miércoles, 28 de julio de 2021

DE PESCA EN SEMANA SANTA

Una tarde, reunidos en el porche de la casa de don Octavio Gómez y doña Juana Angulo, ubicada frente a las gradas que dan acceso al cuartel de la guardia y sus guardacostas, los concurrentes, Zoilo Carrasco, Pablo Álvarez, el chino Chow, todos trabajadores de don Pedro Joaquín Bustamante, que tenía su oficina al lado, y Rafael Montero, trabajador de la aduana, comenzaron a pedirle a don Abraham Rodríguez, llamado Tapalwas con mucho cariño por los pobladores del puerto, que les contará una de sus anécdotas.

Para animarlo le convidaban tragos de guaro lija de a peso. Tapalwas se toma el trago de un solo envión, sin arrugar el rostro y, al ver la cara de doña Juana Angulo, sale apresurado al corredor a dar su escupitajo. Zoilo lo espera con un pedazo de papel que contiene sal y una almendra sazona para que la deguste. Así soporta la quemazón y el ardor que le provoca el trago de aguardiente con un 80% de volumen de alcohol, con lo cual don Octavio se muestra orgulloso.

Después de cuatro entradas y salidas de la barra de don Octavio, además de los oficinistas mencionados, se fueron apareciendo otros transeúntes, entre ellos, Victoriano, Masayita y El Africano para tomarse su cuartita de lija.

Animado, Tapalwas se sienta en un banco. Desde esa posición privilegiada en el corredor, mira subir y bajar a la gente por las gradas, unos hacia el muelle para viajar a Bluefields y otros que retornaban a sus casas. A todos da saludos y adioses. Los concurrentes también se muestras animados, han saboreado varios tragos, tragos que son registrados en un cuaderno de cuentas por don Octavio y que serán cancelados religiosamente la próxima quincena de pago.

No me lo van creer, dice Tapalwas, todos dejan de hablar entre ellos, pero me sucedió en una Semana Santa ya lejana, cuando ustedes, menos El Africano porque él no tiene años, andaban en pantalones chingos. Salí temprano de la casa con mi hijo, el que ustedes llaman el Picudo, para evitar el sol. Bajamos el cayuco con los canaletes, las cuerdas, la carnada, machete y arpones. Remando sin ninguna prisa nos dirigimos a probar suerte al lado de los mástiles sarrosos del barco hundido que queda al lado de murito, al lado del muelle de los pescadores.

Era un Viernes Santo, un día claro, caliente, sin un soplo de viento y con las aguas de la bahía limpias y de color verde azulado. Un día tan calmo que ni siquiera se escuchaba el retumbo de las olas en la playa de El Tortuguero. Iba en busca de unos roncadores porque allí era seguro que picaban, así que le dije a mi hijo que gobernaba el cayuco, que se alineara al mástil en forma de 7 que sobresalía y a las ruedas sarrosas para amarrarnos a ellas.

Allí estuvimos un gran rato, pero nada picaba. Era tanta la calma que no escuchaba la música de la Rock-Ola de la cantina de Miss Lilian, el movimiento de los guardias en el guardacostas no se notaba, gente circular por el andén no se miraba, era una calma bien serena la de ese día. Al rato me sentí algo inquieto, algo dentro de mí me decía que teníamos que movernos de lugar si queríamos atrapar roncadores, así que solté el mecate y le dije a mi hijo que remáramos un poco más allá saliendo frente al lado del muelle de la aduana, pero sin adentrarnos en la corriente que, aunque no soplara viento y estuviera calmo, siempre había por la bajada de las aguas del río Escondido que buscan el mar hacia el lado de la barra y la isla del Venado.

Así que nos acercamos a la corriente, pero sin entrar en ella, de larguito, pero con el cauce del agua a la vista en su fluir hacia el mar. Tiré la cuerda y allí no más comenzaron a picar los roncadores de buen tamaño, hermosos y gordos. Saqué uno, dos, tres, cuando mi hijo me gritó que mirará hacia arriba.

El cielo estaba limpio, azulito claro, con nubes blancas sobre Bluefields y a la orilla del manglar pegado al mar, y vi una bandada de gaviotas que volaban sobre una mancha plateada que se reflejaba desde el fondo del agua avanzando contra corriente. Sentí un cosquilleo en mi cuerpo, pero nada que se igualara al miedo. Le dije a mi hijo que remáramos rápido hacia ese punto plateado que se veía en el agua y en un dos por tres, con ayuda de la leve corriente, nos acercamos.

Estábamos encima de la mancha plateada que resultó ser un cardumen de Róbalo, inmenso, tan grande que las aguas se pusieron plomizas en todo nuestro alrededor, desde el borde del muelle hasta allá a lo lejos en dirección a Half Way Cay y la isla Chiquita de Miss Lilian.

Miré hacia abajo, nunca antes había visto tantos róbalos juntos, tan grandes, tan hermosos, nadando sin ninguna prisa, sin nada que interrumpiera su nado, sin nada que los inquietara, y, por encima de ellos y de nosotros, la inmensidad del cielo limpio y claro con las gaviotas que volaban en círculos con su canto, un mugido sordo que subía de intensidad, como amenazándonos, hasta caer en una letanía aguda y estirada para seguir subiendo y bajando, como escoltando algo que no quieren que se vea ni se toque, algo que no es de éste mundo.

Me encontraba como ido, admirando esa belleza, eso que quizás sólo una vez en la vida puede ocurrir, cuando de pronto, quizás por el instinto de animal que llevamos dentro, me acordé del arpón. Me agaché para amarrarlo a la punta del bote, revisé la cuerda, la enrollé un poco y lo agarré con fuerza. A mi hijo le hice señas para que no provocara el más mínimo ruido con el canalete.

Dejé que avanzaran debajo del bote de canalete, estaba en guardia, sin prisa, pero el corazón me palpitaba tan fuerte como los cañonazos que tiraban los guardacostas cada vez que venía Somoza al puerto. De pronto vi uno grande, abrí mis piernas para pisar con fuerza los bordes del piso del bote y tomar impulso. Conté, midiendo el arponazo, uno, dos, y de pronto, a un lado del que había escogido, se me atravesó otro mucho más grande, un inmenso róbalo, el doble de tamaño, de unos cuatro metros de largo, al que a su paso los otros se apartaban abriéndole espacio para que se desplazara, mientras arriba las gaviotas revoloteaban como locas emitiendo sus graznidos amenazantes.

Este es, no puede ser otro, me dije y tiré con todas mis fuerzas el arpón. Se deslizó como una bala entre el agua, se insertó entre la cabeza y la primera aleta dorsal y, de un coletazo poderoso elevó sobre la superficie un estallido de agua tan altísimo que las gaviotas dejaron de graznar y desaparecieron con el cardumen.

La corriente se detuvo. Solamente quedamos el róbalo, mi hijo y yo en las aguas mansas. Unos segundos después, sentí el jalón igualito al de un remolcador que jala una ristra de doscientas tucas por el río Escondido. Caí de espaldas en el bote. El róbalo comenzó a jalar con tanta fuerza, a la velocidad de una panga con un motor de 45 caballos de fuerza, y en menos de diez minutos estábamos en la bocana del río Escondido, cerca de Schonner Cay. De pronto dejó de jalar y nos detuvimos.

Se cansó, ahora yo lo voy a jalar, le dije a mi hijo. Comencé a jalarlo, poco a poco, jalaba y jalaba con todas mis fuerzas y, cuando logro sacarlo a la superficie, mi hijo ya listo con el machete para darle en la cabeza y meterlo en el bote, vemos que es una tuca.

¡¿Dios mío, qué es esto?!, se repetía mi hijo una y otra vez al ver el gran pedazo de tuca que teníamos a la orilla del bote de canalete.

Cuando me volvió la serenidad, cuando toda la emoción de mi cuerpo desapareció, me senté en el plan del bote para pensar en lo que había sucedido. Nadie va a creernos, pensaba y le dije a mi hijo que remáramos lo más rápido que pudiéramos en dirección a El Bluff.

No nos dimos cuenta de cuantas horas tuvimos que canaletear para regresar a la casa, allá al lado del cementerio donde vivimos. Llegamos todos quemados por el sol y esa noche nos dio una calentura que nos hacía tiritar. Ustedes no me van a creer, pero de algo si estoy seguro, nunca más voy a salir de pesca en semana santa.

“Se fijan, camaradas, sólo guayolas nos cuenta”, dijo Rafael Montero.

“Ja, ja, ja, otra ronda y nos vamos”, dijo Pablo Álvarez mientras Zoilo entraba a la casa en busca de los tragos de guaro lija que don Octavio ya tenía servidos y anotados en el cuaderno.

 

De la Serie: La Guayolas de Tapalwas.

Foto de Internet.

27 de julio de 2021.