lunes, 2 de septiembre de 2019

LLUVIA DE CARAMELOS



Un chavalo protegido del sol por un gorra, vestido de pantalón corto azul y una camiseta blanca, camina con sus botitas de burro sobre un tramo de carretera de macadán en dirección a la pista de aterrizaje.

Frente a él, cruzando la pista, se levanta un promontorio rocoso y rojizo con escasa vegetación en el que pastorea un rebaño de cabras. Al llegar a la pista, a su derecha y en la distancia, un corte del terreno en V se abre sobre el mar y más allá observa el oleaje reventando en la línea de playa de la isla del Venado. Arriba del corte el bosque es denso y, siguiendo el curso de una ladera, desaparece en el fondo de una ensenada donde se mezclan las aguas de la bahía con las del mar.

Va en dirección a la casa pintada de rosado que hace funciones de terminal. Observa en lo alto de un palo un tubo rojo de tela abierto en dos lados que se levanta paralelo al terreno dando bandadas con la abertura más estrecha apuntando hacia el oeste. Ha caminado desde su casa pasando por los tanques de la Texaco, el comedor de Las Chinitas, el taller de don Chon, los tanques de la ESSO, la planta de la Booth, el tramo de carretera hasta llegar a las casas de La Colonia y, desde allí, un trecho pequeño que desemboca en la pista.

Escucha el rugir de un motor que irrumpe en el aire y corre hacia la casa rosada con toda la fuerza y velocidad que sus piernas pueden dar. En el promontorio las cabras se alejan al galope buscando refugio y ve el avión Douglas DC3 color amarillo volando sobre la pista que bate las alas como mariposa en señal de saludo. Vuelve la mirada hacia la izquierda, hacia el sector de la loma del faro y observa un grupo de chavalos que corren hacia la casa y otro que se aproxima desde el sector de La Colonia. Busca en lo alto al avión, no lo ve pero escucha el sonido del motor al lado del bosque que se torna más leve en el fondo de la ensenada. Los dos grupos de chavalos se aproximan corriendo a la casa rosada.

“No nos esperaste”, le dice un chavalo cabezón que tiene el pelo chirizo.

“Te adelantaste”, le dice otro, un chavalo flaco de piernas largas.

El chavalo no responde, no les presta atención. Está pendiente del avión, solamente sonríe mientras los dos grupos se aglomeran frente a la casa rosada desde la cual han salido dos hombres que se dirigen a la pista. Desde el sector de La Colonia llega un jeep verde seguido por un tractor al que va acoplado un trailer.

El chavalo corre detrás de los dos hombres. Llega a la pista, mira hacia el corte en V que se abre al mar y observa a lo lejos el avión amarillo que comienza a descender, planeando sedita, sin escuchar el ruido del motor por la fuerza contraria del viento. Está maravillado, no puede creerlo, pero ahora sí, así como viene, suspendido en el aire, casi sin moverse, esplendido y majestuoso por el contraste que hace el color amarillo con el cielo azul y blanco caribeño, como a la espera de que sus manitos lo atrapen para jugar con el todos los días en el patio de su casa, se da cuenta que es cierto y cae en ello, ahora sí, lo ve y siente los golpes de su corazoncito palpitante y brinca, brinca de emoción, grita, grita con todas sus fuerzas para que lo escuchen en toda la bolita del mundo: ¡allí viene, allí viene!, y corre, corre de regreso al grupo compuesto por unos veinte chavalos, se le tira encima al cabezón de pelo chirizo, lo abraza, da saltos, lo suelta y hace lo mismo con el flaco de piernas largas y nota que todos lo hacen, todos se abrazan, brincan y gritan emocionados.

El avión toca la pista y el estruendo de los motores lo saca del trance en que se encuentra. Lo ve pasar a mil por segundo, ahora sí lo oye entre los gritos y la algarabía, siente que tiembla la tierra, la fuerza y el peso del avión lo zangolotea, impresionado lo sigue con la mirada extasiada, nota la efervescencia del calor que desprenden los motores y que rebota en el asfalto al hacer la maniobra de giro frente a la loma del faro con el azul del mar como telón de fondo.

“Alístate”, le dice el chavalo cabezón.

Se han calmado pero están atentos, sus sentidos en alerta.

El avión se acerca frente a la casa rosada y se apagan los motores. Los dos hombres aseguran el tren de aterrizaje y el que conducía el jeep verde —usa camisa desmangada, lleva barba en forma de pera y un habano en sus labios— se acerca al avión. Se abre la puerta cercana a la cola. El hombre del habano conversa con dos miembros de la tripulación, saluda al piloto quien desde la ventanilla de la cabina habla con él en inglés y les hace señales para que se acerquen.

Los chavalos se agrupan frente a la puerta formando una U. Desde el avión se escucha que mueven bolsas y cajas de cartón. Uno de los tripulantes se asoma a la puerta, rompe una bolsa de caramelos y la lanza. El grupo se avalancha sobre la puerta, la U ha desaparecido, ahora es un molote que con la mirada fija en los caramelos y los brazos abiertos espera que caigan al suelo mientras el otro tripulante tira sobre ellos una bolsa de chocolates. La lluvia de caramelos y chocolates sigue cayendo y cayendo mientras, como en una piñata, gritan y se dan empujones en el suelo, cada cual recogiendo a dos manos lo más que pueda, llenado las bolsas de sus pantalones y, al lograrlo, se quitan la camisa formando un saquito para llenarlo.

La algarabía dura varios minutos. Los chavalos se alejan poco a poco de avión pendientes de lo que el otro ha podido recoger mientras los hombres han colocado la escalera en la puerta para descargar y cargarlo.

“Vos agarraste más que todos”, dice el chavalo flaco de piernas largas dirigiéndose al cabezón.

“Que va a ser, mirá el montón que lleva aquél”, le contesta el cabezón señalando a uno del grupo que regresa a sus casas por el lado del faro mientras ellos se dirigen al tramo de La Colonia.

“Así debería de llover todos los días”, dice el chavalo de gorra y los tres ríen a carcajadas despareciendo de la pista.

1 de Septiembre de 2019