martes, 19 de enero de 2021

LA MÁQUINA DE ESCRIBIR PORTÁTIL

Me llegó un soplo de brisa mañanera a través de la ventana, recordé cuando mis entumidos dedos comenzaron a teclear, perdidos entre las cuatro filas de letras y números de la máquina de escribir portátil. Convencido de que no tenía mucho tiempo, no estaba para perderlo arrojándolo al cauce de rencores y temores, ahora prefería escribir en la comodidad de la computadora portátil. Un flujo constante de imágenes brotó en mi mente e hice el intento de apresarlas como hacen los atrapa sueños, los pescadores, los cazadores, de una sola vez, sin pensarlo mucho.

Pero la vida que surge en el papel es difícil matizarla, llenarla con los ingredientes necesarios, y, a pasos lentos, me dirigí por el pasillo hacia la cocina a prepárame un té de limón con jengibre por si las moscas, prevenido, no estamos para descuidos en estos tiempos de rebrotes y me embarré las manos con alcohol gel, frotándolas, mientras calentaba agua en una porra vieja de aluminio.

Los perros, la Canela y el Caramelo, ladraron. Vi al Bobby, mi primer perro. Estaba tendido en el patio, cerca del pozo, al lado de las grandes piedras azules. Blanco y café de leche con el pelo largo. Me arrodillé a su lado, le acaricié la cabeza, el lomo y el pecho, ya no jadeaba, pero estaba calientito, recién ido, en el reino de los perros muertos. El Bobby era juguetón, corría entre los troncos que se apiñaban con la marea en la costa de la ensenada, entre manglares, se metía al agua hasta el pecho, nadaba sacando apenas la cabeza, acompañándome en la búsqueda de chacalines para carnada y así pescar en el muelle de la Texaco por las tardes y las noches, siempre con el Bobby al lado. Mi padre lo metió en un saco y bajó al muelle desde donde lo tiró al agua. La corriente se lo llevó. Dolido lloré como se llora por la muerte de un ser humano querido. Nunca volví a llamar Bobby a otro can, para qué, que permanezca en los recuerdos el primero y único para siempre. Hubo otros, pero ninguno será como el perro que crece con vos siendo niño.

Preparé el té y regresé a la computadora, tratando de salvarle la vida a muchos en el papel: a los desnudos, los dolidos, los sin casa, los sin causa, los penitentes, los perseguidos, los que se van buscando vida, los que desaparecen para siempre. Pero no a todos se puede salvar, no deberían de existir, no hay justificación para ello.

Seguí vaciando mi cerebro con el sonido chirriante y metálico de las teclas viejas, tic, tic, tac, tac, tac, tic, tic, tac, y el del  cling de la campanita al golpear la palanca del retorno del carro. Fue un regalo que me hizo mi padre cuando me gradué de sexto grado. Primero me dio la máquina y luego el método sin profesor para escribir con todos los dedos de las manos. Por las tardes, después de regresar de clases en Bluefields, hacía los ejercicios, pero resultaban demasiado aburridos, cerraba la máquina y corría al campo de béisbol a jugar perreras con los amigos de la UVA y otras veces contra el equipo de la Booth. Nunca logré el arte de usar todos los dedos, siempre he usado cuatro, los índices y los medios, pero con el tiempo a gran velocidad, sin ver las letras.

¿De dónde surgió la idea de que necesitaba una máquina de escribir? Del medio, del entorno, un mundo de oficinistas al cual pertenecían mis tíos, Felipe, Gustavo, Pablo, Jorge y mi entrañable abuelo Felipe. Al tocarles las manos sentía los cayos que tenían en las yemas de los dedos de tanto pulsar las teclas de las máquinas de escribir para elaborar pólizas, declaraciones, manifiestos y todos los trámites requeridos para la importación y exportación de bienes a través de el puerto de El Bluff, destinados a Bluefields, el resto del país y para el mundo. Allí conocí a los más veloces del tecleo, los number one de esos tiempos, Eustacio Alfredo Chow, llamado el chino Chow, a Jimmy Wilson, Rafael Montero, Zoilo Carrasco, Charles Bacon, Ernesto Morales, Guillermo Bermúdez, Pablo Álvarez y otros que se pierden en la nebulosa de los recuerdos y que fueron comandados en la aduana por el coronel Alejandro Peters, el legendario coronel alma de niño

Con el tiempo la máquina portátil volvió a su estuche de plástico y la guardé en el cuarto compartido con mi hermano Tony. Veinte años después me fue útil, cuando estudiaba en la universidad y, al vérmelas sin remedio, tuve que desempolvarla, limpiarla, aceitarla, regular las guías de los tipos y cambiarle cinta porque estaba abandonada. La guerra me desfasó en los años de estudios y al reincorporarme me encontré que debía sacar 12 clases en un semestre, repartidas en tres turnos, mañana, tarde y noche, para poder nivelar el plan de estudios que resultó ser un verdadero desastre, teniendo que llevar clases con alumnos de segundo, cuarto y quinto años de la carrera. 

No podía andar cargando tantos cuadernos en la mochila y se me vino la idea de partir una resma de papel bond en tres partes iguales y empastarlas. Una para cada turno, me dije y en el cuarto de resma anotaba todas las clases. Luego, en casa, las pasaba en limpio a los cuadernos no sin antes visitar la biblioteca para leer sobre el tema del cual me surgían dudas, vacíos o lagunas. Al quedar satisfecho, tomaba la máquina de escribir portátil y el tecleo inundaba la casa hasta pasar todas las del turno en limpio, con una copia en papel carbón, y luego archivarlas en ampos según materias: bioquímica, microbiología, nutrición, y más, muchas más. 

De esa manera ordenaba las clases y así no debía de quebrarme la cabeza para estudiar, prepararme para los exámenes, porque con tomar notas en el aula, copiarlas en el cuaderno, ampliar en la biblioteca y pasarlas a máquina de escribir ya estaba preparado, sólo me bastaba un par de leídas antes del examen y listo, déjelo venir como quiera. 

Esas clases en limpio, a máquina de escribir, eran bien cotizadas por mis compañeros de clase: se me perdió el cuaderno, voy a sacarle una copia, no la tengo, préstamela, ese día no asistí a la clase, y otras quejumbres para que se las prestara como si la copia se le iba a transferir al cerebro por osmosis, decime vos, pero se las prestaba. Esos fueron los momentos combativos de la máquina de escribir portátil, veinte años después aproveché al máximo el regalo de mi padre. 

Incorporado en la vida laboral dejé de escribir a máquina, para ello las secretarias, los asistentes, pero seguía el ritmo de sus veloces tecleos para copiar los informes que elaboraba a mano y debía presentar sobre aspectos que les preocupaban a los jefes empleados de los jefones, informes que iban para arriba en el escalafón de las intrigas. Luego se nos vino encima la revolución digital y allí ni modo, a entrarle a las computadoras. Entonces me di cuenta de que la experiencia con la máquina de escribir portátil me facilitó enormemente las cosas en los trabajos que desempeñé por muchos años. ¡Gracias papá, mil gracias! 

Nunca supe dónde terminó, cuando le pregunto a mi mujer responde que no lo recuerda. Como todas las cosas buenas que tenemos en la vida, de pronto, sin darnos cuentas, desaparecen y bastante tarde las valoramos. Hoy quisiera tenerla  y que durara para siempre a mi lado, aunque era una simple máquina de escribir portátil, hoy la considero como uno de los mayores tesoros que he poseído. 

Nueva Guinea
18 de Enero de 2021.