domingo, 4 de agosto de 2019

EL HOMBRE DEL ROSTRO TRISTE


El hombre pidió pasada con un gesto de tristeza en su rostro, deslizó suavemente su cuerpo corpulento y ocupó el asiento pegado a la ventana. Eran las ocho de la mañana con diez minutos. Me encontraba sentado en el asiento del pasillo por orientación del conductor, a la espera de los pasajeros que aprovechaban la parada de quince minutos para ir al baño y desayunar en el comedor La Choza de Nueva Guinea. El ayudante, un hombre joven, moreno y con el pelo chirizo cubierto de gel, tomó mi maleta y la colocó en el portaequipaje ubicado encima de los asientos. El estrecho pasillo dividía el bus en dos secciones de veinte asientos a cada lado, y al fondo, en la última fila de asientos, permanecía una pareja de enamorados.

Cinco minutos después, unos quince pasajeros abordaron el bus expreso entre Bluefields y Managua, el ayudante cerró la puerta corrediza, el conductor aceleró el motor para continuar el viaje, y con la sacudida, sentí el roce del cuerpo del hombre que se había sentado al lado.

“¿Usted es de Bluefields?”, pregunté.

“Sí”, respondió y volteó el rostro.

Fue un sí desganado, uno de esos sí que se dicen para salir del paso y evadir la conversación con un desconocido que se ha sentado al lado interrumpiendo la holgura de espacio, la privacidad del viaje y los pensamientos.

“¿A qué hora salieron de Bluefields?”

 Me observó con detenimiento y noté el color moreno de su piel, las facciones finas de su rostro envejecido, sus ojos color café claros, las paperas de su cuello y sus manos grandes y arrugadas que se aferraban con firmeza a la cabecera del asiento de enfrente. “Antes de las seis de la mañana”, dijo.

“Siempre que viajo a Managua trato de tomar el bus de esa hora”, comenté.

No hizo comentarios. Reclinó su cabeza en el asiento y miró hacia la ventanilla empañada por la lluvia desde la que pasaban árboles, cercas de alambre, casas y vehículos intermitentes.

Traté de estirar las piernas pero mi rodilla izquierda asimiló la estrechez del espacio existente con el asiento delantero. Miré hacia atrás y noté a los pasajeros ocupándose de sus cosas, unos con el teléfono móvil en las manos mensajeando, otros escuchando música con los auriculares puestos y la mayoría tratando se dormir. Tomé mi tableta de la mochila para leer, entonces me di cuenta del sonido estridente de la música, ranchera y de banda, que el ayudante del bus seleccionaba de una memoria externa conectada a un pequeño equipo de sonido colgado del techo detrás del asiento del conductor.

Rechinaron los frenos, crujió la carrocería sobre un reductor de velocidad y por unos segundos el bus se detuvo. La puerta se abrió dándole paso a un vendedor que ofrecía bolsitas de maní tostado cubiertos de azúcar. El vendedor me ofreció un semilla para probarlo pero le dije que no, muchas gracias, mientras la gran mano del hombre de al lado se extendía para tomarlo, llevárselo a la boca de prisa y pedir una bolsa. Bueno, a los bluefileños les encanta el maní, pensé al verlo masticar y degustarlo como un niño a punto de tener un empacho. Al regresar del fondo de bus, el vendedor depositó una bolsa en el tablero del bus, frente al conductor y el ayudante. Un tributo por la entrada a vender, pensé y unos minutos después se bajó del bus.

Traté de concentrarme en la lectura pero fue imposible, recliné la cabeza, cerré los ojos para tratar de dormir pero tampoco pude hacerlo. El teléfono móvil fue mi distracción hasta la parada de Juigalpa donde se detuvo el bus por quince minutos. Allí fui al servicio, pedí una gaseosa y un pico de piña. El hombre del asiento de al lado pidió cigarrillos pero le dijeron que no vendían. Fuera del local, los caracoles negros, lo vi tomarse una gaseosa acompañada de pan dulce y me pareció mucho más alto, casi llegando a los seis pies pero un poco encorvado. La edad no perdona, pensé y entró de primero al bus.

Luego del arrancón levantó su mano derecha para llamar la atención del ayudante y al tenerla le dijo: “Recuerde que me voy a bajar en el aeropuerto”.

“¿Va a tomar un avión?”.

“Si”.

¿Hacia los Estados Unidos?

“A Miami, pero primero a Fort Lauderdale, allí me esperan”.

“¿Allá tiene familia?”

“Sí, mis hijos”.

“¿Y en Bluefields?”

“Solamente un hijo”.

“¿Va de vacaciones?”

“No, no. Vivo en Miami desde hace 42 años”.

“Wow, desde hace mucho tiempo”, dije. No respondió pero noté que en su rostro una sonrisa esquiva. ¿Qué le parece Bluefields, el Bluefields de estos tiempos?

Se quedó pensativo, parpadeando uno segundos como tratando de ubicarse en un sitio oscuro. Respiró profundamente, estrechó sus manos y regresó la mirada. “Bluefields es otra ciudad con mucha gente de afuera que busca sobrevivir de cualquier manera y eso provoca delincuencia, violencia y crimen. La gente tiene miedo y vive encerrada en sus casas como en una jaula, con las ventanas cubiertas de hierro esperando un milagro para salvarse”.

“Yo soy de El Bluff, pero desde hace 23 años vivo en Nueva Guinea”, dije.

“¡De El Bluff!”, dijo.

“Sí de El Bluff”, respondí y dije mi nombre.

Me quedó viendo con detenimiento, escudriñándome con desconfianza.

“Yo trabajé en el muelle de El Bluff como estibador cuando era joven”, dijo con satisfacción en el rostro.

“Yo recuerdo, cuando estaba chavalo, quizás de unos diez años, que casi enfrente de la agencia aduanera de don Octavio Bustamante, los estibadores que trabajaban en el muelle instalaban su cocina en una casa vieja de madera. Al pasar por allí el ambiente se llenaba del aroma de las comidas que preparaban los cuques, aroma de la comida creole”, dije.

“¡Oh, sí!, dijo. Eran verdaderos cocineros, nos trataban bien, hasta nos preparaban el pan porque un hombre que trabaja hasta tarde en la noche, cargando un barco mientras dos o tres estaban anclados en la bahía esperando su turno para ser descargados, debe de comer su comida caliente”, dijo y noté su entusiasmo en la conversación.

Fue inevitable mencionarle a Felipe Álvarez, quien trabajó muchísimos años, casi toda su vida, como jefe de la bodega de la aduana. “Es mi abuelo materno, ¿lo recuerda?”

“Claro que sí, lo conocí muy bien. Estaba pendiente de nuestro trabajo dentro de la bodega y junto a los agentes aduaneros nos indicaban donde acomodar la mercadería que descargábamos. Tocaba una campana que indicaba la hora de entrada y de salida a los trabajadores”, dijo.

Uno de los pasajeros de enfrente abrió la ventanilla y el aire fresco se esparció entre nosotros. El bus volvió a frenar, se detuvo y se abrió la puerta. Una mujer subió mostrando una gran sonrisa y hablaba con el ayudante y el conductor como viejos amigos. Cargaba una pana de plástico y una cubeta. Comenzó a caminar por el pasillo ofreciendo rosquillas, bollo dulce y otras cosas de horno. Ni él ni yo le compramos.

Busqué en el teléfono una foto del muelle de El Bluff. Es una foto tomada en los años 40, en blanco y negro, y se la mostré. Miré, le dije acercándole el teléfono, un barco a vapor, se ven los estibadores en su labor, el edificio de la aduana cuando aún no tenía un segundo piso, una lancha o “pos pos” que viaja a Bluefields, la isla del Venado, Half Way Cay y al fondo el cerro Aberdeen.

“Es el mismo muelle”, respondió.

“Entonces usted conoció a mi tío Felipe, el cajero de la aduana”, dije.

“Sí, claro que sí y también a Jorge y a Pablo”, dijo.

“Ellos eran mis tíos”, dije.

“A tu mamá la conocí cuando era jovencita y luego se casó con tu papá, Mr. Hill”.

“¿También conoció a mi papá?”

“Sí, fui marino en uno de sus barcos camaroneros, en el Nilska Lorena, lo conocí muy bien, siempre estaba hablando y dando bromas a la tripulación”.

“Ellos fallecieron, están sepultados en Utila, una isla de Honduras, están juntos como siempre lo estuvieron”, dije y sentí una pesadez en la garganta.

“El Bluff de esa época no volverá”, dijo. “Pobre gente, tanta pobreza”.

“¿Usted conoció a Mr. Allen?

“Por supuesto, el watchman, siempre estaba alrededor de nosotros cuando estábamos cargando o descargando. También recuerdo a Bortey, a Pilito, a Chaguito Bermúdez, Juan Ramón Acosta y a otros que por ahora olvido”.

“Si menciono a los que yo recuerdo, estoy seguro que usted los conoció”, dije.

Se carcajeó, al fin, fue una risa que estremeció todo su cuerpo y luego hubo un momento de silencio entre ambos. El ayudante se acercó para pedirme el pago del transporte. Noté que pasábamos San Benito. El hombre volvió a recordarle al ayudante que se bajaba en el aeropuerto.

“¿A qué hora sale su avión?”

“Por la noche, a las nueve de la noche”, dijo.

“Va a pasar bastante tiempo en espera del vuelo”.

“Si, pero tiempo tengo suficiente, no tengo ninguna prisa”, respondió.

“Discúlpeme, ¿cuál es su nombre?”, pregunté.

“Mr. McElroy”, dijo sin mencionar su nombre.

El bus se detuvo frente a la primera entrada del aeropuerto, salí al pasillo para darle pasada. Le di mis deseos de un buen viaje y, al bajar las gradas del bus, se giró para decirme adiós con las manos mostrando una sonrisa en su rostro.

Lo vi alejarse desde la ventana. Cruzó la calle y se adentró en el predio del aeropuerto con sus pasos cortos y pesados, cargando una pequeña maleta. Luego lo perdí de vista. A mi lado quedaba el espacio vacío de este hombre que vivió una de las mejores épocas de Bluefields y El Bluff, un testigo de la grandeza de esos años. Que buen viaje he tenido, pensé al bajarme en la parada de buses de Atlántico. Ni cuenta me di del tiempo transcurrido, pensé al ver la hora.

Domingo, 4 de agosto de 2019.