viernes, 19 de septiembre de 2025

ALLÁ EN EL PUEBLO



El pueblo era lindo, alegre, lleno de luces de colores. Así lo pensaba yo antes. Tenía parques iluminados por donde se podía caminar y un malecón bonito donde siempre se paseaban las muchachas. Había restaurantes, cantinas y muchas fritangas en los alrededores y en las callecitas más estrechas, por donde no pasaba el camión. Iba los martes y los jueves por mi trabajo. Viajábamos en el camión que cargábamos los lunes y miércoles, todo el día hasta el anochecer. Luego cenábamos y caíamos rendidos, porque la chamba no era nada fácil.

El viaje siempre era pesado. Llevábamos sacos llenos de yuca, quequisque, maíz y frijoles recién cosechados; nunca faltaba el queso, y los jueves incluso llevábamos chanchos, que montábamos en un enrejado improvisado en la cola del camastro. Así íbamos, cargados hasta el tope, camino al pueblo. ¿Qué cuánto tardábamos? Dependía, porque así era la vida: impredecible. A veces el camino estaba bueno, mejor dicho, menos malo, porque ya era costumbre que estuviera lleno de hoyoncones, piedras sueltas en verano y charcos hondos en invierno, casi intransitable. Si no nos deteníamos ni a saludar a los conocidos de los caseríos, hacíamos unas tres horas desde el mero centro de la montaña hasta el empalme que lleva a los pueblos.

A pesar de todo, el viaje siempre me parecía entretenido; el camastro resonaba duro y había que ir moviendo la carga para que no se cayera o se maltratara. Pero los chanchos sí eran caso aparte: esos animales chillaban y se cagaban del miedo cuando bajábamos guindos empinados en la montaña. Lo peor era cuando se ponchaba una llanta, porque me tocaba a mí hacerle huevo y cambiarla. No era por el peso ni por la fuerza —para eso ya tenía mis mañas del oficio—, sino por el lodazal del camino, que me dejaba embarrado hasta la cabeza. Por eso siempre llevaba mi mudadita extra para cambiarme al llegar al pueblo, después de descargar el camión.

Como salíamos tempranito, al atardecer ya había terminado mi tarea. Llegaban otros camiones y camionetas a llevarse la carga: distribuidoras, matarifes, fritangueros, comedores. De toda clase de negocios venían a comprarnos y nos hacían encargos para el siguiente viaje. Moncho, el chofer, era quien manejaba el dinero y le rendía cuentas al patrón. Yo prefería no meterme en eso, porque si algo salía mal, el que salía embarrado era yo. Mejor así, tranquilo, aunque sabía que algún día iba a ser el jefe, cuando estuviera más grande.

Mientras tanto, Moncho llevaba el camión al lavadero y yo me iba a la pensión donde nos pagaban la dormida. Me bañaba, me ponía chajín y salía listo para dar una vuelta. Me gustaba mucho caminar por el malecón, sentir la alegría de la gente que se acomodaba en las bancas y los bordes, cerquita del río. Desde allí veía llegar lanchas y pangas repletas de personas que bajaban con sus maletas, sus sacos, y rápido se escurrían por las callecitas del pueblo. Había parejas que se tomaban fotos. Desde la orilla del río veía la plaza, y los restaurantes llenos de gente que venía de todas partes, hasta cheles de otros países o viajeros que pasaban la noche antes de cruzar la frontera. Los veía alegres y entretenidos, y después seguía caminando hasta unas cuadritas más pequeñas para buscar una fritanga y comer algo.

Ahí, justo ahí, ocurría la magia verdadera de esos viajes al pueblo. Ahí veía a la Ria, la muchacha que atendía. Apenas miraba sus ojos negros, grandes y bonitos, sentía como si se me abriera el cielo y el corazón me latiera a cien por hora. Ella era joven, tenía dieciséis años, y me fascinaba la gracia con que hacía sus cosas. Era alegre, y cuando sonreía, sus dientes brillaban en la noche. En su cinturita colgaba un delantal pintado de fiesta, lo amarraba socadito como quien sabe el hechizo que carga. Y cuando caminaba —si la vieras— me daba una risa dulce, como de nervios, porque se movía con la soltura de una garza azul: esa que cruza el estero sin apurarse ni alborotarse, sabiendo que todos la miran.

Ella me atendía con su encanto. Una vez pude tocarle las manos y sentí que eran suaves como flor de cedro que adorna el camino. Moncho también llegaba a esa fritanga, aunque a él le gustaba la patrona, la jefa de Ria. Siempre me animaba para que le dijera que me gustaba, pero me entraba un miedo, una cosa rara, como si al decírselo se fuera a acabar esa alegría tan bonita que sentía cada vez que iba al pueblo.

Así que pasaba el rato mirándola desde mi mesa. Veía cómo atendía a los clientes con delicadeza, lo fina que era con ellos. Escuchaba su vocecita suave, que sonaba como una quebradita de agua fresca bajando de la montaña hasta fundirse con el río; un río tan grande como los sentimientos que me despertaba.

Moncho decía que cuando estuviera mayorcito me parara firme frente a ella y le confesara todo lo que sentía. Mientras llegaba ese día, yo terminaba de comer y me despedía tímidamente. Sonriente me decía: “¡Adiós, Kike, que Dios te acompañe!”, y yo regresaba por esas callecitas silenciosas hasta la pensión. Me acostaba pensando en mi Ria, y así me pasaba las noches lluviosas en el pueblo, dándole vueltas y más vueltas en mi cabeza.

Y así pasaron los años: yo en mis viajes, y ella en su fritanga. No me cansaba de mirarla. Aunque me deslumbraba por bonita, también en ese ir y venir había visto de todo, sí señor… Desde gente que salía del monte con cueros de animales enormes, troncos gigantes cortados en trozas, y excavaciones tan hondas que parecían tragarse la tierra, de donde los hombres sacaban pepas de oro y salían como locos, untados hasta el pelo de lodo, rogándonos que los lleváramos, aunque fuera hasta el empalme.

Una noche le dije a Ria que cada día la veía más linda. Fue Moncho quien me empujó: “Decile ya, hombre, si no te vas a quedar sin Beatriz y sin retrato”, me soltó serio, como quien ya se hartó de verme callado. Y yo se lo dije. Ella se puso nerviosa, los ojazos le brillaron como la luna subiendo por la montaña y me dio las gracias, como quien llevaba tiempo esperando que lo dijeran.

Y mire usted… resultó la magia. Una noche de lluvia esperé que cerrara su fritanga, y caminamos por una de esas callecitas angostas. En el corredor oscuro de una casa nos dimos nuestro primer beso.

Volé de contento a mi comunidad. Anduve cantando por los caminos, contándole a los árboles y al monte que por fin tenía novia. “Ria es mía”, me repetía en silencio, como quien acaricia una flor entre las manos sin querer que se deshoje.

El martes siguiente, apenas terminé de descargar, me fui a bañar y me puse la mejor camisa. Me perfumé con fe. Bajé silbando, feliz, y fui directo a su fritanga. Pero ella no estaba. La patrona me dijo que desde el viernes no había vuelto. Que la habían ido a buscar a su casa, pero nadie sabía nada. Su familia estaba preocupada. Muy preocupada.

El jueves, cuando regresé, volví con el corazón encogido. Y fue allí donde me dieron la noticia. A Ria la habían encontrado en un recodo del río. Muerta. Con golpes en el rostro y moretones en las piernas. Dicen que la violaron. Que fue un grupo de hombres. Que nadie vio nada. Que quizás cruzaron el río y se fueron lejos. Su familia la llevó a su comunidad para enterrarla. Y yo... yo grité. Grité como nunca. De rabia, de impotencia, de dolor.

Desde entonces, todo cambió. La fritanga se quedó vacía. Moncho me dice que no pierda la fe, que siga, que la vida es así. Pero ya no es igual. Sigo en la ruta, en los caminos, subiendo y bajando la montaña, pero voy con el alma hecha pedazos. Me cuesta reír. Me cuesta dormir. Me cuesta creer que un amor tan limpio, tan bonito, haya terminado así.

Y cuando paso por el pueblo, ya no me bajo en la esquina alegre. No pregunto por ella. Porque ya sé. Porque allá en el pueblo, donde una vez pensé hacer mi nido, solo quedó el eco de su risa y una fritanga cerrada.

Allá en el pueblo... se me rompió el corazón.

El camino, antes lleno de cantos, ahora es un murmullo triste. Las mismas curvas, los mismos charcos, los mismos baches... pero ya no tengo prisa por llegar. Ni siquiera por salir. Me siento en la parte de atrás del camastro a veces, mirando el polvo, dejando que el sol me queme la cara, y no digo nada. Moncho me habla, pero yo apenas lo oigo. La risa se me fue. Y la voz también.

Antes, cuando pasábamos frente a los guayabales, me gustaba bajarme a cortar unas cuantas frutas para llevárselas. Ría decía que la guayaba tenía su propio perfume. Ahora los miro, y no siento nada. Ni la fruta, ni el monte, ni el viento me traen consuelo.

Me duele la espalda, pero más me duele el pecho. Es como si alguien me hubiera arrancado algo de adentro. Me despierto por las madrugadas, en el hospedaje donde duermo, y la busco con la mano, creyendo que está ahí, aunque nunca se haya acostado conmigo. Es que yo la soñaba para siempre. Para reírnos juntos en una mecedora, para envejecer con niños, para ver llover tomados de la mano. Para eso la quería.

Y ahora voy por los caminos con el corazón deshecho. Las noches son las peores. Porque en el monte, cuando el motor se apaga y el canto de los grillos es lo único que suena, me llega su voz. Me llega su risa. Me llega la pregunta que nunca me hice: ¿por qué? ¿Por qué ella? ¿Por qué así? 

Dicen que los que lo hicieron huyeron lejos. Que quién sabe. Pero yo lo que sé es que se llevaron a mi Ría. Me arrancaron el alma. Y no hay justicia que me la devuelva.

A veces quiero bajarme del camión y quedarme allí, en medio del camino. No avanzar más. Pero algo en mí —tal vez su recuerdo— me empuja a seguir. Con el pecho lleno de piedras, con los ojos secos de tanto llorar por dentro, sigo. Por ella.

Porque, aunque me quitaron su cuerpo, su dulzura se quedó conmigo. Porque, aunque la fritanga ya no humea, el amor que cocinamos allí, entre tortillas y miradas, no se borra. Porque, aunque su risa ya no se escucha allá en el pueblo... dentro de mí, todavía canta.

Y así voy, subiendo montañas, cruzando ríos, bajando al llano. Como antes. Pero no igual. Nunca más igual.

 

20 de junio de 2025.

Foto: Internet