viernes, 22 de noviembre de 2019

UN PARAGUAS COLORIDO



A lo lejos, en dirección hacia el oriente, se escuchaba el avance de la lluvia entre la copa de los árboles y, a los lados, la tierra barrosa permanecía húmeda. El aroma de fertilidad se infiltraba en el piso embaldosado, entre los pilares de madera rolliza y las mesas hechas con discos de troncos, mezclándose con el de la carne que se asaba al lado del bar. Episcias florecidas caían de maceteras adheridas en lo alto de los pilares y, en sus bases, cipreses y robelianas daban la bienvenida a los visitantes, difuminando el color gris de la carretera que brillaba frente al salón.
 
El sonido de la lluvia sobre el techo de zinc creció en intensidad hasta transformarse en un diiish ensordecedor. Un bus que viajaba en dirección hacia Managua, con el vidrio rotulado “Expreso de Bluefields”, se parqueó frente al comedor chorreando agua. Los pasajeros bajaron de prisa, tapaban sus cabezas con las manos corriendo hacía el salón y, al estar en resguardo de la lluvia, sacudían sus cuerpos.

Una mujer joven, morena, que cargaba un bolso de viaje y se cubría con un paraguas colorido, fue la última en entrar. Se detuvo en una de las mesas, cerró el paraguas, lo acomodó al lado del bolso, se sentó de frente al salón y observó el entorno. Los pasajeros se dispersaron entre la zona del bar y la cocina, los mostradores de comida, el asador de carnes y los servicios sanitarios.

Tomó el teléfono para hacer una llamada. Se levantó y caminó en los alrededores de la mesa, sin ir más allá del sitio que ocupaba. Sus ojos eran color café claros. El cabello negro lo llevaba en trenzas que caían en sus hombros imperiosos, cubiertas por una boina amarilla. No era alta, pero la lycra negra que llevaba puesta resaltaba su figura de reloj de arena: abdomen reducido, cadera vasta, nalgas circulares y piernas rollizas propias de una veinteañera. Bajo una camiseta color mamón, sus pechos serpenteaban al ritmo de los pasos que daba. Se movía con inquietud entre las mesas cercanas, como si no concretizaba una llamada urgente.

Los pasajeros comenzaron a tomar su desayuno. La lluvia cedió en su ímpetu, las gotas caían suavemente. Se mezclaron los sonidos —tenedores y cuchillos tocando platos, el motor encendido del bus estacionado, la música de los televisores y el murmullo de los comensales— con el aroma de los alimentos y la tierra húmeda. En ese ambiente, la joven morena caminó hacia la barra del bar, conversó con una mesera y regresó siempre con el teléfono pegado a su oído, escuchando y volviendo a marcar.

    Su café —dijo la mesera al ponerlo en la mesa.
    Gracias —respondió la morena —. No puedo conectar una llamada —agregó.
    La señal es mala, debe salir a la orilla de la carretera —sugirió la mesera.
    ¡Oh, gracias! Me urge comunicarme.

La mesera regresó al lado de la barra y la morena tomó su bolso de viaje, caminó hacia la carretera y abrió el paraguas. Los otros pasajeros comenzaron a abordar el bus para seguir el viaje hacia Managua luego de veinte minutos, el tiempo que tardaba la parada en el comedor. La morena sobresalía entre la gente que entraba de prisa al bus, conversando por teléfono, con el bolso a sus pies, el teléfono en una mano y el paraguas abierto en la otra. Un hombre se acercó a ella. Intercambiaron palabras pero seguía con la llamada al teléfono. El hombre subió de prisa, la puerta se cerró, el motor aceleró y de un arrancón el bus continuó en su recorrido.

La mujer terminó la llamada y quedó solitaria en la carretera. El verdor de los arbustos detrás de ella se notaba con intensidad. Regresó a la mesa del comedor donde había dejado el café. La lluvia había cesado y el salón del comedor ahora estaba solitario, en silencio. La mesera se acercó a la mesa.

    ¿La dejó el bus?
    Tuve una emergencia —dijo—. Esperare el próximo —agregó con una sonrisa en el rostro.
    ¿El de Bluefields o de Managua?
    El de Bluefields.
    No tarda, ya debe estar por llegar. ¿Necesita algo más?
    No, gracias. Sos muy amable y guapa —dijo la mujer morena y ambas sonrieron.

Tomaba su café con calma pero con la atención puesta en la carretera. El sol comenzaba a salir entre las nubes grises, la humedad del suelo se vaporizaba y el ambiente entraba en calor. Del lado de la cocina se escuchaba que lavaban platos y cubiertos mientras en el salón las meseras limpiaban mesas, sacudían sillas y barrían el piso embaldosado. En el asador volvían a poner carnes y los exhibidores eran rellenados de los distintos alimentos que ofrecían.

El teléfono de la mujer sonó con intensidad. Contestó la llamada de inmediato y corrió hacia el lado de la carretera haciendo movimientos con sus manos. Un bus se estacionó al lado del comedor. Los pasajeros comenzaron a bajar y ella los miraba atenta. Entre ellos una mujer salió corriendo hacia ella, se abrazaron y besaron.

Regresaron a la mesa tomadas de la mano. La amiga de la morena, una mujer de pelo liso, vestida de falda y blusa blanca, cargaba una mochila y se notaba sonriente. La morena se dirigió hacia la barra del bar. Habló con la mesera y, al regresar a la mesa, le acarició los hombros. La mujer del cabello liso respondió a la caricia con un rápido movimiento de cuello que puso en contacto sus mejillas con las manos. Sentadas se observaban con un brillo intenso de sus ojos.

El ambiente del salón se volvió eufórico con el caminar y las voces de los pasajeros, los que después de veinte minutos, volvieron al bus que continuó en su ruta hacia Managua. Después que partió, un taxi se estacionó en el parqueo.

    Ese es su taxi —dijo la mesera dirigiéndose a la mujer morena.
    Gracias, sos un amor —respondió.

La morena del paraguas colorido y su amiga lo abordaron, giró en dirección hacia algún lugar de la ciudad de Nueva Guinea y el silencio se apoderó por unos instantes del comedor.

19 de noviembre.
Managua, Nicaragua.
Foto: Internet.


lunes, 11 de noviembre de 2019

EL FANTASMA TIENE COMPAÑÍA



Ayer vi a Julio, también lo vi hace ocho meses y hace un año. La amistad entre nosotros se ha forjado con el tiempo a través de su arte, siempre lo he buscado para que repare o construya muebles de madera que se han necesitado en mi casa a lo largo de los años.

Hace un año, después de cotizar el valor de un mueble de cocina con sus gavetas y armarios con varios carpinteros, Julio me hizo la mejor oferta y nos arreglamos. Julio siempre ha sido conversador, en esa ocasión, dijo que antes, cuando promovía el béisbol infantil, todo mundo lo buscaba y visitaba. Ahora son pocos los que se acuerdan de uno, dijo y noté que renqueaba de su pie izquierdo. Es el azúcar, respondió cuando le pregunté. Cuídate, le dije y dijo que sí, que se cuidaba pero hermano vieras lo difícil que es estar alimentándose a base de verduritas, cosas simples, poca sal, poco dulce, uno no se aguanta las ganas de comer lo que más le gusta. Me mostró la pierna y la vi de reojo, un golpe que se transformó en una llaga y luego en un dolor de cabeza permanente para Julio.

Con él anduve en el jeep dando a hacer las piezas de vidrio para el mueble en una vidriería. Noté que renqueaba cada vez más y que era poco el tiempo en que se podía mantener de pie. Cuando terminó de construir el mueble mandó a su hijo a instalarlo y el chavalo me dijo que su papá se sentía mal por lo del pie.

Hace ocho meses me di cuenta que a Julio le habían amputado la pierna. La llaga, el azúcar, me dije y lo visité. Estaba sentado en una silla en el corredor de su casa, viendo hacia la calle, hacia el extremo oriental de lo que fue la antigua pista de aterrizaje de Nueva Guinea. Julio estaba allí sin una pierna, sin su pierna izquierda, incompleto, casi postrado pero al verme sonrió, su cara se iluminó y me ofreció un asiento. Aquí estoy, ya no aguantaba ese dolor de todos los días, dijo.

Lo llevaron al hospital a una curación de la llaga pero ya no se podía, estaba en estado de descomposición, con gangrena. Lo trasladaron al hospital de Juigalpa y de allí salió sin una pierna, era necesaria la amputación porque si no perdería la vida. Mientras estuvo hospitalizado, se organizó un hablatón en Radio Manantial para apoyarlo. La gente de Nueva Guinea, siempre solidaria, aportó 15,000 córdobas para su recuperación.

Hasta los niños llegaban a dejar monedas, dijo Julio sonriente. Tenés que cuidarte más que antes, le dije y traté de animarlo.

Por unos instantes me puse en su lugar y me di cuenta de lo doloroso, física y emocionalmente, que es dejar de tener una pierna, una pierna que te ha apoyado todos los días de tu vida y que de pronto deja de estar allí, deja de apoyarte pero la seguís sintiendo en su lugar, sentís picazón, seguís sintiendo dolor, está presente como un fantasma que siempre llega a visitarte. Me di cuenta que Julio, a pesar de su sonrisa, tenía una gran angustia y desesperación.

Tenés que ponerte una prótesis, tenés que volver a caminar, no te desanimes Julio, le dije, pero Julio me miraba sonriente como si estuviera pensando: “sí hermano, todos me dicen lo mismo, no quisiera verte en mi lugar, estarías llorando de rabia por lo sucedido, sin poder salir a la calle como lo hacías todos los días, sin poder barrer la acera, sin poder cepillar una tabla, sin poder sacar a los perros ni a cagar, y me das consejos, si supieras cómo es esto que me está pasando, estoy desbaratado, ya no soy el mismo, ahora dependo de otros hasta para poder levantarme de la cama, para ponerme el pantalón, esos a los que les he cortado la pierna izquierda como a mí me lo hicieron, estoy jodido, antes, hace mucho tiempo, corría de home a primera en segundos, sí, es cierto, pero con el paso de los años apenas trotaba porque te vas haciendo viejo, el cuerpo te abandona, y de aquí al mercado me llevaba un mundo para llegar y regresar, saludando al que me encontraba en la calle”.

Aquí estoy, así me vas encontrar en este corredor viendo a los que pasan para saludarlos sin poder trabajar, ahora es mi hijo el que mira el taller, ya sabes, cualquier cosa que necesites nos buscas. Por supuesto, claro que si Julio, pero busca la prótesis, en estos tiempos es menos complicado conseguir una, le dije al despedirme.

Ayer vi a Julio y me sorprendió. Llegué a cancelarle un par me muebles de cocina que me hicieron en su taller y, al entrar lo vi de pie, lijando una tabla. Vi, siempre de reojo, su pierna izquierda y calzaba tenis. Su rostro me pareció más joven, lo vi más corpulento, con su estado de ánimo de siempre, hablador, risueño. Hace unos cinco meses la hice de madera con mis propias manos, solamente el cuchumbo, donde engarza en el muñón es de fibra de vidrio, dijo con orgullo.

Julio es un campeón, me dije y lo imaginé haciendo su pierna de palo, de madera, tomándose las medidas, ideándola, buscando cómo, haciendo pruebas, cometiendo errores hasta tenerla lista y ponérsela, probarla, ajustándola, dar el primer paso con una gran sonrisa aunque el fantasma siga allí pero ahora tiene compañía. Hasta hoy no he tenido problemas, dijo y quedamos en que me va a componer el comedor que usamos en mi casa desde hace más de veinte años para que esté como nuevo para la navidad. Luego nos despedimos.

Julio Amador es un luchador, no se da por vencido, su prótesis no le ha chimado ni ha sangrado, pero es necesario que use una profesional con todas las de ley, porque una mala prótesis es como una llanta ponchada, no llegará muy lejos a menos que la cambie, y una de esas cuesta como unos dos mil dólares. Ahora me doy cuenta que en nuestro país es difícil conseguir una prótesis, pero también estoy más convencido que una persona como Julio merece una nueva oportunidad de vivir y vale la pena ayudarle.

10 de Noviembre de 2019.

Foto: Internet.