jueves, 28 de febrero de 2013

EL AROMA DE JENGIBRE


Un hombre delgado, alto y con cabello blanco entró al salón; al acercarse a la barra le pidió un cuchillo al mesero. Me di cuenta que era extranjero, posiblemente un sureño que ha perdido su acento por el paso del tiempo. En su mano derecha cargaba un rizoma de jengibre de tamaño mediano y en la izquierda un teléfono celular.

    Quiero hacer una prueba —dijo mostrando al mesero el jengibre.

El mesero entró a la cocina y, al salir, le entregó el cuchillo. El hombre dio las gracias, caminó hacia un lado del salón donde los primeros rayos de sol iluminaban el bordillo de ladrillos de barro. El mesero quedó viéndolo y se dirigió a su lado. El hombre hizo varias rebanadas horizontales sobre el bordillo, las colocó una cerca de la otra y, con la cámara del teléfono, tomó varias fotos. Me encontraba desayunando y desde el extremo opuesto los observaba.

    ¿En qué consiste la prueba? —preguntó el mesero.
    El color es importante, entre más oscuro mejor —respondió con convicción.

El hombre, casi doblado sobre el bordillo, se mostró sonriente. Yo necesitaba otra taza de café pero no quería interrumpir la indagación del mesero.

    Ahora, el aroma —dijo el hombre. Tomó cada una de las rebanadas y las olfateó profundamente —. Entre más intenso, mejor calidad —agregó.

Con el cuchillo hizo trozos de dos rebanadas. La fragancia del jengibre se intensificó, igual que los rayos de sol en la penumbra del salón; en los alrededores se escuchaba el canto mañanero de los pájaros.

    Hay que degustarlo —enfatizó el hombre.

Se llevó a la boca dos trozos de jengibre y los masticó intensamente. El mesero lo observaba atento, como esperando su reacción al sabor. Desde la cocina se escuchaba el ruido de platos, tazas y cubiertos que eran lavados.

    ¡Aaah! —expresó el hombre y el mesero sonrió.
    ¿Cómo está? —preguntó.
    Bueno, muy bueno —dijo luego de escupir sobre el bordillo—. Toma, guárdalos —agregó, entregándole al mesero las rebanadas, los trocitos y el cuchillo.
    ¿Qué hago con ellos? —preguntó el mesero sosteniéndolos en sus manos.
    Lo que quieras —respondió—. Ya regreso, voy a enviar un correo del kion—dijo dirigiéndose a la salida del salón.

El mesero caminó hacia la barra; al pasar a mi lado le pedí la taza de café. Al regresar y servirme el café sentí el aroma del Jengibre en sus manos. El salón estaba inundado por el sol mañanero. El hombre de cabello blanco regresó y se sentó en una mesa ubicada al lado izquierdo de la entrada. Observaba fijamente el teléfono; escuchó el ruido de un automóvil y se levantó. Un hombre se bajó del taxi; al verlo, el de cabello blanco dijo interrogando “¡¿Carlos?!”

    Sí, soy yo —respondió el recién llegado y entró cargando una alforja.

El hombre de cabello blanco caminó hacia él, le estrechó las manos y dijo su nombre “¡Luis Alberto!”

    Ven, siéntate aquí, vamos a desayunar—dijo Luis Alberto y llamó al mesero.

Carlos llevaba puesta una gorra, camisa a cuadros y calzaba botas de tubo. Era mucho más joven y más bajo que Luis Alberto; al verlos juntos noté el color de su piel morena, quemada por el sol. Carlos pusó la alforja al lado de su pie derecho y sacó de ella rizomas de jengibre acomodándolos en la mesa. Luis Alberto llamó al mesero quien estrechó la mano de Carlos. Ordenó dos desayunos y, con cortesía en el tono de su voz, pidió que le anticipara dos tazas de café.

    ¿Cómo vio la muestra? —preguntó Carlos.
    Mira, he visto diferentes tipos. Tú sabes que el mercado es muy exigente, tenemos compradores en California, en China y otros países asiáticos. Para hacer la compra tengo que valorarlo detenidamente —explicó Luis Alberto.
    Sí, claro que sí. Me parece bien —expresó Carlos.

El mesero regresó con el café humeante. Le sirvió a Luis Alberto, rodeó la mesa y, al servírselo a Carlos, le dijo “¡le gustó el jengibre!”. Luis Alberto se sonrojó y Carlos sonrió.

Me levanté, le pagué la cuenta al mesero y, al pasar al lado de ellos, buscando la salida del salón, sentí más intenso el aroma de jengibre.

Martes, 26 de febrero de 2013

lunes, 25 de febrero de 2013

¡ALLÁ VA LA POPONÉ!


Los vi desde el final del andén situado a la orilla del barranco, después de la bajada que conduce a la carretera y de buscar con el largavista a la gallina Poponé que cantaba todas las tardes entre el manglar. Los troncos de balsa estaban totalmente expuestos, apiñados y secos, sin que las olas los menearan porque la marea estaba baja. Al terminar la ensenada se miraba cerquita el movimiento de los barcos pesqueros que maniobraban para dirigirse hacia la barra. De pronto escuché carcajadas y los enfoqué. Eran el Cabe, el Flaco y Kalilita. Estaban al lado derecho del patio de doña Marianita, reunidos a la orilla del pozo, debajo del palo de mango; me dirigí hacia ellos.

    ¡Allí viene el Catracho! —escuché decir al Flaco.

Noté que andaban sus tiradoras cuando, al entrar en la espesa sombra, sentí el cambio provocado por el frescor en esa tarde soleada. En ese punto nos reuníamos, en tiempo de cosecha tirábamos piedras para bajar las piñas de mango celeque y nos comíamos las rebanadas con sal y pimienta. El Cabe y el Flaco siempre jalaban agua para mantener llenos los barriles de la cocina de doña Marianita y Maura, su hermana, lavaba ropa al lado del pozo en una tina montada sobre grandes piedras azules.

Al llegar a la orilla del pozo vi al Tanquecito que se aproximaba con su tiradora, bajando del lado de gran árbol de Guanacaste.

    ¿Qué están haciendo? —pregunté.
    Nada —respondió el Flaco de pie, moviendo la cabeza y ladeando el cuerpo, un gesto corporal que nunca se le ha quitado.

Vi a Kalilita agachado, a unos tres metros, en dirección al borde del barranco, frente a la carretera, dando la espalda y el Cabe, apartando una cortina de saco viejo, entraba al escusado de madera mohosa.

    ¿Mi papá te prestó el largavista? —preguntó sonriente el Tanquecito al llegar a la orilla del pozo y verlos colgados en mi cuello.
    No, mi tía Merchú —respondí. Los observaba como con ganas de arrebatármelos.
    ¿Qué andas viendo? —preguntó Kalilita desde donde estaba.
    A la Poponé que canta todas las tardes en el manglar — le dije.
    ¡Sólo sos paja! —gritó y los otros, hasta el Cabe que estaba cagando, se carcajearon.
    ¡No jodas, sólo vergas sos!, le respondí acercándomele.

El Cabe salía del escusado socándose la faja, el Tanquecito me seguía y el Flaco se quedó en el mismo lugar. Abajo, en la carretera, se  escuchaban los murmullos de la gente que caminaba en dirección al muelle de la aduana y hacia la Booth.

    Ya terminé —dijo volteándose y mostró unos trocitos de plomo.

El plomo lo había sacado de un cable y, golpeando el borde de un machete con una piedra, lo partió en tuquitos para usarlos como balas con la tiradora. Andaba vestido de camisola, short hecho de un pantalón azulón, tenis y un pañuelo amarrado alrededor de la cabeza que le cubría la frente y retenía su pelo chirizo.

    ¿Cuál es tu verga? —le pregunté con tono amenazador—. ¿Me vas a dar un plomazo?
    ¡Ideay!, ¿botaste la gorra? —dijo sin verme, entregándole trocitos de plomo al Cabe y al Tanquecito.
    Me estás vulgareando por la Poponé —le respondí empujándolo.
    No seas baboso —dijo haciéndose a un lado—. Le estaba enseñando a estos majes cómo es que uno se hace la paja y de pronto el Flaco gritó que venías para acá.
    ¿Te estabas haciendo la paja? —pregunté y los tres se volvieron a ver.
    Ya no hay nadie —dijo el Flaco al acercarse—. Seguí para ver —agregó regresando la mirada hacia su casa.

Kalilita se bajó el short, no usaba calzoncillos y, haciendo un círculo alrededor de él, lo vimos dispuesto a hacerse la paja.

    Ideay Kalilita, ¿qué te pasa? —lo increpé al ver que no lograba la erección.
    Este Catracho la cagó toda, el susto que nos dio no me deja —dijo excusándose.
    Mirá, allá abajo va la Cumbia, mírale las nalgas, tal vez te tiempla —dijo el Tanquecito señalando hacia la carretera.
    Pásame el largavista para vérselas de cerquita —me dijo Kalilita volviendo a ver al Tanquecito.
    Préstaselos —aprobó el Tanquecito y se los pasé.

Con el largavista sostenido en su mano derecha, esculcando las nalgas de la Cumbia y, con la izquierda, frotándose el pene, exclamó: “¡Clase de nalgas!, ¡como se zarandean!, ¡no alcanzan en el largavista!” y segundos después estaba excitado.

    Tomá —dijo y le pasó el largavista al Tanquecito. Noté que sonreía al tenerlos en sus manos.

Kalilita era el más vago y más viejo de todos. El Flaco y el Cabe eran menores, tenían menos de diez años y estaban maravillados al ver cómo es que se hacia la paja. “En aquella piedra va a caer el escopetazo” dijo en su afán Kalilita. Al terminar, con la primera expulsión que acertó en el blanco, dijo temblando: “Allí… va… la… Po-po-né”.

Los ojos del Flaco y el Cabe brillaban de exaltación pero repentinamente se les nublaron al escuchar a la Maura gritar: “ ¡Jodidos vagos, los voy a acusar con mi mamá!” y salieron corriendo en dirección a la cocina de doña Marianita. Kalilita se subió el short sin poder contenerse, chorreándose todo y tirándose por el barranco en dirección a la carretera. El Tanquecito me siguió y nos dirigimos con disimulo al árbol de Guanacaste, haciendo como que observábamos pájaros con el largavista de mi tío Felipe mientras la Maura seguía gritándole maldiciones a Kalilita que corría en dirección al muelle de la aduana.

Domingo, 24 de febrero de 2013

martes, 19 de febrero de 2013

¿DÓNDE TE HE VISTO?


Esa pregunta la hice cuando llegué a comprar unos pernos para ajustar los halógenos del jeep. Una tarde los encontré volteados hacia arriba, el soporte, adherido al “mata burros”, había cedido al desgaste ocasionado por el óxido; no podía conducir sin ellos porque la densa neblina no te deja ver de noche y los conductores tienen el mal hábito de circular sin hacer cambio de luces cuando te encuentran en las calles o en la carretera. Un destello enceguecedor se los recuerda y lo hacen.
            “Compra los pernos, llévalos”, dijo el mecánico mostrándolos. “Y vos, ¿no tenés de esos?”, le pregunté. No quería salir del taller a buscarlos, mucho menos perder tiempo en ello porque los vende-repuestos no te atienden con esmero, cuando buscan lo que buscas se pierden en la maraña de cosas que mantienen desordenadas y te muestran algo parecido a lo que necesitas. Eso sí, en Nueva Guinea están al día con Dios aunque vendan al doble del valor en que compran, a tal grado que uno de ellos muestra con orgullo un rotulito impreso adherido en un estante que dice: “El dueño de este negocio es Dios, yo sólo soy su administrador”.
          “No, pero venden allí en frente”, respondió el mecánico mostrando el lugar como adivino de pensamientos. Crucé la calle empedrada, vi un rótulo pintado en la pared exterior que indicaba la venta de repuestos y entré a un pequeño cuartito donde exhibían los artículos en tablas adheridas a sus paredes de madera. Sentada sobre una mesa, ubicada en la esquina izquierda del cuartito, viendo televisión, estaba la muchacha encargada del negocio. Luego de saludar, pregunté por los pernos entregándoselos. Los vio rápidamente y comenzó a escudriñar en un cajón dividido por reglas que formaban secciones enumeradas y pintadas con marcador permanente. “Estos son”, dijo mostrándolos. Sentí alivio, no tenía que seguir buscándolos y ella, observándome de pies a cabeza, mostró su sonrisa cuando le pregunté: ¿Dónde te he visto? “No soy de aquí”, respondió al entregarme el vuelto, como afirmando que era imposible que antes la hubiera visto.
            Salí hacia el taller y mientras el mecánico ajustaba los halógenos pregunté por la muchacha. “Tiene poco tiempo de estar allí”, dijo. Qué raro, pensé, juraría que la he visto antes. No es la primera vez que sucede, en varias ocasiones he encontrado a personas tan parecidas a otras por la forma de su cara, el color de su cabello, el tono de su voz, la manera en que ríen, el modo de caminar y alguna manía particular que sobresale en ellos. No la he confundido con otra, se me ha parecido a otra. Confundir a una persona es cuando encuentras a alguien de espalda, le das una palmadita en el hombro y cuando se voltea, al verle el rostro, te das cuenta que no es la que pensabas y pedís disculpas.
            No la había visto anteriormente, vivimos en extremos opuestos de la ciudad, nunca hemos coincidido en ningún lugar y así me recordó a otra persona. Pero, ¿por qué? Será porque andaba apurado, pensando en las luces de los alógenos y, al resolver el problema de los pernos allí frente al taller, sin ir a buscarlos donde Dios es el dueño, tuve la impresión de haberla visto antes. Es más, todavía me pregunto con quién o con qué la asocie; no logro explicármelo.
            Lo mismo me ha sucedido cuando sueño. Durante el sueño me encuentro en un lugar desconocido y luego, repentinamente en la realidad, estoy en un lugar que nunca había visitado y me da la impresión que ya lo conocía aunque sólo lo había soñado. Cosas así me ha sucedido en varias ocasiones.
            No, ni siquiera lo pienses, no estoy senil, no es enfermedad de viejo. Son cosas extrañas que suceden y me dejan pensando en lo maravilloso que somos los seres humanos porque unos meses después, el amigo de un amigo, me confundió con él. A la muchacha me la encontré unos meses  más tarde en un pasillo del mercado y, luego de saludarla, me preguntó: ¿Dónde lo he visto?

Lunes, 18 de febrero de 2013.

jueves, 14 de febrero de 2013

LECTURES ON HOW YOU NEVER LIVED BACK HOME


You grew up hearing two languages —one you can pull apart, name, slap a series of rules to, twist like clay-dough in a child´s hand—the other you cannot explain, you listen and you know. It is a language you understand intuitively —like being able to read the sunrise, the strips of pink and orange, the clumps of uneven clouds, a thin patch of grey and the moon and somehow, without thinking twice, you know what kind of day it will be. You understand like this because you are the first born. First generation. First American. First cousin. First hope.
            Back home, one of your grandmothers sewed children´s clothing by hand, and sold them in an open-air market. The other grandmother raised seven children´s on her own, gathering them up, hiding them away in the provinces along the sea, away from Japanese soldiers, away from American fighters. Away from war. Your grandmother feared the safety of all her children, especially her young ladies. Your mother survived wartime. She was smart and well-read and ambitious, skipped grades, travelled across the oceans, met your father in Milwaukee, gave up her princess status to be your mother. As a boy, your dad farmed fish out of monsoon-swollen rice paddies, cut school to hitchhike from Pampanga to Rizal just to see MacArthur. Somewhere in his youth, he spied on American Gls and caught on to this notion of democracy, this notion of rights. His rights, his family´s rights, the rights of his countrymen. The rights taken fist by three hundred years of Spanish rule, then Japanese terror and war, then of course, there were the American and their intentions. After sneaking about soldier camps, making friends with a Gl from Atlanta, bumming cigarettes from another one from Pasadena, your father worked his way out of those provinces, studied hard at school. He passed his boards, passed immigration, slipped into that ballroom on Racine and Wisconsin, and charmed his way into your mother´s life.
            They raised you to understand that back home, a young girl serves her parents, live to please them, fetches her father´s slippers and her mother´s cups of tea. Back home a young girl learns to embroider fine stitches, learn parlor dances, wears white uniforms at all-girl schools, convent schools. She never cross her legs or wears skits above her knee. Back home a girl does not date. She is courted. And when there is a young man present, there is always a chaperon. Young ladies grow up to be young housewives, good mothers, and in their old age, they still behave like obedient daughters.
            You, on the other hand, have never had to obey a curfew because of war, never had to tiptoe through your own house, never had to read your books underneath a blanket where no soldier would see. As far as you knew, your curfew was your curfew because Mom and Dad said so. You were raised in suburbia in a split-level house, always in fashion, even when you were only two, dressed in your white lace and pink ribbons, toting your very own parasol. You´ve never been without heat, without food, without parents. All your life your worries consisted of boys and pimples and overdue books. You have your first boy-girl party when you were five years old, played Pin-the-Tail-on-the-Donkey and kissed Timmy Matasaki underneath the dining room table. You had a bad habit to talking back. You learn how to scream not to your parents, and it didn´t matter if you were punished, slapped across the face, sent away to sulk, banished to the kitchen, you still opened your mouth and the words came out.
            You grew up pouring chicken soy sauce dishes over beds of steamed rice, never mashing potatoes until you were on your own, eating your meals with a spoon in your right hand, a fork in the left, marveling at the Americans and how they could balance entire meals on one fork, or the Chinese who could eat bowls of rice with two sticks. Your family roasted pigs on a spit, while next door, the neighbors cooked brats and burger on electric grills.
            From the start, you were a piece that did not fit, never given the chance to be like the rest —the ones with blond hair and red hair and something someone called strawberry. The ones with eyes that change like the ocean —green to blue to seafoam, depending on the color of their sweater. Your eyes have always been black. Your hair dark. Straight. No variety. To the kids at school, you were no different from the other Oriental girl, the one who spoke English with a chopped-up accent. To your aunts and uncles you were turning into bratty Americana, loose like those blond children, mouthy like the kids who ran the streets wild. They worried you might grow up too indelicate for marriage.
            Now you are well over twenty-five and still single. The old aunts raise one eye brown and say, See? But you know, it´s because you refuse to settle for less than best. Anyone can get married, you say. You not only tell men off, you ask them out. Recently, you´ve considered having a child without a father. This attitude bangs up against your mother´s heart like the bumpers of two cars when she´s parallel parking and the car doesn´t fit. Sometimes she looks at you and sighs.
            Your home is in Bucktown, Wicker Park, Ravenswood, Illinois, and because you won´t admit the fact that what your parents call “back home” has made a place in your house, because you are not white, and still you are not one of them —the foreigners—you continue to displease everyone. Your father´s headache is mostly you. He has been known to throw his hand up, call you stubborn, say Bahala na! It´s up to you. Your choice. Your responsibility.
            Still, in the privacy of your kitchen, you admit you cannot live without your family, your history, this ideal called “your people”. You cannot divorce yourself from yourself. You know you are the hyphen in American-born. Your identity scrawls the length and breadth of the page, American-born-girl. American-born-Filipina. Because you have always had one foot planted in the Midwest, one foot floating on the islands, and your arms have stretched across the generations, barely kissing your father´s province, your children´s future, the dreams your mother has for you. Because you were meant for the better life, whatever that is, been told you mustn´t forget where you come from, what others have done for you. Because all your life you´ve simply been told. Just told. Because a council of ancestors —including a few who are not yet dead, who are not related to you—haunt you, you do your best. You try. You struggle. And somehow, when you stand in the center of a room, and the others look on, you find yourself acting out your role. Smart American girl, beautiful Filipina, dutiful daughter.

M. Evelina Galang.
Her Wild American Self. 1996.

martes, 12 de febrero de 2013

ENJABONARSE SIN HACER ESPUMA


Los días lluviosos, nublados, ventosos, no son mis preferidos. Doy vueltas y vueltas siguiendo las cuatro paredes porque ni a los corredores puedo salir. Todo se torna húmedo; la tierra está embebida, las hojas de los árboles abatidas, el piso helado, el agua fría, los perros acurrucados en nudo, la lora no habla ni silba, los pájaros no cantan y las gotas de lluvia sobre el techo de zinc ahogan todo alrededor.

    ¿¡Ya te bañaste!? —pregunta ella con la toalla en mano como que descubriera lo que pienso.
    No, hay mucho frío —respondo.
    Apúrate, pareces chavalito —exclama, dando la vuelta.

No voy a ningún lado, por qué dice que me apure. Te imaginas el baño con la ducha caliente inservible y el agua fría en la pana cayéndote encima. Enjabonarte sin hacer espuma es como jugar sin ganas de hacerlo, sólo por compromiso, porque te vean, por parecerte a otros, por sacar ventaja de algo o de un lugar que no es el tuyo.

 Veo su figura que pasa por el pasillo y no dice nada más.

    Regálame un cafecito —le digo.

No contesta, sale y cierra la puerta. Enjabonarme sin hacer espuma no me gusta. Es raro, es como jurar lealtad hasta entregar tu propia vida por una causa que no es justa, a una bandera diferente, a un país ajeno. Enjabonarme sin hacer espuma es como vivir sin vivir.

    Tomá tu cafecito —dice poniendo la taza humeante en la mesa, a la orilla del teclado.
    Gracias, qué haría sin vos.
    Pasar todo el día sin bañarte —responde mostrando la calentadora de agua en sus manos.
    Y eso, le pregunto.
    Que estás escribiendo, pregunta.
    Sobre la lluvia, respondo.
    No te creo —dice y se aleja.

Enjabonarme sin hacer espuma es como mirar los toros desde el palco de la barrera, ver correr la sangre, pegar gritos y sólo hacer bulla. Cuando te enjabonas sin hacer espuma no quedas limpio, sos culpable de tu propia mezquindad convertida en necesidad para aparentar lo que al final te engaña.

    ¡El agua está hirviendo!, ¡ya está en la tina!, grita desde el baño.
    Gracias, me salvaste una vez más, respondo.

Camino al baño, veo la toalla colgada en la cortina, el jabón y el shampoo sobre el banquillo y la tina que humea agua caliente. Me enjabonaré una vez más haciendo espuma gracias a ella.

martes, 5 de febrero de 2013

EL MANTO ENTERO


El día sábado, a las 4:20 p.m. recibí su llamada telefónica, esa que nunca estás listo para escuchar, la que nunca quieres recibir. Con la voz entrecortada (sentí desesperación al escuchar el tono) dijo: “Papá, me accidenté, no le digas a mi mamá”. Me quedé paralizado y le pregunté: ¿qué te pasó? “Se explotó la llanta trasera de la moto, voy en el bus de San Carlos para Nueva Guinea”, respondió Ronald. Me quedé paralizado y, sin recurrir a ella, sin saber qué hacer, caminé hacia el pozo. “¡Se accidentó Ronald!, le grité a Aster que estaba haciéndole un tatuaje a un muchacho. ¿Cómo?, respondió y, en la confusión, ella se aproximó. “Se accidentó Ronalito, viene en el bus”, dijo con la angustia dibujada en su rostro y el teléfono en mano.
            “Voy a llamar a Mauricio”, le dije. “Sí, ya me llamó”, respondió. “Vamos a buscarlo”, le propuse. “Espérame, ya llego en la camioneta”. En eso momentos llamé a Ronald. “Voy con Mauricio a buscarte, ¿qué tenés?” “Me duelen las costillas, no aguanto”. “¿Y la moto?”, pregunté. “Va aquí en el bus”. Mauricio, amigo de Ronald y mío,  se estacionó y salimos a buscarlo. En la gasolinera, mientras Mauricio llenaba el tanque de combustible, Emilce llamó. “¡Ronalito viene acostado en el bus, viene mal, bien mal!”. “Ya vamos saliendo”, le respondí desesperado. La desesperación es como un virus, te nubla; el miedo es su aliado. Se me cruzaban por la mente imágenes de él, lo miraba tendido, adolorido, sin poder hacer nada en ese momento que más me necesitaba a su lado.
            Saliendo de Nueva Guinea me llamó Clarín desde Juigalpa. “Salí ya, tu camioneta es más rápida”, le dije. Luego llamó Ana, la mujer de Ronald, llorando. “Ya voy en camino”, le dije. Emilce volvió a llamar: “dice Roberto que si tiene fractura de costillas es peligroso que vaya acostado”. Roberto Jiménez, tío político de Emilce, es un médico prominente, es el médico de la familia, ha sido viceministro de Salud y maestro de varias generaciones de médicos. La señal telefónica se perdía en el camino y no podía contactar a Ronald. “Cálmese”, me decía Mauricio. Caía la tarde y la señal del teléfono de Ronald y del mío se perdía. Lo llamaba y no respondía. Me imaginaba lo peor.
            De pronto sonó el teléfono, era Santos, hijo de Roberto: “dice mi papá que lo lleven al puesto de Salud de San Miguelito”, dijo. Llamé a Ronald otra vez y el timbre sonaba y sonaba, al fin respondió: “no aguanto…, no aguanto…, me duele”. Desde ese instante la señal del teléfono se perdió, íbamos en la carretera hacia el Almendro, buscando cómo salir por el empalme del Pájaro Negro. Encontramos el bus antes de llegar al empalme, le hicimos señas, se detuvo y bajé de la camioneta. “Lo bajamos en el empalme de San Miguelito para que lo lleve la ambulancia, dijo el ayudante. ¿Cómo va?, pregunté. “Va con un amigo, va mal”, respondió y agregó “aquí llevamos la moto”.
            En el empalme del Pájaro Negro nos detuvimos. Corrí hacia unos policías y pregunté si la ambulancia había pasado. “No, ninguna”, respondió uno de ellos. Volví a llamarlo. Respondió otra persona, al escuchar su voz me temblaron las manos, sentí un ardor en el estómago: “soy amigo de Ronald, lo voy a llevar al puesto de salud de San Miguelito”, dijo. Llamé a Clarín, “ya estoy cerca”, dijo. Llamé a Emilce, “dice Roberto que lo van a trasladar al hospital de San Carlos porque está más cerca que Juigalpa, los médicos lo están esperando”, explicó.
            Ya había anochecido. El trayecto hasta San Miguelito se convirtió en un tramo lejano. Volví a llamarlo y me contestó: “me van a llevar a San Carlos, para atrás, mejor que lleven a Juigalpa”, dijo. Escuché su voz más calmada, más tranquilo. Le explique las razones y cuando llegamos al empalme pregunté por la ambulancia. No ha salido ninguna, respondió una señora. Avanzamos hacia San Miguelito y en menos de dos minutos vimos el destello de las luces de la ambulancia. Le hicimos parada y el conductor hizo señas que iba para San Carlos. Giramos y vimos a la ambulancia detenerse en el empalme. Un muchacho, el amigo de Ronald, el que iba a su lado en el bus, se bajó de la ambulancia. “Tome este dinero, aquí está la cartera, la mochila y el chip del teléfono”, me dijo. Le di las gracias, la ambulancia salió velozmente y dejamos de verla luego de unos minutos.
            Por dónde vamos, cuánto falta, le preguntaba a cada rato a Mauricio. “Aquí fue el accidente”, me dijo al pasar un lugar llamado “la Culebra”. Mauricio también hablaba por teléfono con sus amigos de San Carlos. “Lo van a estar esperando”, me decía. Luego pasamos una rotonda y minutos después llegamos a San Carlos. Eran las seis y veinte de la tarde cuando me bajé en el hospital. Felipe me esperaba, había llegado con Clarín y me dijo que le estaban haciendo placas de rayos X. Caminé por el pasillo hasta el lugar y lo vi de pie, esperando que le tomaran las placas. Me sentí aliviado al verlo. Allí estaba Clarín, Felipe, un doctor y un camillero. ¿Quién de ustedes es familia del  doctor Jiménez?, preguntó el doctor. “Nosotros”, respondimos al unísono.
            El médico observó las placas mientras una doctora le hacía un ultrasonido. “No veo fracturas, pero es mejor que le volvamos a tomar otras placas”, dijo el doctor. Sonó el teléfono, era Roberto y lo comuniqué con el doctor. Le tomaron otra placa y al verla el doctor dijo “está bien, no hay fracturas ni derrame de líquidos”. Llamé a Emilce y le comenté que estaba bien, sólo tenía raspones y dolor en el costado derecho.
            Lo dejaron en observación en el hospital. Salí a cenar con Mauricio y a las diez y media regresamos a verlo. Dormía profundamente. Por la mañana, a las seis en punto, recibí un mensaje de él: “no hay papel, me estoy cagando, tráeme papel”. Le volvieron a tomar placas y salimos hacia Nueva Guinea a las siete y media de la mañana, nos detuvimos en el lugar del accidente y allí reconstruyó lo sucedido, viendo las señas de la motocicleta en el pavimento.
            “Explotó la llanta trasera cuando iba girando en esta vuelta. Un camioncito venía de frente, para evitarlo me empuje, por eso me duele la mano, y la moto se enderezó. Caí de costado, la moto dio vueltas sobre mí y salí chorreado como quince metros en el centro del pavimento. Siempre mantuve la cabeza levantada. Cuando me levanté vi la moto a un lado. Me revisé, no tenía puesto el casco, todavía cargaba la mochila, nada me dolía, sólo los raspones y chimones. Llegaron unos señores y un chavalo. Allá esta la cartera, me dijo el chavalo. La recogí, la metí en la bolsa trasera y se caía. No tiene bolsas, me dijo el chavalo. El pantalón y la chaqueta estaban desbaratados, las botas de hule quemadas. Vi que venía el bus, le hice parada y me ayudaron a subir la moto. Después te llamé. Me acosté en el asiento del bus y vomité, después de eso comencé a sentir un dolor insoportable”.
Cuando llegamos a la casa y lo vio mi mujer le dijo: “la virgencita te protegió, no te puso sus manos, te puso el manto entero”

Lunes, 04 de febrero de 2013

viernes, 1 de febrero de 2013

SEGURO

No lo miraba claramente, sólo un pequeño bulto a su lado. A medida que me acercaba lo descubrí. Cargaba a su niño en los brazos mientras conducía la carreta jalada por un caballo. Me detuve y le tomé la foto de frente. Va dormido, le dije. Sí, respondió, pero no le quito el ojo. Va seguro, pues.