Una tarde, reunidos en el porche de la casa de don Octavio Gómez y doña Juana Angulo, ubicada frente a las gradas que dan acceso al cuartel de la guardia y sus guardacostas, los concurrentes, Zoilo Carrasco, Pablo Álvarez, el chino Chow, todos trabajadores de don Pedro Joaquín Bustamante, que tenía su oficina al lado, y Rafael Montero, trabajador de la aduana, comenzaron a pedirle a don Abraham Rodríguez, llamado Tapalwas con mucho cariño por los pobladores del puerto, que les contará una de sus anécdotas.
Para animarlo le convidaban tragos de guaro lija de a peso. Tapalwas se toma el trago de un solo envión, sin arrugar el rostro y, al ver la cara de doña Juana Angulo, sale apresurado al corredor a dar su escupitajo. Zoilo lo espera con un pedazo de papel que contiene sal y una almendra sazona para que la deguste. Así soporta la quemazón y el ardor que le provoca el trago de aguardiente con un 80% de volumen de alcohol, con lo cual don Octavio se muestra orgulloso.
Después de cuatro entradas y salidas de la
barra de don Octavio, además de los oficinistas mencionados, se fueron
apareciendo otros transeúntes, entre ellos, Victoriano, Masayita y El Africano
para tomarse su cuartita de lija.
Animado, Tapalwas se sienta en un banco. Desde
esa posición privilegiada en el corredor, mira subir y bajar a la gente por las
gradas, unos hacia el muelle para viajar a Bluefields y otros que retornaban a
sus casas. A todos da saludos y adioses. Los concurrentes también se muestras
animados, han saboreado varios tragos, tragos que son registrados en un
cuaderno de cuentas por don Octavio y que serán cancelados religiosamente la
próxima quincena de pago.
No me lo van creer, dice Tapalwas, todos
dejan de hablar entre ellos, pero me sucedió en una Semana Santa ya lejana,
cuando ustedes, menos El Africano porque él no tiene años, andaban en
pantalones chingos. Salí temprano de la casa con mi hijo, el que ustedes llaman
el Picudo, para evitar el sol. Bajamos el cayuco con los canaletes, las
cuerdas, la carnada, machete y arpones. Remando sin ninguna prisa nos dirigimos
a probar suerte al lado de los mástiles sarrosos del barco hundido que queda al
lado de murito, al lado del muelle de los pescadores.
Era un Viernes Santo, un día claro, caliente,
sin un soplo de viento y con las aguas de la bahía limpias y de color verde
azulado. Un día tan calmo que ni siquiera se escuchaba el retumbo de las olas
en la playa de El Tortuguero. Iba en busca de unos roncadores porque allí era
seguro que picaban, así que le dije a mi hijo que gobernaba el cayuco, que se
alineara al mástil en forma de 7 que sobresalía y a las ruedas sarrosas para
amarrarnos a ellas.
Allí estuvimos un gran rato, pero nada picaba. Era tanta la calma que no escuchaba la música de la Rock-Ola de la cantina
de Miss Lilian, el movimiento de los guardias en el guardacostas no se notaba, gente
circular por el andén no se miraba, era una calma bien serena la de ese día. Al rato me sentí algo inquieto, algo dentro de mí me decía que teníamos
que movernos de lugar si queríamos atrapar roncadores, así que solté el mecate
y le dije a mi hijo que remáramos un poco más allá saliendo frente al lado del
muelle de la aduana, pero sin adentrarnos en la corriente que, aunque no
soplara viento y estuviera calmo, siempre había por la bajada de las
aguas del río Escondido que buscan el mar hacia el lado de la barra y la isla
del Venado.
Así que nos acercamos a la corriente, pero sin
entrar en ella, de larguito, pero con el cauce del agua a la vista en su fluir
hacia el mar. Tiré la cuerda y allí no más comenzaron a picar los roncadores de
buen tamaño, hermosos y gordos. Saqué uno, dos, tres, cuando mi hijo me gritó
que mirará hacia arriba.
El cielo estaba limpio, azulito claro,
con nubes blancas sobre Bluefields y a la orilla del manglar pegado al mar, y vi
una bandada de gaviotas que volaban sobre una mancha plateada que se reflejaba
desde el fondo del agua avanzando contra corriente. Sentí un cosquilleo en mi
cuerpo, pero nada que se igualara al miedo. Le dije a mi hijo que remáramos
rápido hacia ese punto plateado que se veía en el agua y en un dos por tres,
con ayuda de la leve corriente, nos acercamos.
Estábamos encima de la mancha plateada que
resultó ser un cardumen de Róbalo, inmenso, tan grande que las aguas se
pusieron plomizas en todo nuestro alrededor, desde el borde del muelle hasta
allá a lo lejos en dirección a Half Way Cay y la isla Chiquita de Miss Lilian.
Miré hacia abajo, nunca antes había visto
tantos róbalos juntos, tan grandes, tan hermosos, nadando sin ninguna prisa,
sin nada que interrumpiera su nado, sin nada que los inquietara, y, por encima
de ellos y de nosotros, la inmensidad del cielo limpio y claro con las gaviotas
que volaban en círculos con su canto, un mugido sordo que subía de intensidad,
como amenazándonos, hasta caer en una letanía aguda y estirada para seguir
subiendo y bajando, como escoltando algo que no quieren que se vea ni se toque, algo que no es de éste mundo.
Me encontraba como ido, admirando esa belleza,
eso que quizás sólo una vez en la vida puede ocurrir, cuando de pronto, quizás por
el instinto de animal que llevamos dentro, me acordé del arpón. Me agaché para amarrarlo
a la punta del bote, revisé la cuerda, la enrollé un poco y lo agarré con
fuerza. A mi hijo le hice señas para que no provocara el más mínimo ruido con
el canalete.
Dejé que avanzaran debajo del bote de canalete,
estaba en guardia, sin prisa, pero el corazón me palpitaba tan fuerte como los
cañonazos que tiraban los guardacostas cada vez que venía Somoza al puerto. De pronto vi
uno grande, abrí mis piernas para pisar con fuerza los bordes del piso del bote
y tomar impulso. Conté, midiendo el arponazo, uno, dos, y de pronto, a un lado
del que había escogido, se me atravesó otro mucho más grande, un inmenso
róbalo, el doble de tamaño, de unos cuatro metros de largo, al que a su paso
los otros se apartaban abriéndole espacio para que se desplazara, mientras arriba
las gaviotas revoloteaban como locas emitiendo sus graznidos amenazantes.
Este es, no puede ser otro, me dije y tiré con
todas mis fuerzas el arpón. Se deslizó como una bala entre el agua, se insertó
entre la cabeza y la primera aleta dorsal y, de un coletazo poderoso elevó
sobre la superficie un estallido de agua tan altísimo que las gaviotas dejaron
de graznar y desaparecieron con el cardumen.
La corriente se detuvo. Solamente quedamos el róbalo, mi hijo y yo en las aguas mansas. Unos segundos después, sentí el jalón igualito al de un remolcador que jala una ristra de doscientas tucas por el río Escondido. Caí de espaldas en el bote. El róbalo comenzó a jalar con tanta fuerza, a la velocidad de una panga con un motor de 45 caballos de fuerza, y en menos de diez minutos estábamos en la bocana del río Escondido, cerca de Schonner Cay. De pronto dejó de jalar y nos detuvimos.
Se cansó, ahora yo lo voy a jalar, le dije a mi
hijo. Comencé a jalarlo, poco a poco, jalaba y jalaba con todas mis fuerzas y, cuando
logro sacarlo a la superficie, mi hijo ya listo con el machete para darle en la
cabeza y meterlo en el bote, vemos que es una tuca.
¡¿Dios mío, qué es esto?!, se repetía mi hijo
una y otra vez al ver el gran pedazo de tuca que teníamos a la orilla del bote
de canalete.
Cuando me volvió la serenidad, cuando toda la
emoción de mi cuerpo desapareció, me senté en el plan del bote para pensar en
lo que había sucedido. Nadie va a creernos, pensaba y le dije a mi hijo que remáramos
lo más rápido que pudiéramos en dirección a El Bluff.
No nos dimos cuenta de cuantas horas tuvimos
que canaletear para regresar a la casa, allá al lado del cementerio donde
vivimos. Llegamos todos quemados por el sol y esa noche nos dio una calentura
que nos hacía tiritar. Ustedes no me van a creer, pero de algo si estoy seguro,
nunca más voy a salir de pesca en semana santa.
“Se fijan, camaradas, sólo guayolas nos
cuenta”, dijo Rafael Montero.
“Ja, ja, ja, otra ronda y nos vamos”, dijo
Pablo Álvarez mientras Zoilo entraba a la casa en busca de los tragos de guaro
lija que don Octavio ya tenía servidos y anotados en el cuaderno.
De la Serie: La Guayolas de Tapalwas.
Foto de Internet.
27 de julio de 2021.
Jajajaja Tremendo Tapalwas!! Clase de guayola!! Y del escritor ni se diga!! Muy bueno!!!
ResponderEliminarTapalwas dominaba el arte del cuentista. Sus guayolas se volvieron parte del imaginario de los Blofeños de su época. Saludos Tere y abrazos a doña Juana Angulo.
ResponderEliminarjajajajajajajjajajaa buena esa Ronald jajajajajajajaa
ResponderEliminarSolo el Blofeño de verdad puede sentirse orgullosos de esta pesca milagrosa de semana santa y las mentiras de tapalguas jajajajajjaa
buenisima hermano como nos gustaria una foto de victoriano africano y masayita jajajajajaja iconos de la farandula de tragos blofeños