miércoles, 26 de septiembre de 2012

¡ES UNA NIÑA, UNA NIÑA!


Ella lo deseaba, siempre lo había deseado, pero una racha de nacimientos de niñas en el barrio intensificó sus deseos. Al conocer la noticia, visitaba a cada una de las mujeres, la mayoría amigas, y regresaba a la casita del barrio Palo Solo de Juigalpa donde vivíamos con el rostro iluminado. “¡Vieras qué niña tan linda!”, “preciosa, una muñequita bella”, me contaba. Teníamos tres hijos varones y desde el segundo anhelábamos una niña.

Eran tiempos difíciles, tiempos de guerra, de escasez de todo lo imaginable: pasta dental, jabón, pañales y de largas colas para obtener lo básico en el centro de abastecimiento. El salario no cubría nuestras necesidades y me aventuré como docente en el Liceo Agrícola y el Instituto Nacional de Administración Publica para solventar la situación: daba clases por la mañana, regresaba al trabajo donde tenía autorizado ausentarme y por las noches. La rutina era la misma de lunes a viernes. Entre los tres trabajos aseguraba menos de cien dólares y sobrevivíamos. No habían estrenos, pero ella se las ingeniaba: cocía mis camisas, teñía mis blue jeans, cambiaba el elástico de mis calzoncillos, la ropa de los chavalos se heredaba del mayor al menor, pero siempre les comprábamos sus zapatitos burros.

Siempre estaba pendiente de los embarazos de sus amigas. En esos tiempos no había cómo darse cuenta del sexo mediante un ultrasonido, pero recurría a secretos de las abuelas. En la salita de la casa levantaba una cadena sobre la palma de la mano de su amiga embarazada que se movía como péndulo y, según la orientación que tomaba, diagnosticaba el sexo: en dirección a la barriga, mujer y lateral a ella, varón. Los ojos de sus amigas se maravillaban según el deseo y, si no estaban convencidas, volvía a practicar el secreto. También, dependiendo de la forma de la panza les auguraba el sexo: una panza redonda albergaba una niña y una puntiaguda un niño. Nunca fallaba en sus predicciones, la mayoría se marchaban contentas.

“En ésta paridera de mujeres me voy”, dijo una noche por el entusiasmo de ver tantas niñas que nacían. Ella siempre determinó cuándo salir embarazada respetando una diferencia de cuatro a cinco años entre embarazos. Sin entrar en detalles, porque podes imaginártelo, hicimos el amor y, en el momento ansiado, algo se desprendió de mis entrañas recorriendo todo el cuerpo, un torrente eléctrico desgarrador, una mezcla de placer y dolor, un destello prendido en mi frente que nunca antes había experimentado. ¡Estás preñada!”, “¡es una niña!”, le dije con el corazón a punto de reventar. Al describirle por qué de mi certeza, sonrió y dijo “sólo sos mentiras”.

Regresé de dar clases, a eso de las diez de la noche, nueve meses después, mis padres y mi suegra estaban a la espera de otro nacimiento. Ella misma se hizo las pruebas de la cadenita, modelaba con su enorme barriga frente al espejo; siempre dudaba, pero había alistado cosas para una niña con colores neutros y hasta chapitas de oro. Corregía unos exámenes y noté el movimiento de mi suegra y de mi mamá en la casa, un ir y venir desesperado detrás de ella. “Ya es hora”, dijo mi suegra; junto a mi padre nos trasladamos al hospital Asunción donde la ingresaron a la sala de labor y parto sin dejarnos estar a su lado, sólo a mi suegra se lo permitieron. Salimos al exterior del hospital y la espera se hizo interminable. A la una de la mañana nos avisaron que todo había salido bien, pero sin decirnos si era niño o niña.

Caminé ansioso por los pasillos iluminados, mi padre iba a mi lado. Cuando salimos al de maternidad vimos en el fondo a mi suegra sosteniendo en sus brazos a una criaturita. El corazón me palpitaba intensamente, más y más cada vez que me acercaba a ella. ¡Otro varón!, dijo mi suegra cuando estábamos frente a ella. Sentí desilusión, un dolor interior convertido en resignación y me disponía a acogerlo en mis brazos cuando mi padre dijo: ¡No fuck, quitémosle el pañal! Mi suegra trató de detenernos dando dos pasos hacía atrás pero era inevitable, mi padre movió hacia un lado el pañal y gritó eufórico: ¡Es una niña, una niña!, y mi suegra sonriendo me la cedió para que la chineara. La apreté con delicadeza en mi pecho, sentí el calor de su frágil cuerpecito, vi el intento que hizo por abrir sus ojitos, acaricie sus mejillas y manitos, noté al fin las chapas en sus tiernas orejitas y respiré lleno de dicha. Cuando llegué a ella, su rostro mostraba la ternura que sentí al tener en brazos a mi hija.

Lunes, 24 de septiembre de 2012

martes, 11 de septiembre de 2012

¡BUENAS!, ¡BUENAS!

Despierto, vuelvo la mirada hacia ella, aparto la colcha suavemente y me incorporo. Con la palma de los pies busco las chinelas, las reúno, las tomo de los ganchos para alzarlas y, con la mano izquierda, levanto lentamente el manojo de llaves que descansa en la mesa de noche.

Observo el amanecer a través del color ámbar de la cortina que cubre la ventana, deposito suavemente las llaves en la bolsa del pantalón corto y, en dirección hacia la puerta de la habitación, giro hacia la derecha evitando estrellarme contra el abanico. Me detengo frente al tocador, el reflejo de la tenue claridad en el espejo es mi guía.

Oprimo las chinelas con el brazo en mi costado izquierdo, tomo el encendedor y la cajetilla de cigarros, los coloco en la bolsa derecha, doy tres pasos sobre el piso de baldosa, tomo la cerradura de la puerta, la giro con cuidado, halo la puerta evitando el crujir de las bisagras, salgo al pasillo y escucho ¡uuummm!; es ella, estirándose placenteramente en su cama.

Calzo las chinelas. En dos pasos estoy frente al lavamos y enciendo la lámpara. El agua está fría, sólo en la ducha tengo agua caliente y, luego de lavarme la cara y cepillarme los dientes, mi primer deseo es tomarme una taza de café humeante. “Otro día”, pienso luego de secarme con la toalla y verme en el espejo.

Camino hacia la sala, observo el gris amanecer a través de los ventanales, abro la puerta y salgo al corredor humedecido por la bruma. Respiro profundamente, en los árboles el canto de los pájaros anuncia el forcejeo de los rayos del sol con la neblina por aclarar el día. Hace frío, bajo las gradas, salgo al porche y camino por el andén hacia la cocina. En lo alto, la cima de la colina dormita cubierta por el manto lóbrego de la mañana.

Froto con la camiseta mis lentes empañados, saco las llaves de la bolsa y abro la puerta de acceso a la cocina. Enciendo las luces, lleno un cuarto de la cafetera con agua y la enchufo en el tomacorriente. Me acompañan el ruido del motor de la refrigeradora, los platos, los vasos, tenedores y cucharas y, sobre un estante de tres secciones, plátanos, papas, chayotes, zanahorias, yuca, quequisque, piñas, bananos y una cabeza de ajo.

Hiervo el agua, llega el momento esperando, la vierto sobre el café y se desprende el aroma que termina de despertarme. Debajo del alero de la cocina, en el salón de restaurante, me siento en una silla, doy dos sorbos de café y enciendo un cigarrillo. Me quedo pensativo viendo cómo aclara el día, el saltar alegre de los pájaros, el movimiento de las hojas provocado por el viento que fluye desde el Este, destilando gotas de agua, y escuchó el aleteo de la Tieta.

Abro la puerta posterior de la cocina. Al verme dice “¡Buenas!, ¡Buenas!”, espera su recompensa. Levanto la ventanilla de la jaula, baja hacia mi mano y, antes de atrapar la rodaja de pan con su pico, vuelve a decir agradecida “¡Buenas!, ¡Buenas!” Una hora después ella llega, entre dormida y despierta, se acomoda en la mecedora mientras le preparo su cafecito; “¡en la taza de la Virgen!”, escucho que me dice.

Regreso a la silla, bebo café, enciendo otro cigarrillo y pienso que este es un buen tema para darles los buenos días. “¿En qué estás pensando?”, me pregunta. “Ya te vas a dar cuenta”, le contestó al dirigirme a mi oficina. Escribo.

Domingo, 9 de agosto de 2012.

martes, 4 de septiembre de 2012

EL PRÁCTICO

De la programación semanal, elaborada por la aduana en conjunto con las agencias aduaneras, dependía su labor y paga; señalaba la ruta de los barcos mercantes que entraban y salían por la barra a través de un canal imaginario, sin boyas ni indicios que marcaran la ruta a seguir, evitando que encallaran llenos de mercancías en el seco estrecho color terroso existente entre la isla del Venado, la isla de Miss Lilian, el casco hundido del Jamaica y el promontorio rocoso de la península que se extiende amenazante bajo la quilla de los barcos al atravesarlo. En tierra firme, disfrutando la comodidad del corredor de su casa de madera y tambo ubicada en el barrio “Tres Cruces”, pintada de verde con ribetes blancos en marcos de puertas y ventanas, esperaba atento el llamado por radio para acudir, en una pequeña embarcación de madera, al auxilio de experimentados y diestros capitanes de navíos que ondeaban banderas de diferentes nacionalidades.

Todos lo conocían como “el práctico”, pero su nombre era Frank. Arriesgaba su vida al abordar los barcos en altamar, maniobrando su lancha al vaivén de las olas, apareándola a sotavento con el casco del navío en movimiento para subir en escaleras de gruesas sogas marinas a la cubierta. Brindaba el primer saludo a los tripulantes y al capitán, liberándolos de riesgos y preocupaciones con sus indicaciones hasta atracar en el muelle de la aduana, donde una comitiva conformada por agentes aduaneros, el capitán de puerto y oficiales de aduana, esperaba ansiosa al escuchar los pitidos alegres del buque, desplazándose lentamente sobre las aguas mansas de la bahía.

Desde la cubierta del barco, situado lateralmente a unos veinte metros del muelle, con la fuerza de sus motores haciendo girar las hélices que alborotaba las aguas contra la corriente, los marinos lanzaban una pelota pesada del tamaño de una manzana adherida a las gruesas amarras por un mecate fino que al caer los estibadores atrapaban y halaban hasta engancharlas en los amarraderos metálicos. Frank seguía con atención la maniobra y, una vez atracado el barco, se despedía del capitán, quien menos tenso y agradecido le hacía regalías: chocolates, caramelos, cigarrillos y licores. Tras la orden del capitán, los ansiosos tripulantes bajaban la escalera de acceso al barco hasta afirmarla con seguridad en el muelle. Frank era el primero en bajar, recibía el saludo y felicitaciones de la comitiva que se disponía a abordar ante un gentío curioso que se aglomeraba en el muelle, confundiéndose con los estibadores; se escuchaban saludos, gritos de alegría, citas nocturnas, buenas y malas nuevas desde el barco y el muelle, mientras la comitiva subía con el inspector de aduanas encabezándola.

De pie, sobre el balcón del segundo piso del edificio de la aduana, el coronel Alma de niño observaba satisfecho los movimientos en sincronía del personal en el muelle y con gentileza saludaba al capitán, moviendo sus manos temblorosas, en señal de bienvenida al puerto. “Sin Frank estamos perdidos”, le decía con su voz entrecortada a Zoilo, su asistente, al verlo abordar su pequeña embarcación de madera para dirigirse a Bluefields, mientras la inspección rutinaria se desarrollaba: revisaban manifiestos de carga, documentos de la tripulación y equipaje, el estado sanitario, las bodegas y cubierta, y las normas de seguridad, concluyendo en la cabina del capitán donde eran invitados a degustar platillos para la ocasión y brindar por el feliz arribo y una placentera estancia en el puerto. Bajaban contentos con bolsas llenas de regalías que posteriormente compartían con sus familiares y amistades.

Las plumas del barco elevaban los fardos de mercancía importada en redes de mecate hasta bajarla en el muelle y con agilidad los estibadores la trasladaban en carretillas de mano y de cuatro ruedas a la inmensa bodega sin detenerse hasta altas horas de la noche, acudiendo por turnos a degustar su cena de platos caribeños que el cuque preparaba en una vieja casa de madera cercana al muelle. Los marinos regresaban embriagados de las cantinas, cantando canciones y extasiados del amor que obtenían con regalías y pocas monedas, mientras ellos seguían en su labor.

A las siete en punto de la mañana, cinco campanadas daban el aviso para comenzar nuevamente y los agentes aduaneros revisaban las mercancías con documentos en mano para cancelar aranceles y trasladarla a Bluefields en lanchones de carga, donde atiborraban establecimientos comerciales de chinos, árabes y nacionales. La ciudad se mostraba esplendorosa con la actividad comercial que mantenía iluminada y llena de vida sus calles y avenidas, donde sus habitantes adquirían artículos importados de primera a bajos costos, orgullosos de su ritmo y calidad de vida.

Finalizado el descargue, planas y lanchones se juntaban al barco para llenar sus bodegas con productos de exportación: bananos, ganado en pie, madera preciosa y mariscos. Al atardecer, el práctico retornaba al puerto en su pequeña embarcación. El capitán del navío sonaba el pitillo, ahora con un tono ronco, anunciando su salida. Las amarras se soltaban, las aguas volvían a alborotarse al girar a babor contra la corriente y Frank trazaba la ruta segura hacia las aguas azules que enlazaban la ciudad y el puerto con otras culturas caribeñas.

Ronald Hill A.
Viernes, 24 de agosto de 2012