Un hombre parecido a Cristo llegó a El Bluff,
a inicios de los años 70.
Era flaco, alto, con el cuerpo como un tronco seco
moldeado por el viento y el salitre.
Pelo largo, barba enredada,
ojos que miraban lejos,
como si siempre buscara otra orilla.
Vestía cotonas sueltas,
collares coloridos al cuello,
y sandalias con suelas de llanta.
Su andar, aunque desgarbado,
tenía un ritmo sereno,
como quien camina sabiendo
que no hay destino, solo camino.
Tenía una nariz fuerte,
las orejas se perdían bajo el cabello,
y los pasos largos lo llevaban
de punta a punta del andén,
y en los tres kilómetros cuadrados que El
Bluff
podía ofrecerle al mundo.
No cargaba biblia,
ni venía con palabras sagradas.
No reprendía,
no prometía cielo ni infierno,
hablaba del amor como quien lo ha probado,
como quien sabe que la paz no se impone,
se vive.
Los marineros lo subían a sus barcos,
las mujeres de las cantinas
le guardaban café y pan dulce.
Los chavalos lo seguían con asombro,
no por lo que decía,
sino por la forma en que estaba vivo.
A veces lo llevaban mar adentro,
no para que pescara,
ni para que enseñara nada,
sino para que su presencia
hiciera más liviana la faena.
Él fumaba en silencio
y dejaba que el viento hiciera el resto.
Era común verlo sentado
en la esquina frente a la escuela y la capilla,
esperando a que alguien le preguntara algo,
para entonces hablar del amor,
como si de eso dependiera
que el sol siguiera saliendo al día
siguiente.
Un día desapareció.
Mujeres, pescadores y jóvenes lo notaron.
Cada quien lo extrañó como si
fuera un pariente querido,
como a alguien que sin pedir nada,
les dejó una luz encendida.
Dicen que subió a la cúspide
del cerro Cuizaltepe,
como si fuera a dar su último sermón.
Desde entonces, nadie lo ha visto…
pero a veces, en varios pueblos,
alguien cree que lo ve pasar,
y al voltear, ven su figura
que se aleja.
Semana Santa de 2025.
Foto: Internet.
