Las encontré sentadas en sillas de plástico, cerquita una a la otra y a la pared del
corredor de la glorieta de la iglesia. Estaban calladitas, con las piernas cruzadas y la mirada fija en la
cúspide ondeante de la cordillera, pero cuando la mujer pasó por
la calle rompieron el silencio.
—
Todos los días pasa a esta hora —dijo la mayor
sin quitarle la mirada y estiró las piernas —. No se despega a las chavalitas
—agregó.
—
Le lleva la comida —añadió la menor, la más
delgada de ellas, señalando la bolsa que cargaba.
—
Es gabachera —expresó la de edad mediana, una treintañera
de sonrisa maliciosa.
—
¡Gabachera!, ¿qué es eso? —preguntó la mayor,
mirando a las dos con desconcierto.
—
Gabachera, de gavach, que habla mal. A la
bolsa del plástico le llaman gabacha o se refiere a la bata que usan en los
hospitales—dije, pero no me prestaron atención.
“Hace tres años
se vino con el marido de Costa Rica”, comenzó a relatar la de mediana edad,
acomodada en el centro de las otras dos. “Tenían tres años de estar allá,
les iba bien, los dos trabajaban, ella en un restaurante y el de albañil, pero
en una borrachera el hombre la penquió por celos, sólo porque llegó dos horas
después de la acostumbrada. Desde entonces ella se quería venir con las dos
chavalitas pero él no la dejó, lo perdonó porque le prometió que le haría casa
a su nombre, esa que queda allá dando la vuelta”.
—
¿Para adonde va? —preguntó la mayor levantando
los hombros, dibujando un semicírculo con las dos manos.
—
Para la estación de Policía —explicó la menor,
la flaca.
—
¿Por qué? —volvió a preguntar la más vieja.
“Iba a construir
casas a las Colonias”, continuó explicando la treintañera, “allá se estaba la
semana para no gastar en el pasaje y ella se quedaba solita en la casa. Después
de mediodía iba a dejar a las chavalitas donde su mamá, cuando salían del colegio,
en la zona tres. Otro la visitaba por las tardes, volviéndose socio del albañil
en la cama, en la cocina y en la sala, sin poner nada, sin obligaciones despilfarraba
la ganancia que el pobre trataba de ahorrar con el pasaje. Una tarde regresó
sin avisarle y los encontró disfrutando. Casi la mata, la arrastró por toda la casa mientras el
socio se tiró por la ventana, atravesando las cercas de los vecinos”.
—
Esa misma tarde puso la denuncia y amaneció
preso —concluyó la treintañera.
—
¿El socio? —preguntó la mayor.
—
¡No!, ¡el albañil! —aclaró la treintañera.
—
¡Ve qué lindo! —agregó la flaca palmeando sus manos.
“Dice que está
arrepentida, mírenla, camina con los ojitos tristes, sin dar la mirada, la mamá
no quiere cuidarle más a las chavalitas y para remate la corrieron del trabajo.
Cuando llega a dejarle la comida, los policías se burlan de ella, de toditas las
que han echado presos a los hombres por esa nueva ley contra la violencia que
aprobaron. Les dicen “las gabacheras”, un día de estos tiene audiencia y la
pobre le va a pedir al juez que lo perdone porque no halla qué hacer”, concluyó
la treintañera.
—
Ve qué pendejas que son. Gracias diosito lindo que
el mío hace rato lo enterré porque el desgraciado se hubiera muerto de hambre en
la cárcel —dijo la mayor levantando la mirada hacia el techo con el rostro enrojecido.
—
Pobrecito —expreso la flaca cruzando los brazos
—. Mínimo le caen ocho años.
—
Vos no hables. También fuiste “gabachera”.
Andabas llorando y dale gracias a Dios que hasta después aprobaron esa ley
—intimó a la flaca la treintañera.
—
Nada tenés que decirme vos —respondió la flaca,
levantándose de la silla. Le aguantas de todo a ese querido que te has echado
—agregó.
—
Le aguanto todo, todo lo que me da, hasta los
sopapos, pero soy incapaz de andar lloriqueando en el barrio por un
desgraciado, mucho menos de arrepentirme de lo que hago —explicó la treintañera.
—
Debería de vender la casa, con esos realitos
puede poner un negocio o regresar a Costa Rica —agregó la cincuentona y se
quedó pensativa.
—
Cálmate ya, allá viene tu marido —dijo la treintañera
volviendo a ver a la flaca, señalándolo con los labios.
La flaca se
sentó y se quedaron calladitas, mirando a la mujer con las
chavalitas que se perdía en la bajada de la comisaría y al hombre de la flaca que se
acercaba. Al doblar la esquina escuché las
carcajadas de los cuatro.
Jueves, 11 de octubre de 2012