martes, 22 de octubre de 2013

CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL DE NUEVA GUINEA

Tres hombres estaban sentados en una banca de la catedral de Nueva Guinea y otros, quizás unos doce, pegados unos a otros, limpiaban con cepillos metálicos el sarro de la verja perimetral. El cielo gris les facilitaba su labor, sus rostros se mostraban contentos y el ritmo de sus brazos, de abajo hacia arriba, desprendía una nubecita amarilla atenuada por la llovizna, permitiéndoles avanzar hacia la izquierda en dirección al portón principal. Frente a ellos, al otro lado de calle, se escuchaba el sonido de la presión del aire con que inflaban llantas en la vulcanizadora.

    Me parece que ayer la inauguraron —dijo el hombre que estaba en el extremo izquierdo de la banca. Los brazos cruzados descansaban colgados en su barriga.
    El tiempo vuela —comentó el del centro luego de quitarse la gorra que llevaba puesta y mostrar su calva.
    ¡Ya está el café! —gritó una mujer.
    Voy a traerlo —dijo el flaco que estaba sentado en el extremo derecho y se dirigió al estante de la glorieta.

En el techo, al lado de la torre izquierda, dos hombres colgados por mecates limpiaban con cepillos plásticos embebidos de detergente el moho adherido en la pared. Desde la nave central se escuchaba el ruido de las tablas de las bancas que eran desarmadas y acomodadas en sus extremos.

    Y vos, ¿cuántos años tenés de vivir aquí? —preguntó el Pelón.
    Más de veinte, me vine después de la guerra —dijo el Panzón —. Me refugié en Costa Rica, ¿y vos?
    Está hirviendo —interrumpió el flaco al regresar—. Les entregó un vasito descartable con café y volvió al estante.
    Desde siempre —dijo el Pelón—. Nunca me he ido.
    Qué aguante el tuyo, hasta pelón has quedado.
    De qué hablan —preguntó el Flaco y se sentó en la banca.
    Recordando cosas, nada más —dijo el Panzón.

Un grupo de jóvenes entró al predio de la catedral por el portón izquierdo. Su alegría interrumpió la plática de los hombres al pasar entre las mesas de la glorieta. Se dirigieron al estante y la mujer les entregó varios machetes y rastrillos. Atravesaron el salón y fueron al jardín de la izquierda, contiguo a la pila bautismal.

    He aguantado de todo, pero comparado con otros tiempos estamos mejor —dijo el Pelón.
    Jajaja —se carcajeó el Flaco—. Sobre todo a las mujeres.
    ¿Por qué? —preguntó el Panzón.
    Porque ya no tiene, todas lo han dejado —dijo el Flaco.
    No, ¿Por qué decís que estamos mejor? —preguntó el Panzón.

El Pelón se quedó observando a los hombres colgados de los mecates que cepillaban las paredes y el moho convertido en agua sucia escurriéndose hasta el piso. A su derecha, más allá del barrigón y de las mesas, fuera de la sombra del techo de la glorieta, los chavalos podaban las plantas del jardín mientras las chavalas reunían hojas y ramas con los rastrillos. Detrás de ellos, los hombres que cepillaban las verjas ya habían avanzado más allá del portón principal.

    Porque estamos en paz, porque no hay guerra —dijo el Pelón.
    No jodás — dijo el flaco—. ¿Ya te dejó en paz la Juana?
    Ni me menciones la guerra, es horrible —dijo el Panzón.
    Y qué me dicen de esos que andan armados en la montaña —dijo el Flaco.
    Son delincuentes comunes —dijo el Pelón.
    Y qué me cuentan de las violaciones, los asaltos y los secuestros —dijo el Flaco.
    No exageres tanto, antes estábamos peor —dijo el Panzón.
    Estamos jodidos pero en paz —dijo el Pelón.
    ¡Clase de paz la de ustedes!, que no haya guerra no quiere decir que tengamos paz —dijo el Flaco.

Un hombre de cabello y bigote gris salió de la nave principal de la catedral, saludó a los chavalos y entró en la glorieta. Al verlo, el grupo de hombres que cepillaban las verjas y los que estaban colgados de los mecates dejaron sus labores y se acercaron a la glorieta.

    Ya descansaron suficiente —dijo el hombre de cabello y bigote gris dirigiéndose a los de la banca—. Les hace falta limpiar el campanario de la izquierda.
    Vamos —dijo el Pelón.  Los otros dos lo siguieron.
    Fresco para todos —dijo el hombre de cabello y bigote gris dirigiéndose a la mujer del estante.

El Panzón, el Flaco y el Pelón entraron en la nave de la catedral. Desde la glorieta se escuchó la carrera que dieron al subir las gradas de la torre.

21/10/2012

martes, 15 de octubre de 2013

TODO POR UN RONDÓN

Cuando pensé que tenía todo lo necesario para hacer el rondón llamé por teléfono a la Tere; “tenés que traer el pescado”, dijo. Iba hacia el muelle de las pangas que viajan a El Bluff con mi primo Javier Álvarez, “el Tanquecito” y tuvimos que regresar a la esquina de la bajada del mercado Teodoro Martínez de Bluefields para comprar el pescado: unos yellow tail de tamaño mediano, los ofrecen los vendedores en cubetas de plástico en ese sector que, por eso, tiene una fragancia particular. “¡Llevar pescado al puerto, qué locura!, ¡al monte no se lleva leña!”, le dije a Javier. “Hasta los mutruz desaparecieron”, respondió riéndose.  

Al pasar el portón del muelle, tres hombres estaban sentados en una banca ubicada frente a la boletería; tomaban aguardiente y conversaban tan contentos que todos los volvían a ver por sus carcajadas. No esperamos mucho tiempo, el cupo de pasajeros se completó en media hora. Eran las diez de la mañana cuando le pasé las bolsas con las compras a Javier, quien estaba de pie, y me sostuve de su hombro para abordar la panga. El viento no agitaba olas. Un bote largo repleto de carbón maniobraba para atracar en el muelle del mercado, casi metiendo la proa en el basural acumulado debajo del edificio. Cuando el panguero encendió el motor fuera de borda sentí más intenso el aroma de la gasolina mezclada con aceite que cambiaba la tonalidad del agua, entre azul y amarillo, por el ardiente sol.

No vi botes de pescadores en la travesía de veinte minutos, caminamos por el andén hasta la casa de doña Juana Angulo, ubicada frente a la bajada del eterno cuartel de los guardacostas. Con la cadena oxidada que asegura el portón de zinc, Javier dio varios golpes para ser escuchado. “Entren, no tiene candado”, gritó doña Juana. No ingresamos hasta estar seguros de que nos había oído porque recordamos que, a pesar de su avanzada edad, no le falla un rifle calibre 22 bien aceitado para espantar a los intrusos que se aventuran a entrar en su patio.

    Ya ni pescado se encuentra aquí, se acabaron esos tiempos —dijo doña Juana al saludarla. Estaba en la salita sentada en una mecedora de más de medio siglo de antigüedad.

Javier
Luego de la bienvenida nos dispusimos a preparar el rondón a un lado de la cocina. Javier es un gran cocinero y desde un inicio pensé que prepararía el rondón, pero la Tere se impuso. Entre pláticas les conté que mi papá decía que el rondón debía prepararse entre familiares y amigos, preferiblemente en la playa, a la orilla del mar, para lograr su magia al degustarlo. La Tere ralló los cocos y extrajo la leche, peló los plátanos, bananos, yuca y el quequisque, depositándolos en una pana de plástico mientras yo trataba de encender el carbón. Cuando Javier terminó de preparar el pescado dijo: “Se nos olvidó algo” y se ofreció para buscar una botella de ron.

Con un pedazo de cartón soplaba el fogón lleno de carbón. Desde la sala doña Juana Angulo estaba pendiente de nosotros. “En este fueguito va a dilatar mucho tiempo”, le dije repetidas veces a la Tere. “Cálmate, muchos jodes, ya vas a ver, así lo he hecho siempre”, respondía. Hizo astillas un pedazo de madera roja, la echó en el carbón y se encendió. Puso una parrilla encima del fogón y sobre ella el caldero hasta la mitad de leche de coco. “No dejes de soplar”, dijo. “Esta mujer es mandona”, le dije a doña Juana y rio a carcajadas. “Acordate de los condimentos”, respondió doña Juana y la Tere salió al patio. Regresó con una hojitas de orégano y albahaca que esparció en el caldero y le echó sal, pimienta, chiltoma y cebolla mientras estaba pendiente del pescado que sofreía en una paila. Javier apareció, cortó unos cocos, los peló y con esmero nos atendía. Con delicadeza la Tere acomodó el plátano, el banano, el quequisque y la yuca y de último, cuando hervía la leche, acomodó el pescado sofrito. Mientras se cocinaba el rondón conversamos de diferentes temas y doña Juana Angulo mostró fotos del pasado, de sus hijos y sus nietos.

Este ritual fortalece nuestra identidad caribeña, funciona como centro y motor de cohesión a través del cual se aglutinan voluntades y esfuerzos. Me di cuenta, nuevamente, que la amistad se fortalece alrededor de una mesa al degustar el plato preferido y más aún cuando es preparado con la participación activa de amigos y familiares. Pensando en ello, luego de saborear el exquisito rondón bajo la sombra de los árboles de Mango cuidados por el rifle 22 de doña Juana Angulo, hice una siesta revitalizadora en una hamaca, escuchando las pláticas placenteras de Javier y la Tere.

Lunes, 14 de octubre de 2013


lunes, 7 de octubre de 2013

EL FOTÓGRAFO DEL PUERTO


“El interés por la fotografía me surgió después de ver una película de Roy Rogers cuando inauguraron el cine hogar de don Alberto”, dijo Eduardo al comentar sobre su arte que, por más de medio siglo, captó en imágenes los acontecimientos más importantes ocurridos en el puerto de El Bluff.

Esa tarde los habitantes del sector de la capilla bajaban por el lado de la cantina de Miss Pet, los del lado de la aduana subían por la esquina de Miss Lilian y el corredor hervía de gente que esperaba ansiosa la apertura de la puerta izquierda. En la ventana ubicada al lado de swing —en el que don Alberto mecía holgadamente su rechoncho cuerpo sin saludar a los que caminaban por el andén— vendían los tickets, un peso por persona, sin importar edad, sexo ni color. La fecha y hora fue anunciada con anticipación, de boca en boca entre vecinos, hasta llegar la noticia a la colonia del Guerrillero, las cantinas ubicadas alrededor del campo de beisbol y el barrio del Suampo. Allí estaban todos ante una expectativa nueva que los sacaría de la rutina portuaria.

Los chavalos corrían hacia la tienda de Toño Real y doña Estercita; comparaban empanadas, chicha en botella, leche de burra, bombones y chingongos en una algarabía de felicidad, pero el Patito, así le llamaban a Eduardo, no se movía de su lugar: “Sin zarandearme, sin perder un centímetro de espacio, me pegaba a la puerta aguantando la presión del tumulto”, recuerda.

La puerta se abrió a las siete y el Patito quedó prensado entre la pared y la corriente de gente que se escurría por el pasillo hasta llegar al salón ubicado en el fondo de la casa. Al ser liberado, salió caminando triunfalmente con sus pasos encontrados, acomodándose el cabello rizado alborotado con las manos, moviendo lateralmente el dorso como péndulo de reloj nervioso y estirando sus brazos cortos en un constante aleteo de felicidad.

“Llegue al salón cuando estaba oscuro y los gritos me dieron la bienvenida con las luces emitidas por el proyector sobre una manta blanca tendida en la pared derecha, materializando las imágenes en blanco y negro de Roy Rogers cantando montado en su caballo Trigger”, dijo Eduardo. Unos aplaudían, otros se acercaban a la manta para tocar el caballo pero don Alberto calmaba la euforia masiva. “No encontré lugar, de haberlo hecho no podría ver al vaquero ni al caballo por los cuerpos y cabezas que lo tapaban, pero me subí a la última banca del fondo, pegada a un biombo de madera, donde estaba ubicado el proyector”, agregó y sus ojos gatos brillaron al recordarlo. “La película continuamente se detenía y la gente, gritando enfurecida, pedía que les regresaran su peso, pero don Alberto encendía las luces amenazándolos —el que siga gritando no vuelve a entrar, les decía— y se quedaban calladitos”.

Al finalizar la película, una hora después, fue el primero en salir; al llegar a su casa, luego de subir una ladera, esquivando palos de Coco, Mango y Caimitos con un flash light, emocionado le dijo a Rosemary, su mamá, que quería ser fotógrafo para captar la vida y los acontecimientos que se daban en el puerto.

“Ella sonrió después de cerrar la puerta. Cuando entró a su cuarto desde el mío la escuché decir: Aquí no pasa nada interesante y nadie se gana la vida tomando fotos, ojalá que los hombres y las mujeres no se vuelvan haraganes con ese invento de don Alberto porque nos morimos de hambre, sólo eso faltaba, que se acabe la paridera de zipotes”, dijo Eduardo riéndose.

Rosemary siempre se opuso a su deseo, pero su colección de fotos, en blanco y negro y a color, guardadas con esmero en varios álbumes, fue su mayor tesoro. Inmortalizó nacimientos, bautizos, comuniones, procesiones, cumpleaños, casamientos, sepelios, ranchos en la playa, las casas made in USA de la Colonia, barcos mercantes en el muelle, curas, marineros, cantinas, prostitutas, borrachos, aterrizajes del avión amarillo, empleados y agentes aduaneros, el parque de la loma, el casco hundido del Jamaica, coroneles y oficiales de la guardia, la planta de la Booth, visitas de presidentes, barcos pesqueros, barcos surcando la bahía, así como amaneceres y atardeceres.

Cuando le pregunté sobre las fotos, con ansias que me las mostrara, sus ojos claros se nublaron. "Todo desapareció con el huracán Juana, se perdieron todas, no quedó nada, todos desapareció al igual que las esperanzas de los blofeños", dijo.

Antes de partir para continuar caminando por el andén del puerto con el fin de visitar a viejos amigos y amigas, me retuvo. Conversábamos bajo la sombra, sentados frente a la casa que poco a poco ha reconstruido, con el viento fresco proveniente de la playa aminorando el candente día soleado. "Vení, entrá, tenés que ver a Mary antes que te vayas, está bien mal", dijo. Lo seguí, corrió una cortina blanca y entramos a la habitación. "Es el Ronald, el hijo de Ofelia y de Hill", le dijo. Tomé su mano, besé su frente y le dije que ellos ya habían cruzado el umbral del tiempo. "No te puede ver pero te escucha", dijo Edward. Los ojos de Mary se iluminaron por el brillo de las lágrimas y el tiempo se detuvo en su lecho de agonía para que tuviera la oportunidad de ver las imágenes del pasado captadas por el fotógrafo del puerto.

 10/11/2016