Esa pregunta la
hice cuando llegué a comprar unos pernos para ajustar los halógenos del jeep.
Una tarde los encontré volteados hacia arriba, el soporte, adherido al “mata
burros”, había cedido al desgaste ocasionado por el óxido; no podía conducir sin
ellos porque la densa neblina no te deja ver de noche y los conductores tienen
el mal hábito de circular sin hacer cambio de luces cuando te encuentran en las
calles o en la carretera. Un destello enceguecedor se los recuerda y lo hacen.
“Compra los pernos, llévalos”, dijo
el mecánico mostrándolos. “Y vos, ¿no tenés de esos?”, le pregunté. No quería
salir del taller a buscarlos, mucho menos perder tiempo en ello porque los vende-repuestos no te atienden con esmero, cuando buscan lo que buscas se
pierden en la maraña de cosas que mantienen desordenadas y te muestran algo parecido a lo que necesitas. Eso sí, en Nueva Guinea están al día con Dios
aunque vendan al doble del valor en que compran, a tal grado que uno de ellos
muestra con orgullo un rotulito impreso adherido en un estante que dice: “El
dueño de este negocio es Dios, yo sólo soy su administrador”.
“No, pero venden allí en frente”,
respondió el mecánico mostrando el lugar como adivino de pensamientos. Crucé la
calle empedrada, vi un rótulo pintado en la pared exterior que indicaba la
venta de repuestos y entré a un pequeño cuartito donde exhibían los artículos
en tablas adheridas a sus paredes de madera. Sentada sobre una mesa, ubicada en
la esquina izquierda del cuartito, viendo televisión, estaba la muchacha
encargada del negocio. Luego de saludar, pregunté por los pernos
entregándoselos. Los vio rápidamente y comenzó a escudriñar en un cajón
dividido por reglas que formaban secciones enumeradas y pintadas con marcador
permanente. “Estos son”, dijo mostrándolos. Sentí alivio, no tenía que seguir
buscándolos y ella, observándome de pies a cabeza, mostró su sonrisa cuando le
pregunté: ¿Dónde te he visto? “No soy de aquí”, respondió al entregarme el
vuelto, como afirmando que era imposible que antes la hubiera visto.
Salí hacia el taller y mientras el
mecánico ajustaba los halógenos pregunté por la muchacha. “Tiene poco tiempo de
estar allí”, dijo. Qué raro, pensé, juraría que la he visto antes. No es la
primera vez que sucede, en varias ocasiones he encontrado a personas tan
parecidas a otras por la forma de su cara, el color de su cabello, el tono de
su voz, la manera en que ríen, el modo de caminar y alguna manía particular que
sobresale en ellos. No la he confundido con otra, se me ha parecido a otra.
Confundir a una persona es cuando encuentras a alguien de espalda, le das una
palmadita en el hombro y cuando se voltea, al verle el rostro, te das cuenta
que no es la que pensabas y pedís disculpas.
No la había visto anteriormente,
vivimos en extremos opuestos de la ciudad, nunca hemos coincidido en ningún
lugar y así me recordó a otra persona. Pero, ¿por qué? Será porque andaba
apurado, pensando en las luces de los alógenos y, al resolver el problema de
los pernos allí frente al taller, sin ir a buscarlos donde Dios es el dueño,
tuve la impresión de haberla visto antes. Es más, todavía me pregunto con quién
o con qué la asocie; no logro explicármelo.
Lo mismo me ha sucedido cuando
sueño. Durante el sueño me encuentro en un lugar desconocido y luego,
repentinamente en la realidad, estoy en un lugar que nunca había visitado y me
da la impresión que ya lo conocía aunque sólo lo había soñado. Cosas así me ha
sucedido en varias ocasiones.
No, ni siquiera lo pienses, no estoy
senil, no es enfermedad de viejo. Son cosas extrañas que suceden y me dejan
pensando en lo maravilloso que somos los seres humanos porque unos meses
después, el amigo de un amigo, me confundió con él. A la muchacha me la
encontré unos meses más tarde en un
pasillo del mercado y, luego de saludarla, me preguntó: ¿Dónde lo he visto?
Lunes, 18 de febrero de 2013.
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