miércoles, 18 de septiembre de 2019

SANTA ISABEL DEL PAJARITO


Un tercio de la caminata ha sido bajo la furia del sol, abriendo y cerrando puertas de golpe y de alambre de púas, flanqueado por el canto de chicharras gigantes, el polvo que dejan atrás los que van adelantados y la sombra chirre de laurelitos y palos de agua. El sendero, una alfombra polvosa que no resiste huellas, pero indulgente con mis botas, me deja apreciar colinas y valles en las que el pasto Retana fulgura al viento con vacas ensimismadas en su deguste sin prestarles atención a mis pasos.

El paisaje poco a poco va cambiando. El camino se cubre por la sombra de grandes árboles, tan grandes que solamente diez hombres con sus brazos extendidos pueden abrazarlos, y una exuberante vegetación pintada en diversas tonalidades por lianas, heliconias y palmeritas de montaña. Aparecen riachuelos en las hondonadas con nubes de zancudos que hacen fiesta de piquetes con mi cuerpo hasta que logro subir a la larga cresta de un cerro desde donde observo la majestuosidad de un bosque de almendros, anidados en sus copas por lapas verdes que me dan la bienvenida con su canto.

La luz de la tarde se despide en la copa de los árboles. El azul de montaña cubre el sendero y el chillar inquieto de los monos congos, junto con el revoloteo de las aves, anuncian la llegada de la noche montañosa. Después de una colina, al caminar por un valle pastoso, entre cuatro hileras de alambre de púas extendidas en el horizonte, surge la luna llena. Es increíble lo maravilloso que se muestra en la montaña y la claridad que brinda para guiar tus pasos. Media hora más de camino y los adelantados se comunican a gritos con los habitantes de las primeras casas de madera que conforman la comarca. Desde San Ramón, pasando primero en vehículo por La Unión, un recorrido de cinco horas me ha llevado hasta Santa Isabel del Pajarito.

En el corredor de una casa de madera están los adelantados (Giovanny, Héctor, Arosman y Lucas) con sus mochilas en el suelo, termo y parte de la carga esperando al resto del grupo (Antenor, Marvin y un baqueano). Cuando subo las gradas noto que ya han tendido sus hamacas entre los pilares y alfajillas que soportan el techo de zinc. El dueño de la vivienda, hermano de Antenor, un hombre pequeño de mirada profunda, nos da la bienvenida.

Dentro, la sala está iluminada por candiles, al fondo hay tres habitaciones y desde la cocina, una extensión hacia la derecha de la sala, se difunde el aroma de comida, el calor del fuego y las voces de mujeres. Me acomodo en una banca, me quito las botas y de la mochila tomo mis chinelas. Cuelgo la hamaca en la sala. Me asomo a la cocina, saludo a tres mujeres y veo la exuberancia del agasajo que nos tienen preparado alrededor del fogón: yuca cocida, quequisque y malanga, frijoles cocidos, un perol lleno de arroz blanco, un queso en su pana y carne de res en el asador. Las mujeres sirven la mesa e invitan a ocuparla. Ceno con el apetito provocado por la caminata, incitado por el dueño de la casa: “coman, coman, ¡Julita traiga más, sin pena, sin pena, coman, un traguito, eso, eso, un traguito de cususa para calentarse!”, hasta que el hambre, la suma de todos los hambres, es zaceado.

En el corredor el grupo de los adelantados conversa con la barriga llena y el corazón contento, cada quien desde su hamaca. Frente a ellos se ve la claridad que la luna llena le imprime a la plazuela y, a unos treinta metros de distancia, una piara compuesta de unos veinte cerdos amontonados unos sobre otros, forman casi un círculo como el que acompaña a la luna. Lucas dice que además de llena viene repleta de agua, que ya está comenzando a salir la cosecha de frijoles de Apante a lo que Arosman riposta recordándole que por la mañana hay que reunir a los campesinos para enseñarles a hacer el Aparato A y cómo usarlo para que saquen las curvas a nivel y así no acaben los suelos de esta linda montaña. Estás oyendo Giovanny, ese es un tema importante, la entrevista para la radio debe girar alrededor del medio ambiente y su protección, aquí estamos en la zona de amortiguamiento de la Reserva Indio – Maíz, dice Héctor a lo que Giovanny le contesta que él sabe cuál es su trabajo, que dejen de hablar pendejadas porque está cansado, con frío y ya se quiere dormir.

Estoy cansado, le digo al grupo y entro a la sala. Antenor conversa con su hermano, bajan la voz y la mirada profunda del campesino me alerta sobre su desconfianza, un rasgo vital para la sobrevivencia en la montaña. Les digo que voy a dormir, que me disculpen. Nosotros también, dice Antenor y desde más allá del corredor, desde la plazuela, se escucha el gruñido de los cerdos que crece en intensidad a medida que se acercan a la casa, se meten debajo del tambo en desbandada haciendo un alboroto que aumenta bajo nuestros pies por el choque entre la manada allí abajo. El hombre de la mirada profunda corre a la puerta, sale al corredor, mira hacia más allá de la plazuela y grita: ¡un tigre!, ¡un tigre!, ¡por allí anda un tigre! Desde uno de los cuartos la Julita sale corriendo con un rifle en sus manos y se lo entrega al hombre, lo toma, manipula y hace varios disparos al aire. Repentinamente los adelantados han entrado a la sala en carrera con sus mochilas y hamacas y comienzan a buscar como colgarlas. El alboroto se ha calmado con los disparos, el corredor está vació así como la plazuela que sigue iluminada por la luna. Luego de la desbandada de los cerdos nos hemos reído y Marvin comienza a contar la historia del Oso-Caballo, un animal que camina en dos patas y que se come a las vacas, que según él azota toda esa montaña y la Reserva Indio – Maíz, pero Lucas lo manda a callar porque aquí no andamos creyendo cuentos de caminos, dormité ya, le dice.

A las cinco de la mañana he despertado. Salimos al corredor, no veo ningún cerdo, y caminamos hacia la plazuela en dirección a una quebrada para bañarnos. La neblina cubre todos los cerros de los alrededores y me doy cuenta que estamos en una planicie atravesada de oeste a este por una quebrada de aguas claras y frías que baja con rapidez desde lo alto de uno de los cerros. Al pie de unas rocas, entre troncos secos que cruzan el curso del agua, nos bañamos y Héctor comienza a bromear con Marvin porque se le caído el jabón y tiene que agacharse para recogerlo.

Luego del desayuno nos dirigimos hacia la capilla de la comarca. Caminamos menos de media hora y desde varios puntos de la montaña se escuchan gritos de saludos entre campesinos y nuestro grupo. En un claro del bosque se ve la capilla, varias casitas en sus alrededores y los campesinos que han bajado al punto del encuentro. A los visitantes nos hacen presidir la reunión. Un delegado de la palabra da agradecimientos y bendiciones por nuestra llegada y dice que bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados y de allí agarra el hilo de sus planteamientos uno de los líderes de la comunidad para plantear las principales demanda de la población: los problemas que enfrentamos son muchos, desde el mal estado de la trocha entre La Unión y San Ramón que nos dificulta sacar los productos, el financiamiento que por todos lados nos han negado, llevamos años de años de estar quebrándonos las espaldas para al menos sobrevivir, se nos enferman los chigüines, salimos desesperados con los picados de culebras, necesitamos hacer buenos pozos para tener agua bebible y más cosas hermanos, pero llegamos a caer en cuenta y bien meditado por todos que lo más indicado son unos novillitos y unas vaquitas para prosperar en esta montaña.

Lucas toma la palabra y se tira su retahíla sobre el programa de campesino a campesino secundado por Arosman, explica en que consiste el aparato A, vamos a hacer la práctica, lo van a construir con sus propias manos en cuanto terminemos para que ustedes conserven los suelos y salven estas montañas, miren el ejemplo de destrucción en las colonias de Nueva Guinea, una barbaridad que no tiene perdón de Dios. Y otro líder toma la palabra, pide aplausos y dice que para ver el majestuoso arco iris es necesario empaparnos en la lluvia, esa que aquí no nos falta, así que confiando en que los amigos que nos honran con su visita sabrán ayudarnos una vez que regresen a Nueva Guinea, ayuda que esperamos con nuestros corazones rotos pero llenos de esperanzas.

Frente a la capilla me llama la atención una casita de madera pequeña, de unos cuatro metros cuadrados, y me dirijo a ella. Desde la ventana veo un hombre que está adentro, sentado en un banco, frente a una mesa y atrás tiene un anaquel de madera con algunos medicamentos. Es el local donde tienen el botiquín de medicamentos de la comarca. Tenemos pocos medicamentos, lo básico para primeros auxilios ante una herida, aspirinas, para la diarrea, pero nos hace falta de todo y con urgencia debemos conseguir suero antiofídico porque abundan las terciopelo y barba amarilla, dice el responsable. ¿Y la partera? Con ella llevamos el control de las mujeres embarazadas, dice, toma un cuaderno, revisa y se pone a sacar la cuenta.

A mi izquierda veo a un grupo de campesinos que sostienen un aparato A. Lo han construido y se muestran orgullosos. Ahora sí, con estos aparatos vamos a hacer curvas a nivel y obras de conservación para que no se nos laven lo suelos, dijo uno de ellos. Y para que vean que somos agradecidos les vamos a prestar las bestias para que se vayan montados, yo me voy con ustedes para regresarlas, dijo otro. Nos despedimos con choque de manos y emprendemos el retorno.

Semanas después vi al hombre pequeño de mirada profunda en Nueva Guinea. Me comentó que andaba retirando un crédito de novillos a nombre del grupo de productores de Santa Isabel del Pajarito. ¿Cómo van los trabajos de conservación de suelos?, pregunté. Es difícil, respondió, alejándose.

17 de Septiembre 2019