A lo lejos, en dirección
hacia el oriente, se escuchaba el avance de la lluvia entre la copa de los árboles
y, a los lados, la tierra barrosa permanecía húmeda. El aroma de fertilidad se
infiltraba en el piso embaldosado, entre los pilares de madera rolliza y las
mesas hechas con discos de troncos, mezclándose con el de la carne que se asaba
al lado del bar. Episcias florecidas caían de maceteras adheridas en lo alto de
los pilares y, en sus bases, cipreses y robelianas daban la bienvenida a los
visitantes, difuminando el color gris de la carretera que brillaba frente al salón.
El sonido de la lluvia
sobre el techo de zinc creció en intensidad hasta transformarse en un diiish
ensordecedor. Un bus que viajaba en dirección hacia Managua, con el vidrio
rotulado “Expreso de Bluefields”, se parqueó frente al comedor chorreando agua.
Los pasajeros bajaron de prisa, tapaban sus cabezas con las manos corriendo hacía
el salón y, al estar en resguardo de la lluvia, sacudían sus cuerpos.
Una mujer joven, morena,
que cargaba un bolso de viaje y se cubría con un paraguas colorido, fue la
última en entrar. Se detuvo en una de las mesas, cerró el paraguas, lo acomodó
al lado del bolso, se sentó de frente al salón y observó el entorno. Los
pasajeros se dispersaron entre la zona del bar y la cocina, los mostradores de
comida, el asador de carnes y los servicios sanitarios.
Tomó el teléfono para
hacer una llamada. Se levantó y caminó en los alrededores de la mesa, sin ir
más allá del sitio que ocupaba. Sus ojos eran color café claros. El cabello negro lo llevaba en trenzas que caían en sus hombros imperiosos,
cubiertas por una boina amarilla. No era alta, pero la lycra negra que
llevaba puesta resaltaba su figura de reloj de arena: abdomen reducido, cadera vasta,
nalgas circulares y piernas rollizas propias de una veinteañera. Bajo una
camiseta color mamón, sus pechos serpenteaban al ritmo de los pasos que daba.
Se movía con inquietud entre las mesas cercanas, como si no concretizaba una
llamada urgente.
Los pasajeros comenzaron
a tomar su desayuno. La lluvia cedió en su ímpetu, las gotas caían suavemente. Se
mezclaron los sonidos —tenedores y cuchillos tocando platos, el motor encendido
del bus estacionado, la música de los televisores y el murmullo de los
comensales— con el aroma de los alimentos y la tierra húmeda. En ese ambiente, la
joven morena caminó hacia la barra del bar, conversó con una mesera y regresó
siempre con el teléfono pegado a su oído, escuchando y volviendo a marcar.
— Su
café —dijo la mesera al ponerlo en la mesa.
— Gracias
—respondió la morena —. No puedo conectar una llamada —agregó.
— La
señal es mala, debe salir a la orilla de la carretera —sugirió la mesera.
— ¡Oh,
gracias! Me urge comunicarme.
La mesera regresó al lado
de la barra y la morena tomó su bolso de viaje, caminó hacia la carretera y
abrió el paraguas. Los otros pasajeros comenzaron a abordar el bus para seguir
el viaje hacia Managua luego de veinte minutos, el tiempo que tardaba la parada
en el comedor. La morena sobresalía entre la gente que entraba de prisa al bus,
conversando por teléfono, con el bolso a sus pies, el teléfono en una mano y el
paraguas abierto en la otra. Un hombre se acercó a ella. Intercambiaron
palabras pero seguía con la llamada al teléfono. El hombre subió de prisa, la
puerta se cerró, el motor aceleró y de un arrancón el bus continuó en su recorrido.
La mujer terminó la
llamada y quedó solitaria en la carretera. El verdor de los arbustos detrás de
ella se notaba con intensidad. Regresó a la mesa del comedor donde había dejado
el café. La lluvia había cesado y el salón del comedor ahora estaba solitario, en
silencio. La mesera se acercó a la mesa.
— ¿La
dejó el bus?
— Tuve
una emergencia —dijo—. Esperare el próximo —agregó con una sonrisa en el
rostro.
— ¿El
de Bluefields o de Managua?
— El
de Bluefields.
— No
tarda, ya debe estar por llegar. ¿Necesita algo más?
— No,
gracias. Sos muy amable y guapa —dijo la mujer morena y ambas sonrieron.
Tomaba su café con calma
pero con la atención puesta en la carretera. El sol comenzaba a salir entre las
nubes grises, la humedad del suelo se vaporizaba y el ambiente entraba en
calor. Del lado de la cocina se escuchaba que lavaban platos y cubiertos
mientras en el salón las meseras limpiaban mesas, sacudían sillas y barrían el
piso embaldosado. En el asador volvían a poner carnes y los exhibidores eran
rellenados de los distintos alimentos que ofrecían.
El teléfono de la mujer
sonó con intensidad. Contestó la llamada de inmediato y corrió hacia el lado de
la carretera haciendo movimientos con sus manos. Un bus se estacionó al lado
del comedor. Los pasajeros comenzaron a bajar y ella los miraba atenta. Entre
ellos una mujer salió corriendo hacia ella, se abrazaron y besaron.
Regresaron a la mesa
tomadas de la mano. La amiga de la morena, una mujer de pelo liso, vestida de
falda y blusa blanca, cargaba una mochila y se notaba sonriente. La morena se
dirigió hacia la barra del bar. Habló con la mesera y, al regresar a la mesa,
le acarició los hombros. La mujer del cabello liso respondió a la caricia con
un rápido movimiento de cuello que puso en contacto sus mejillas con las manos.
Sentadas se observaban con un brillo intenso de sus
ojos.
El ambiente del salón se
volvió eufórico con el caminar y las voces de los pasajeros, los que después de veinte minutos, volvieron al bus que continuó en su ruta hacia Managua. Después
que partió, un taxi se estacionó en el parqueo.
— Ese
es su taxi —dijo la mesera dirigiéndose a la mujer morena.
— Gracias,
sos un amor —respondió.
La morena del paraguas
colorido y su amiga lo abordaron, giró en dirección hacia algún lugar de la
ciudad de Nueva Guinea y el silencio se apoderó por unos instantes del comedor.
19 de noviembre.
Managua,
Nicaragua.
Foto: Internet.
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