”, dijo.

La escuelita de Doña Carmelita Bustamante, hija dilecta de El Bluff por méritos en el área educativa, siguió funcionando con el paso de los años hasta que regresó a Bluefields.

Cuando joven, siendo una bella muchacha, su mamá, doña Franciscana, tenía un comedor en Bluefields. Ella le ayudaba en la cocina y su hermana, Mariíta Bustamante, atendía a los clientes. Allí comió el que sería muchos años después el general Sandino, cuando estuvo en Bluefields y trabajaba en un aserrío situado en la bocana del Caño Negro. Tenía dos hermanos, Joaquín y Beltrán Bustamante. Ambos salían a las calles con un balde a vender los nacatamales que hacía su mamá. Joaquín trabajaba de office boy en una agencia aduanera y Beltrán se convirtió en el compositor más famoso de Bluefields por su canción “Bahía de Bluefields”.

Con el paso del tiempo, Pedro Joaquín Bustamante se convirtió en un próspero agente aduanero de Bluefields porque al fallecer el dueño de la agencia aduanera él se hizo cargo hasta que la compró. En esa época, después de fallecer su madre, Pedro Joaquín  trasladó su agencia aduanera a El Bluff y con él a doña Carmelita y a su hermana Mariíta, quien vivía en su casa ubicada al lado izquierdo de la escuelita.

Cansada por la edad, doña Carmelita regresó a vivir a Bluefields donde murió de vejez. La escuelita desapareció, ambas hermanas y Pedro Joaquín perdieron sus propiedades por invasión de inescrupulosos después de 1979 y, en 1988, el huracán Juana borró del mapa su casa pero aun así, la escuelita de Doña Carmelita sigue viva en la memoria de los que fuimos un día sus alumnos.

22 de Marzo de 2020.
Fotos: Trazos de Internet.