Llega al medio día empujando su carretilla con las compras necesarias. Realiza tres paradas en el recorrido; la última a escasos treinta metros. Suelta la empuñadura, hace medio giro, retrocede dos pasos y se sienta en ella. Su mirada se concentra en los alrededores, no tiene prisa, está cansado. Piensa en la rutina del día, en los posibles visitantes que lo acompañaran para acelerar el consumo de su tiempo en soledad, compartirlo a manos llenas. Su mascota corre alrededor, guau, guau, guau, mueve la cola, se detiene y con sus manos escarba en la arena. “Sí, ya estamos cerca, déjame descansar unos segundos más”, le dice al pastor alemán de cuatro meses. Se reincorpora y con decisión inicia la marcha. La rueda se hunde en la arena seca provocando mayor empuje de sus cansadas piernas y entra el rancho. Se dirige al espacio posterior, abre una pequeña puerta corrediza y baja la carga.
Recoge trastes sucios, tenedores, cucharas, vasos, platos y los coloca en una pana plástica. Con un trapo sacude la arena del estante, abre el saco y sin prisa toma uno a uno limones, tomates, chiltomas, cebollas; un litro de aceite, una bolsita de sal, una ristra de tortillitas, media docena de choricitos de Viena, una bolsa de galletas de soda, cuatro medias de extra Lite y diez bolsas de hielo. Los observa, contrasta con la lista del papel arrugado y cuenta los setenta córdobas del cambio. “Todo bien, las compras del día, quizás para la semana, no se sabe”, piensa.
El cachorro ladra inquieto. Vuelve la mirada hacia el frente, observa olas reventando en la playa, toma su machete oxidado y sale de prisa al embaldosado cubierto de una densa capa de arena blanca. Lo observa correr a la izquierda, regresa y se echa a sus pies. Tres gaviotas salen volando, una carga en el pico, restos de un cangrejo cubierto de hormigas, pelean entre ellas con sus alas emitiendo chillidos desesperados y se alejan. “Ringo, me asustaste. Buen muchacho”, dice. Levanta la mirada, ladra y sale hacia la playa, las olas revientan, pequeñas aves marinas de paso rápido y nervioso picotean sobre la espuma y juguetea con ellas.
Barre la capa de arena sobre el embaldosado y, a medida que avanza, sacude las mesas y sillas de plástico acomodándolas una sobre otra en el bordillo de bambú. Levanta la mirada hacia el inicio de la playa y observa una figura solitaria que avanza a lo lejos. Inquieto, entra al bar, toma el largavistas, limpia con la camiseta los lentes y enfoca la imagen regulándolos. “Es Rush”, dice y continua en su labor. “Una caminata más sobre la costa”, piensa. Escucha el ruido de un motor, mira hacia el puerto en la parte posterior del rancho y observa el avance de una panga. Los enfoca, tres personas con el panguero se acercan a la costa. “La guía del día”, piensa y apresura su labor.
Dos extraños bajan de la panga, toman las mochilas, pagan el pasaje al panguero y se dirigen sin prisa hacia el rancho. Trata de identificarlos, regula los lentes sobre sus rostros sin lograrlo. Ringo ladra a su lado, inquieto, con la cola levantada y el pelaje del dorso erizado. “Calma, Ringo, calma”, le dice. Rush se encuentra cada vez más cerca, carga en sus manos una vara y un machete sostenido en la cintura. Al verlo, descubre los rayos inclementes del sol, nublando su visión por el reflejo radiante en la arena, sin sombra que se anticipe o preceda. Al aproximarse, el cachorro sale a su encuentro, ladra a su alrededor y lo sigue.
— Hola viejo —dice Rush—. ¿Manos llenas o vacías? —pregunta al sentarse en la banca de la izquierda, recostándose en el bordillo de bambú.
— Por ahora vacías —responde el viejo—. Espero iniciar el día con aquellos que se aproximan —dice señalando a los extraños mientras arregla las sillas alrededor de las mesas.
— Te deseo suerte —dice Rush. Se levanta estirando sus brazos y sale hacia la arena iniciando su marcha hacia las lagunas, en dirección a Caimán Rock.
— Igual, tienes días de pasar con las manos vacías —grita el viejo al terminar de arreglar las sillas.
Rush continúa su camino y grita levantando la vara: ¡Hoy será un buen día!, mientras los extraños entran al rancho, saludan y ordenan dos cervezas. Desde el mostrador los observa tratando de descubrir sus intenciones. “No tienen rasgos de turistas”, piensa. Uno de ellos es más alto, llevan pantalones cortos, camisolas y chinelas de gancho. Al más bajo le cuelga una gruesa cadena de oro del cuello. Han puesto las dos mochilas en el suelo, al lado de las sillas.
— ¿Conociendo la playa? —pregunta el viejo—. La buena temporada ha pasado, durante semana santa vino bastante gente —agrega. Ringo los observa echado en la arena, en el borde del embaldosado.
— Por eso venimos, para disfrutarla sin el bullicio de la gente —dice el más bajo mientras el alto sonríe.
— Estoy arreglando el local, si desean algo me avisan —dice el viejo y se dirige a la cocina.
— Vamos a caminar por la playa, ya regresamos —dice el más alto.
— Bien —responde el viejo—. Aquí los espero.
Los ve alejarse en la misma dirección que camina Rush. Toma los largavista, busca la figura de Rush pero no la encuentra, solamente la hilera de cocoteros que se desvanecen en el horizonte interminable y las olas reventando en la playa bajo el cielo azul. “Va rápido”, piensa. Regresa a sus labores ante la mirada expectante de Ringo. “Tranquilo, no pasa nada”, dice. Al concluir, regresa al frente del rancho y busca a los extraños sin encontrarlos en la playa. Al girar los largavista un poco a la derecha, observa una lancha rápida que sale de la playa, la sigue con atención descubriendo su recorrido paralelo a la costa en dirección a Set Net Point. “Pescadores”, piensa. Se acuesta en la hamaca colgada a un costado mientras Ringo se echa abajo en posición vigilante.
Una hora después, Ringo ladra y se despierta levantándose de prisa de la hamaca. Escucha el ruido de un motor, observa una panga que se aproxima en la parte posterior, hacia el muelle. Se levanta, toma los largavista y observa a Rush y los extraños que se aproximan cargando tres bultos. Al llegar, los extraños pagan las cervezas y se dirigen a la panga que los espera con el motor encendido. Rush juguetea con Ringo frente al rancho, tratando de alcanzarlo con la vara.
— ¡Oye, Rush! —grita el viejo al verlo juguetón—. ¿Manos vacías o llenas? —pregunta.
— Llenas —contesta Rush alejándose.
El viejo toma los largavistas y observa a los extraños acomodar las mochilas y el bulto en la panga. Los rayos de sol color naranja que se oculta entre las islas de Miss Lilian lo enceguecen. “Otro día de manos vacías”, piensa al buscar leña para encender una fogata por los insoportables jejenes que lo enloquecen, sus compañeros de noche en la soledad del rancho frente al mar. Vuelve la mirada hacia el faro, la figura de Rush ha desaparecido en el horizonte.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 30 de mayo de 2011