Atrás quedaron sus rutinas, sus amores infantiles, la bruma fresca que viste de gris los amaneceres, el sonido ensordecedor de la lluvia sobre el techo, el denso bosque sobre la colina refugiando vida, el paso incesante de campesinos con manojos de leña sobre sus hombros y de lentos bueyes, las manos migrantes que lo visitan y estrecha, sonrisas que desaparecen en instantes. Allá, a lo lejos, en el horizonte, la cordillera majestuosa inamovible descansa, cubierta de encantos y marcada por recuerdos del pasado como las heridas de sus faldas.
Con los pies en la arena, inspirados en fiesta sus sentidos, apenas su vista alcanza a elevarse sobre el mar. La añoranza lo vuelve a sorprender, pensó en idilios del pasado con la alegría de un escritor que ha publicado su primera novela. Encontró aire puro y fresco que invadió sus pulmones, soledad en el horizonte, donde se vio con sirenas a su lado; tenía para su intimidad el azul del mar y el blanco de las nubes, los colores de su bandera, de la cual, descubrió, hacen en nombre de ella los gobernantes a su antojo. Desvaneciéndose un velero a lo lejos, lo tomó del mástil acercándolo a la seguridad del puerto y pescadores saludó en la playa con miles de peces atrapados en sus tarrayas.
Caminó hasta perderse tras la búsqueda de imágenes. Al regresar, descubrió la dicha de vivir, el tiempo preciso y la paz necesaria para describir nuevas imágenes. Atrapó una, dos, tres y, sin descanso, su cabeza llenó de ellas, archivadas en su memoria para continuar en su insaciable manía de escribir por la vida.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Viernes, 02 de septiembre de 2011