El viejo detrás de la baranda de
concreto se sostiene de ella para estar de pie. A veces sonríe, otras veces se
encuentra ensimismado. Siempre saluda a los que pasan caminando por el andén.
Recibe con alegría las pocas visitas que tiene y los invita a sentarse en una
mecedora de junco en el corredor que protege la baranda. Está atento cuando ve
cruzar frente a su casa a los barcos que entran y salen del puerto hasta que
deja de verlos al atracar en el muelle, entrar al río Escondido o cruzar la
barra en dirección a alta mar. No se pierde un día claro y soleado porque
espera el atardecer que pinta de color naranja acaramelado la bahía y su
rostro.
Es de estatura mediana. Su
cabello cano lo peina hacia atrás con brillantina. Su piel es de color café
claro, piel mestiza un poco flácida. Su rostro muestra las arrugas del tiempo,
pero siempre está limpio, sin barba ni bigote. Sus ojos son pequeños, de color
café oscuro, el izquierdo es más pequeño que el derecho pero ambos reflejan
cierta tristeza. Su nariz se desplaza un poco a la derecha, uno de sus
orificios nasales es más ovalado que el otro. Sus cejas son bien pobladas y las pestañas de sus ojos son tan largas que al
verlo dan la impresión que le dificultan ver. De su cuello
cuelga una cadena de oro y en su dedo anular derecho aún lleva el anillo de
matrimonio.
Está bien vestido, lleva con él
la moda de hace muchos años. Siempre está limpio y nunca desentona con su
atuendo. Usualmente lleva puestos pantalones de color negro, gris o caqui de
paletones, planchados con almidón, y sus camisas preferidas con de color blanco que las usa por dentro mostrando su alto talle a la altura del
ombligo. De su faja negra o café, según la ocasión, cuelga la cadena de su
reloj que guarda en la bolsa derecha del pantalón. Calza botines negros
ortopédicos desde el día que una caía inesperada le provocó una fractura
compuesta en la pierna izquierda.
Las veces que lo veo está
sentando en el corredor con la mirada fija en el horizonte. Así lo encuentro
cada vez que paso por el andén y lo saludo. Evita moverse de un lado a otro
porque, aunque se apoya en un andarivel, el impulso que realiza para levantar
el peso de su cuerpo le causa dolor. Sufre en silencio por ello y otras causas.
Un día que pasé por su casa y me
asomé al corredor por sobre la baranda, lo vi sentado en la mecedora con la
mirada pérdida y lágrimas en sus mejillas.
¿Por qué llora?, pregunté.
Por nada y por todo, respondió y
con un pañuelo se secó las lágrimas. Por nada porque la nada me hace
extrañar mi niñez, mis padres, la juventud y mis hermanos. Por todo, porque lo que he perdido ha sido lo
más valioso que he tenido: mi esposa que en paz descansa y mis hijos
que se han ido. Por la salud que he perdido, por la soledad que me embriaga en
esta casa que construí para ellos y por lo injusto que siempre perdura en el
mundo.
Lloro porque no puedo caminar por
la playa reventando espuma a mis pasos, porque no puedo salir al patio y
rastrillar las hojas secas que se desprenden de los árboles, ni arreglar el
desorden en mi bodega de viejos cachivaches, muchos menos jalar agua
del pozo que con tanto esmero he conservado pura con el paso de los años. Lloro
porque perdí mil oportunidades de pedirle perdón a mis seres amados por las
faltas cometidas, por el tiempo desperdiciado en fantasías irrealizables,
porque el tiempo ablanda soberbios corazones y este encierro me consume como al
cuerpo el fuego de una hoguera. Lloro para aliviar mis pesares, porque el peor
sufrimiento que tiene un hombre es el dolor que ahoga en su corazón y se convierte
en un fantasma enloquecido que ha quedado atrapado eternamente en la profundidad
de una cueva oscura.
Tras una larga pausa se meció
unos instantes y dijo: se hace tarde, debo ir al baño.
El viejo jaló su pierna
fracturada con ambas manos, al tenerla en la misma posición que la sana, tomó
el sostenedor del andarivel. De un impulso se suspendió y quedó mirando como
hechizado por encima de la baranda el sol que caía en el horizonte. La mecedora
que ocupaba seguía balanceándose como si estuviera ocupada por un ser
invisible. Levantó unos centímetros el andarivel y, a la distancia de un paso, lo
volvió a colocar con firmeza en el piso. Dio un paso con la pierna sana y
arrastró la enferma hasta igualarlo y así, poco a poco, paso sano, paso
enfermo, el viejo detrás de la baranda entró encorvado a la sala de su casa
minutos después que el sol se desvanecía y él desaparecía en sus aposentos.
Desde allí, desde la sala aún
iluminada por el moribundo sol, estoy casi seguro que escuché su voz diciendo,
mañana, regresa mañana. Bajé al sector del muelle de las pangas y caminé
en dirección al parque, pasando por los tanques de la Esso. En el trayecto me
imaginé a mi abuelo Felipe como en sus mejores años, lleno de vida y sonriente, libre de
pesares y movimientos, acompañándome en la caminata por el antiguo puerto de El
Bluff.
Jueves, 6 de febrero de 2020.
Foto: Felipe Alvarez.
Foto: Felipe Alvarez.