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martes, 13 de mayo de 2025

PANTING

 


Es alegre, de conversación rápida.

Su lengua materna canta, embelesa,

y esa cadencia la lleva aún al hablar.

 

Viene de Krasa, un pueblo escondido

en un recodo del río Coco,

a 270 kilómetros al oeste de Waspam,

lejísimos de aquí.

 

Allá dejó su familia materna y paterna.

Combatió a la contra con el Ejército,

y desde 1985 se asentó en estas tierras.

Nunca volvió: le encantan la humedad y el lodo.

 

Ha hecho de todo, que yo sepa:

wachimán, agricultor, cowboy, hacelotodo.

Es buen chambero, pero si uno se descuida,

habla todo el santo día

como si no pasara nada.

 

Se libró de muchas penurias:

hambre y abandono,

del Grissi Signiss y la Liwa Mairen,

esas cosas que su gente carga

aunque él diga que ya es de aquí.

 

Siempre lo veo temprano, por las calles,

saliendo de su trabajo de vigilante;

a veces en el mercado,

el mirador de la plaza,

el parque central, el zonal, o la alcaldía.

 

Es sandinista hasta la muerte —lo dice con orgullo—.

Y cuando nos cruzamos, desde que me divisa,

camina feliz al ritmo de sus pasos rápidos.

“¡Adiós, Waspuc!”, le digo, y se ríe.

 

Siempre lleva algo en su mochila.

Es atento, servicial, de los buenos.

Su nombre es Wilber Panting Wilson,

llamado sencillamente Panting

por sus camaradas, amigos y conocidos.

 

Es una pantera del río

y de la montaña del trópico húmedo.

El implacable tiempo,

simplemente, no le hace nada. 

 

La Colina. 

11 de Mayo de 2025. 

Foto propia.

 


domingo, 8 de septiembre de 2024

EL HOMBRE QUE VENDE COCOS

 


Erlin Flores tiene más de ocho años de dedicarse a la compra y venta de cocos en Nueva Guinea, de donde es originario. Vive en la zona 5, cerca de la Iglesia de Dios, y lo he encontrado en la esquina opuesta a la delegación de la Policía Nacional.

Lo he llamado haciendo señas con las manos, y sonriente, me busca con una sonrisa plena en su rostro.

—¿Cuántos cocos va a querer? —pregunta al acercar el carretón a la acera, frente a la farmacia La Candelaria.

En el carretón lleva el cascarón de lo que un día fue una refrigeradora, acomodada de manera horizontal. Dentro de ella, los cocos pelados aún están helados por el hielo que acomoda encima y entre ellos.

—Tenía varios días de estar pensando en que podía encontrármelo para tomarle una foto y hacerle una pequeña entrevista —le digo.

¡Dígame!

—¿Cómo se le ocurrió la idea de vender cocos por las calles de Nueva Guinea? Cuéntenos.

—Ah, yo trabajaba de albañil. Usted sabe que trabajando de albañil es más distinto, gana menos y se penquea más, mientras que el negocio le da más, ¿ve?

—¿Con cuántos comenzó?

—Primero fue al suave, de poquito. Un amigo mío llamado Alvin, que trabajaba de albañil, me prestó una carretilla de mano y comencé a venderlos con todo y pulpa. Primero unos 20, después 30 y luego 50, 70, y así hasta llegar, en ocho años, a los 200 cocos, pero ya pelados y sin pulpa.

—¿Cuál es su recorrido?

—Lo más largo es hasta el parque central: todo el mercado, por el Pali y la calle central. Desde la zona 5 hasta estos lados es largo; hay que empujar el carretón —dice.

Dos motocicletas pasan sin prisa, y hemos pausado la conversación. Claro, pienso, enfrente está la delegación de policía; pero por otro lado, pasan veloces, haciendo piruetas y rugir los motores.

—Mire —agrega—, también vendo el agua embotellada, en litros, pero ahora solo ando en galón.

¿Dónde consigue los cocos?

Salgo a Naciones Unidas, La Esperanza, Nuevo León, Los Pintos, Río Plata, Los Ángeles y aquí en el pueblo. Yo subo al palo y escojo los que ya están buenos, porque hay otros que se los llevan parejos, y eso me atrasa porque, cuando vuelvo a pasar, digamos a los tres meses, ya no hay cocos de agua como los que yo vendo —responde.

—¿Tiene identificados los palos de coco por comunidad, geolocalizados, ¿verdad? ¿Usted los compra por gajos?

—No, no, los compro por unidad. Este sí, este no.

—¿Cuántos cocos vende por día?

—Cuando la venta está buena, mire, yo vendo entre 200 y 300 cocos. Cuando voy a comprarlos, me traigo unos 400 para poder trabajar dos días y después vuelvo a ir. Mañana me toca ir; cada dos días voy —aclara.

—Dígame, ¿a qué precio vende el coco? Este me lo dio a 15 el coco, rebajado, pero normalmente a como lo da.

Los doy a 20 cada uno. Si vendo los 200, hago 4,000 córdobas al día.

—¡Cuatro mil al día! ¡Usted gana más que yo!

—No, no, espere. De esos 4,000 me quedan unos 2,000 al día. No ve que yo compro el coco a tres córdobas y pago dos de transporte por coco para traerlos hasta aquí. Y lo que en definitiva me ayuda es la clientela que tengo, hecha en tantos años de estar vendiendo cocos. Mire, la gente siempre me dice, cuando quiere varios cocos, que le baje un poquito; entonces le rebajo cinco pesos por coco.

—¿Los trae con todo y la pulpa?

—No, no, los traigo sin la cáscara. Los pelo en el lugar y la deposito en los basureros para ello. Mire, esa pulpa es buena como abono; lo tengo comprobado porque yo le eché a un guineal y viera qué guineos más hermosos los que cosechaba.

—Entonces, amigo, le va bien con este negocio.

—Sí, no me quejo. Mantengo a la familia, a mi mujer y tres hijos.

—¿Qué edad tiene?

—Tengo 38 años cumplidos.

—Usted está joven y con fuerzas para seguir vendiendo cocos por toda Nueva Guinea y ganar buena plata.

—He pensado en poner un puesto de ventas de cocos.

—No es mala idea, pero piense en seguir vendiendo por las calles. Usted busca al cliente, sabe dónde ir a buscarlo, y el cliente se alegra cuando lo ve y dice: “Allá viene el hombre que vende cocos”. Y no pierda eso, que es lo que ha hecho crecer su clientela. Usted debería buscar una motoneta con un tráiler acoplado para vender por toda Nueva Guinea.

—Amigo, eso es caro y no me quiero enjaranar.

—No, hombre, con ese montón de plata que gana ahora, hasta sus amigos albañiles de seguro se quedan sorprendidos, así como yo. Y le aseguro que cualquiera de esas cooperativas o microfinancieras le dará el crédito para que venda con su nuevo medio de transporte y ya no se joda tanto, porque ocho años es bastante tiempo y el tiempo vuela.

—¿Le puedo tomar una foto? —pregunto.

—Dele —responde Erlin—, y zas, la foto.

—¿Es que llevas cocos? —pregunta Emilce.

—Sí, llevo dos.

—¿No tiene agua embotellada?

—No —responde Erlin—, solo en galón.

—Es mucho —responde ella.

Una llovizna comienza a caer proveniente del sur, acompañada de un vientecito helado. Es una tarde de sábado con calles casi desoladas en Nueva Guinea. Me despido de Erlin y, en el trayecto, le cuento a Emilce la plática que tuve con el hombre que vende cocos en las calles de Nueva Guinea.

 

Domingo, 8 de septiembre de 2024.

Foto propia.

martes, 23 de abril de 2024

LA EMPRENDEDORA QUE VENDE ALIMENTOS EN LAS CALLES DE NUEVA GUINEA

 


Me encuentro frente al negocio de Daniel Cabrera. Estoy haciendo los mandados de la casa, pero lo visito para conocer su estado de salud. “No está”, dijo una muchacha. “Anda en Bluefields, ya sabe, en lo de la hemodiálisis”, agregó.

Doy la vuelta y el sol está radiante sobre la calle que lleva hacia el Pali. Allí ha surgido un nuevo mercadito en Nueva Guinea, con negocios de todo tipo: frutas y verduras, abarroterías, farmacias, venta de carne, queso y crema, pollos enteros y en piezas, ropa y calzado, sorbetes, la tienda Amazona y muchos otros que son ambulantes. Entre estos está el Pelón con su camioncito donde ofrece frutas frescas en trozos empacadas, papayas, sandías y ceviches, y otros que ofrecen artículos para decorar el vehículo. Y también se observan varios mendigos que se ubican frente a la entrada del Pali. 

El tránsito de vehículos, por momentos, se torna pesado: se escucha el motor de las motos, de las camionetas, taxis, gritos de los vendedores, risas y silbidos.

Bajo la sombra que da el alero del negocio del hijo de Daniel Cabrera, Javier, se encuentra una mujer ofreciendo alimentos que lleva en un carretoncito. Todo lo que ofrece está cubierto con un mantel y dentro de un termo.

A esta mujer la he visto toda la vida por las calles vendiendo con su carretoncito. Me acerco a ella para conversar sobre su actividad económica, su pequeño negocio, su emprendimiento.

Se llama Jesenia Castro, tiene 49 años de edad y desde hace 25 años se gana la vida vendiendo alimentos en las calles de Nueva Guinea.

—¿Qué es lo que comenzó vendiendo?

Comencé con atol de trigo, arroz de leche, manjares y comiditas de cinco pesos de esos tiempos: arroz, salpicón, guineo cocido, puré de papa.

—En ese tiempo Nueva Guinea era más pequeña, prácticamente solo era el centro, la alcaldía, el banco, Enitel.

Uhh sí, todo esto que es la calle central hasta el mercado.

—Y ahora, con el crecimiento de la ciudad, ¿por dónde se mueve?

Me muevo por las 10 cuadras del casco histórico de la ciudad, doy la vuelta y cruzo por la rotonda los 4 evangelios hasta la gasolinera.

—¿Y cómo le va? Cuéntenos.

Pues ahorita están bajas las ventas, se han bajado últimamente.

—Pero usted ya tiene su clientela.

Claro que sí, en la policía, en el mercado, en la alcaldía, en las instituciones. La gente me espera con mi venta.

—¿A qué hora, más o menos?

Entre las 10 y las 11 de la mañana, no me fallan.

—¿A qué hora sale de su casa?

Entre las 8:45 y 9:00 de la mañana.

—¿A qué hora termina un día bueno?

Le voy a explicar, son dos ventas las que saco. Por la mañana vendo comida: papas rellenas, empanadas de maduro, pollo rostizado, tajadas con queso y repochetas. Por la tarde vendo postres: atol de trigo, arroz de leche, manjar y repostería, todo eso de la 1:45 a las 5 de la tarde. Siempre hago el mismo recorrido y mis clientes son hombres, mujeres y niños. La gente de las colonias me compran manjares para llevar.

—Con este negocio ha sacado adelante a su familia, a sus hijos. ¿Tiene hijos?

No, no, soy soltera. Vivo con mi mamá, ella tiene 70 años.

—Pero, ¿tiene gente que le ayuda a preparar sus productos?

Si, una sobrina que ha aprendido mucho. Ahorita ella está preparando la venta de la tarde. Para sacar esta venta, la de la mañana, desde la cinco estamos trabajando.

—Me alegro mucho, le digo. Siempre la he visto por las calles con su venta. La felicito mucho y le deseo lo mejor, que todos los días sean buenos para usted.

Ella sonríe. Usted debe conocer a mi mamá, dice. Es doña Coco, la de las Sopas Doña Coco, se acuerda.

—Ah, ya, doña Coco, claro que sí.

Un camión viene rugiendo del lado Norte, pita desde la esquina, se detiene al cruzar la calle. Frente al lugar en que estoy platicando con Jesenia vuelve a detenerse y se escucha el pito de los taxis que no avanzan. Tres hombres se suben al camión que se dirige hacia una colonia, va atiborrado de gente como si de sacos se tratara.

Sigo haciendo mis mandados, pero no dejo de pensar en Jesenia. Una mujer sola que tiene muchos años de andar con su carretoncito por las calles de Nueva Guinea, sin importar el estado del tiempo. Estoy seguro de que fue doña Coco, la de las sopas, su madre, la que le enseñó a preparar los alimentos y ahora ella le ha enseñado a su sobrina. Es el "saber hacer" transmitido en generaciones.

Ese saber hacer es un factor importante para emprender junto con las ganas de trabajar. El convencimiento de que sí se puede, es lo que a Jesenia le ha permitido transitar en el tiempo con su negocio, además de su capacidad organizacional y de gestión, pues es ella la que administra y dirige su microempresa. Planifica en el espacio y el tiempo porque sabe exactamente las horas en que la población demanda sus productos (alimentos fuertes: entre 9 y 11 a.m. y postres por la tarde) y ha trazado sus rutas de venta por las calles, enfocándose en las instituciones y el mercado.

Son las ganas de salir adelante, tener la idea para emprender, mantener la motivación para la consecución de los objetivos trazados aunque se cometan errores, porque estos se corrigen, se mejora, se perfeccionan y diversifican los productos con el tiempo. Y es a través de tiempo que se logran beneficios económicos y prestigio social, el reconocimiento del emprendimiento por la sociedad. Ahora, muchos programas de gobierno apoyan con medios y recursos diversos emprendimientos, los que cuando inició Jesenia, hace 25 años, no existían.

 

21 de abril de 2024.
Nueva Guinea, RACCS.
Foto Propia.

jueves, 6 de julio de 2023

GLOSAS SOBRE EL LIBRO "EL GÉNESIS DE NUEVA GUINEA"

 

En la tarde del 24 de junio del 2023 se presentó en el Restaurante La Colina, ciudad de Nueva Guinea, Región Autónoma de la Costa Caribe Sur nicaragüense, el libro “El Génesis de Nueva Guinea”.

Esta obra es de la autoría de Ronald Hill Álvarez, licenciado en Zootecnia por la Universidad Centroamericana de Nicaragua (UCA), destacado en la dirección y gerencia de diversos programas y proyectos como activo profesional y ciudadano radicado desde hace más de 30 años en la localidad a la que con este escrito rinde tributo.

Se trata de un libro de cubierta blanda de papel sulfito emplasticado a todo color en la cual aparece el legendario Cerro Brujo de fondo. Teniendo en la portada el nombre del autor y el título de la obra, y en la contraportada una reseña biográfica del autor firmada por el licenciado Hilario Amador Sánchez.

Y en el interior del texto, además de la dedicatoria y las referencias que hace el autor a los suscriptores de honor y seguidores de su Blog “Sueños del Caribe”, de inmediato aparece una excepcional presentación escrita por el reconocido intelectual y académico Guillermo Rothschuh Villanueva en la cual pone en el acto al lector en el contexto histórico, geográfico y estilístico de la obra.

Luego el autor entra en acción mediante el prefacio para indicar cómo, cuándo y por qué llegó a Nueva Guinea, el pueblo que ahora lo ha inspirado para escribir este libro. Acto seguido el autor muestra al lector una caracterización cultural y sociodemográfica con el epígrafe “Los neoguineanos” que es el gentilicio de la población de la localidad sujeto de este compendio.

Después de estos elementos introductorios el autor divide el libro en tres secciones, denominándolas:

 Una historia reciente”, en la cual, y siguiendo el estilo de la crónica periodística matizada con diálogos que se derivan de entrevistas y encuentros amistosos sostenidos con autores directos de la historia de Nueva Guinea, el autor expone la historia que abarca desde el primer día (1 de marzo de 1965) en que 17 jefes de familia procedentes de distintas partes de Nicaragua entraron a los agrestes parajes donde fundarían una colonia agrícola que luego, desde el 8 de noviembre de 1981 en que se declaró como tal, vendría a ser el más próspero de los 153 municipios de Nicaragua.

Testimonios después de la guerra”, en la que se recoge la expresión oral y vital de quienes fueron víctimas directas del impacto de la guerra sufrida en los 80 (del recién ido siglo XX) en Nueva Guinea y sus alrededores.

Nueva Guinea y su gente” en la que, mediante la crónica, reseñas biográficas, reportes periodísticos y hasta alusiones anecdóticas el autor retrata a la gente de a pie que día con día forja la historia de un pueblo que vibra, vive y siente. Y se pasa así revista sobre personajes que reflejan la vulnerabilidad de la psique humana como fue la dolorosa experiencia de Abraham Sánchez, de la solidaridad sin límite como la manifestada hacia Nueva Guinea por el alemán Sigfrid Erwin Ruthing, el tesón por el trabajo honrado como lo reflejan el colono Efraín Martínez Fonseca, la leñadora doña Jacoba, la horneadora Elisa Martínez, la chef Juanita Betancourt, el diversificador agrícola Pedro Figueroa Cruz, los técnicos en electrónica Daniel Meneses y Martín Palacios, el carretonero Reynaldo Jirón, y los personajes colectivos y anónimos que se retratan bajo los títulos ¡Adiós cuñadito” y “Las lavadoras de raíces y tubérculos”. Se consigna también en esta sección del libro una crónica del que ha sido el único que en Nueva Guinea ha obtenido el premio mayor de la Lotería Nacional de Nicaragua. Y no podía faltar, como para completar el cuadro humano de quienes habitan en esta localidad, el padecimiento a causa de la Diabetes que sufre el otrora ágil beisbolista y creativo ebanista Julio César Amador Henríquez, quien al momento del encuentro con el autor de la obra que comentamos ya había perdido parte de su miembro inferior derecho. 

Así, Ronald Hill Álvarez plasma el desenvolvimiento humano de la gente de esta parte del país en las 153 páginas que conforman su libro “El Génesis de Nueva Guinea”, con un lenguaje libre de rebuscamientos lingüísticos, diáfano e inteligible; apto para lectores avezados, así como para principiantes. Por lo que su lectura es inexcusable tanto para quienes busquen conocer los orígenes de esta parte del Caribe Nicaragüense como para quienes cursan los primeros pasos de la educación formal.

De momento este libro puede hallarse en las principales librerías de Nueva Guinea, y en particular contactándose con Aster Hill al teléfono 8922-5212 quien indica cómo obtenerlo. Adquirirlo no solamente será útil para deleitarse en su lectura, sino para saber hacia dónde va la gente de estos lares partiendo de saber quiénes son, dónde están y de dónde vienen. Y como dice un amigo por ahí: “¡Sea buen nicaragüense, consuma lo que el país produce!”

 

Richard Wilson A.

24/6/23

miércoles, 18 de enero de 2023

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: REYNALDO Y SU CARRETÓN


En varias ocasiones lo he visto montado en su carretón por las calles de Nueva Guinea. Siempre va cargado, trasladando productos entre las diferentes zonas o barrios de la ciudad. Es su nueva forma de vida, su emprendimiento, desde que recortaron personal en una empresa que lo contrataba para cuidar antenas de comunicación.

Es Reynaldo Sánchez Jirón, un hombre mayor, pero se conserva con energía y fuerzas suficientes para dedicarse al acarreo con su carretón jalado por un caballo. Su domicilio está ubicado en la zona 6. 

“Tengo más de 10 años de trabajar en esta actividad, desde que me despidieron me dedico a esto y sigo adelante”, dice Reynaldo.

Ha tenido varios caballos. Menciona sus nombres con orgullo, sin pensarlo mucho, porque es consciente de que el trabajo conjunto con el animal es lo que le ha permitido salir adelante.

“Uno se llamaba Zanate, otro Capirote porque lo compré en una finca llena de esos árboles, luego tuve una yegua, una buena yegua llamada la Chana que me dejó una cría, una hembrita que le puse la Chiripa porque pensé que se me iba a morir, después tuve al Choto que tuve que amansar. Ahora tengo a este que se llama el Grano, cuando lo compré el pobrecito parecía una mazorca de maíz mal desgranada, con un pelotero de garrapatas por todas partes, lo recuperé y ahora tiene 8 años”.

¿Cuántos viaje hace por día, más o menos?

“Hago siete viajes. Ya la gente me conoce y me llama a mi número de teléfono, el 89083529. Me llaman personas particulares, de algunas abarroterías para trasladar productos a sus clientes, también de empresas para que traslade televisores, cocinas, lavadoras, muebles y hasta camas. Está maderita la llevo hasta la zona siete. Así paso el día, a veces me llaman de las colonias cercanas para trasladar de todo, hasta pizarras de las escuelas”.

¿Qué es lo más importante en este trabajo?

“El animal, amigo, el animal, porque sin caballo no hay acarreo. Estoy pendiente de sus cascos, de su lomo, que no esté chimado, que se mantengan sanos porque un animal enfermo no rinde. No los obligo al sobreesfuerzo, no; los hago trabajar sin sofocación, sin prisa. Gasto lo necesario en su alimentación, compro maíz que se lo doy molido con el concentrado y pasto, y también que no le falte agua limpia, esa es la vida”.

Mientras conversaba con Reynaldo, su teléfono sonó varias veces. Siempre respondiendo que va cerca, que está por llegar con la carga, que ahorita no, más tarde puedo, y así, hablando con sus clientes.

“Ya ve como me llaman, pero a veces tengo que decirles que hasta mañana porque trabajo desde las 7 de mañana hasta las 4 de la tarde. No trabajo más noche porque la luz de los carros afecta a la bestia”.

Los caballos son principalmente animales diurnos, sin embargo, pastan de noche, lo cual sugiere que tienen algo de visión nocturna. Sus ojos son sensibles a la luz débil, por lo cual ven relativamente bien al anochecer, pero no tienen la habilidad de ajustarse rápidamente a la oscuridad.

¿Cómo lo tratan los conductores de vehículos cuando va por las calles de Nueva Guinea?

Hasta el momento bastante bien, pero hay algunos, jóvenes, sobre todo, que son mal educados, que andan desesperados manejando y me gritan que me aparte, que los estoy atrasando, que los caballos deben andar en potreros y no en las calles, y cosas así, pero son los menos. Me lleno de paciencia, no les digo nada y siempre espero mi turno, mi momento para avanzar, doblar por una calle o cruzar las avenidas.

En la alcaldía municipal tengo inscrito mi fierro, ese es prácticamente mi sticker de rodamiento, mi calcomanía para circular por las calles.

Volvió a sonar el teléfono 89083529, ya estoy cerca, dijo don Reynaldo y nos despedimos.

Movió las riendas, le habló al caballo y siguió avanzando en su recorrido.

 

21 de enero de 2023.
Foto Propia.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

¡VE HOMBRE!, ARRANCADORES DE YUCA.

Escuché sus voces desde el camino. Conversaban amenos, un grito por aquí y otro por allá. Crucé el cerco de alambre y se quedaron callados. Les dije que deseaba filmarlos, hacer un vídeo con ellos arrancando yuca, su trabajo desde hace mucho tiempo. "Te van a subir", dijo uno dirigiéndose al otro. Eran tres a la vista. Sus nombres son Juan Carlos Jirón, Brígido Espinoza y Walter Rolando Vanegas López. Son arrancadores de yuca de Nueva Guinea, así se ganan la vida estos neoguineanos trabajadores del campo, hombres fuertes, honestos. #humanosdenuevaguinea #neoguineanos. 

Dale click al video para que los veas en su labor. 

miércoles, 20 de abril de 2022

EL HOMBRE DEL BASTÓN HA MUERTO

 

El hombre sostiene un saco de bramante con su mano izquierda y con la derecha un palo de escoba que le llega casi al hombro. Lo usa de bastón. Da un paso inquietante, es un paso tembloroso, un paso que casi se sale de la línea de sus pasos, pero el palo lo mantiene en equilibrio. Así avanza con el saco y se dirige al andén del parque.

Va a subir las gradas de la esquina noroeste. Sube su pie izquierdo en el primer escalón y con fuerza se apoya en el bastón. Levanta su pie derecho y sube. Mantiene el aliento y exhala, un esfuerzo que se muestra en su rostro moreno, rostro de abandono, arrugado por el paso de los años. Es un hombre delgado que cubre su cabeza con una gorra.

Así, poco a poco, sube las siete gradas para acceder hasta el andén. Culmina y se detiene, vuelve a respirar. Desde allí observa dos esquinas, pero no puede observar la que ocupa el vendedor de frutas. Decide cruzar el parque y se dirige al andén del centro. Va en dirección a la caseta de los lustradores.

Son las seis de la mañana y la neblina aún no se disipa. Las palmeras, los almendros y las acacias desprenden gotas microscópicas que caen en el andén, sobre los laureles y los hibiscos, manteniendo la frescura de esa manzana de terreno que en otros tiempos fue el centro de Nueva Guinea.

En la acera de las casas del costado norte, varias mujeres barren la cuneta, recogen la basura en medios barriles de plástico y sacos, y una la barre hasta la acera del parque para que la empleada de la comuna la coloque en el contenedor que se encuentra ubicado a un lado de la calle.

El hombre del bastón en su andar tembloroso también recoge basura, pero de otra índole. Ese es su mayor esfuerzo: sostenido del bastón, que tiembla por su peso, se agacha lentamente, toma la botella, se incorpora y la coloca dentro del saco. Un gran suspiro es el premio a su esfuerzo. Se esmera por levantar botellas de plástico, principalmente aquellas que fueron abandonadas por la noche entre las bancas y andenes, botellas de refrescos y de aguardiente, latas de gaseosas, de jugos y de cerveza. Son las muestras del disfrute de bebedores nocturnos que se ubican en las bancas del costado norte y en los alrededores de la glorieta. Un paraíso que por las noches les brinda invisibilidad aparente.

Frente al puesto del frutero, bajo la sombra de un árbol de aguacate, al lado de una banca, hay varios sacos acomodados y amarrados. El hombre baja del andén y camina hacia ellos por el suelo pelado, sin grama, sobre la tierra desnuda, entre la sombra de los árboles. Los observa con detenimiento como sacando la cuenta de su contenido.

Otro hombre se le acerca. Ha aparecido por el lado de la esquina suroeste, proveniente de la calle central. Es un hombre más corpulento, cabeza redonda con abundante cabello negro tendiendo a cano que la mantiene siempre viendo el suelo, con el rostro surcado por arrugas y muestra una sonrisa como si hubiese sido tatuada permanentemente. Es un poco más bajo que el del bastón. Lleva ropa que aparentemente no se cambia en días. 

Son hombres sencillos, de hábitos etílicos sin duda en el pasado, pero se ven contentos al estar juntos. Me doy cuenta de su camaradería y sigo en mi caminata, pensando en ellos. Me pregunto de dónde son esos hombres desgastados por la vida, ¿si tienen familia, sabrán de ellos? Quizás tenían mujer, su esposa, y posiblemente las vueltas que da la vida los separó de ellas por distintas circunstancias como suele suceder. La vida en un instante da un giro y se torna brutal, arrastrándonos hacia un abismo oscuro y doloroso que doblega nuestra voluntad.

Poca gente circula por el parque a esta hora. Varios chavalos juegan futbol en la cancha, son los que gritan y ríen, y dos o tres mujeres trotan por el andén, dando las vueltas que tiene programadas en su rutina diaria. Los trameros se están desperezando, el frutero levanta la carpa lateral del tramo para comenzar a trocear las frutas de la venta mañanera. Los vigilantes cambian de turno y la mujer de la limpieza sigue en su afán de rastrillar y recoger la basura que luego deposita en el contenedor.

El hombre del bastón ha bajado las gradas en compañía del otro hombre. Han cruzado la calle y se encuentran a la orilla del muro perimetral hecho con piedras canteras de una casa vecina. Sobre el muro hay varias tablas viejas recostadas en un ángulo de casi 45 grados que dejan un espacio en la base de casi dos metros de ancho con la pared, todas cubiertas con ramas secas de palmeras. Desde el lado izquierdo, el hombre del rostro arrugado y de sonrisa permanente, ayudado por el del bastón, aparta ramas de palmeras, ramas de otros árboles ya secas y plástico negro que han sido colocados como tapadera del espacio que se forma adentro, entre las tablas y la pared del muro. Es la guarida del hombre del rostro arrugado y sonriente, es amo y señor de su mansión. Sacan bolsas de plástico quintaleras y más sacos. Conversan entre ellos, se notan contentos. Los toman y vuelven a caminar hacia el parque.

He dado ocho vueltas y ahora han trasladado a la caseta de los lustradores todos los sacos con su contenido valioso. La camaradería aflora entre ellos. Allí, en esos sacos está el esfuerzo de recolección de la noche, la madrugada y las primeras horas de la mañana. El hombre del bastón es el principal recolector y descansa en el corredor de una de las casas de los alrededores del parque durante las noches para protegerse de cualquier delincuente desbocado y violento que circule o frecuente el parque.

Son hombres gastados por el tiempo que ahora viven de la recolección de desechos para venderlos en un puesto de acopio que luego vende a un intermediario que se los vende a otro y así, hasta que al final llegan al centro de reciclaje. En sus rostros se nota la alegría al contar el esfuerzo de una noche y una mañana.

En sus conciencias cargan las consecuencias de las decisiones que un día tomaron, pero en ese ambiente y entorno, están contentos. Viven su vida y son felices a su manera sin que ningún egoísta y malicioso oportunista, por el momento, trate de destruir el modo en que se ganan la vida. 

Su vida se ha apagado hace tres días. Su compañero recolector me lo ha dicho hoy por la mañana. Con razón, le dije, tengo dos días de no verlo. Le agarró algo feo, como basca y no podía respirar. Lo llevaron al puesto de salud y luego al hospital, allí falleció, dijo.  La vida de Pedro José Marenco Medina, llamado "chabelo", se ha apagado. Lo extrañare todas las mañanas en mi caminata por el parque. Descansa en paz.


Martes, 19 de abril de 2022
Nueva Guinea, RACCS.
Foto propia.
Actualizado 18/11/2023. 

domingo, 15 de marzo de 2020

EL PULGUERO DE TELEVISORES



Veo a Martín Palacios, el técnico que repara televisores, desde la acera de la cerrajería, calle de por medio. Es una mañana lluviosa. La lluvia pasa de un chischís a un vendaval en un instante, provocando una corriente furiosa que busca su cauce.

Los vehículos, taxis, camionetas, buses y camiones, que giran por la esquina, tocan el pito furiosamente por el atasco que provocan los que están mal parqueados en esa calle de una sola vía. Los apurados desesperan y no dejan de pitar, pero al avanzar hacen chirrear las llantas que me pringan de inmundicias y, al volver a ver, por un segundo se plasma la sonrisa maliciosa del taxista en el espejo retrovisor del vehículo.

Mojado y guarnecido desde la cerrajería lo saludo. Cruzo la calle lo más rápido que puedo. Sostiene un equipo oxidado de color plateado que reproduce CD, VCD y DVD, una reliquia que en hace menos de una década era lo último del mercado para ver películas originales y pirateadas.

¿Y el televisor? ¿Cuándo?, pregunto.

Hice todo lo que pude, no tiene reparación, contesta. Cubre el viejo reproductor bajo su camisa por la llovizna.

Descartado, entonces.

No hay nada que hacer. Ni aquí encontré los repuestos, dice invitándome a observar por la pequeña puerta.

Un hombre que lleva puesta una gorra y usa lentes está sentado cerca de la puerta, al lado izquierdo, casi pegado a la pared que no se distingue porque sobre las repisas de madera hay un desorden total de materiales, repuestos y herramientas de trabajo. En una mesa que casi no se nota, iluminado por una lámpara de tubo, le saca “la muela” a un televisor y para ello le quita los tornillos que la sostienen de la tarjeta con un desarmador.

Piezas de televisores, entre ellos flashback, condensadores, fusibles, integrados, procesadores, memorias, transistores, bobinas, tarjetas y miles más, así como pantallas de plasma, LCD y LED, llenan los tres lados del tramo, desde el piso hasta la altura del techo, y lo impregnan con el color gris de la tecnología. El aroma es denso, profundo y casi rancio por la aglomeración de tantas piezas donde el aire solamente entra por la puerta desde la que me encuentro observando.

¿Y qué hago con el televisor?, pregunto.

Yo se lo compro, dice el hombre del tramo.

Aquí está el negocio, dice Martín y se despide de prisa evitando que se moje el viejo reproductor.

¿Lo puede reparar?

Antes, cuando comencé con mi pequeño taller de reparación de radio y televisión, lo hacía. En esa época se conseguía el repuesto que se necesitaba para reparar un televisor, un radio o un equipo de sonido. Las casas comerciales de repuestos comenzaron a desaparecer, había escasez de repuestos y si lo encontraba eran carísimos, no lograba reparar nada, me estaba quedando sin trabajo, acumulando y acumulando encargos hasta que un día comencé a comprar todo lo que estuviera dañado, sin funcionar, sin que otros lo pudieran reparar, y comencé a quitarle las piezas que necesitaba para cumplir mis compromisos.

Así como me ve, soy una persona seria, chontaleño de cepa, de Santo Domingo, Chontales, de la familia Meneses, ¿tal vez usted ha escuchado de ellos?, pues yo soy Daniel, familia de los Meneses de Juigalpa, de Renato, Rene, Ramón y de Robín, todos ellos honrados y trabajadores, dedicados a lo suyo.

En este trabajo, ni más ni menos que un serio compromiso con todas las familias de Nueva Guinea, he pasado laborando desde los hace ya 20 años que me vine para estas tierras de esperanza y progreso, donde sólo se sale adelante con dedicación y esmero, y los que quieren volverse ricos de un zarpazo siempre terminan endeudados, sin negocios y huyendo de sus perseguidores.

Por ese compromiso es que ve usted que mi tramo está así de repleto de televisores viejos y modernos, en eso me paso el día, sacando piezas, vendiéndolas a los técnicos que se encargan de repararlos, técnicos como Martín, que tienen su tallercito o andan de calle en calle, de barrio en barrio, de comarca en comarca y de colonia en colonia, ofreciendo sus servicios y luego vienen aquí a buscar la pieza exacta para repararlos y ganarse la vida de manera honrada.

Esto que hago es un gran servicio, tanto para los pobres, como para los acomodados y ricos, porque con las piezas que reciclo le resuelvo la tristeza que se siente en una casa cuando el televisor está dañado. Imagínese usted a los niños sin poder ver los muñequitos, la señora de la casa sin su novela preferida y al señor privándose de su película de acción, Triple X o su ranchera preferida, una tristeza total dentro de la casa y en el  rostro de las familias por falta de entretenimiento.

No sé, nunca he contado cuantas piezas tengo en el tramo, no me ha dado la curiosidad, pero le puedo decir a simple vista —Daniel hace un esfuerzo por voltearse y ver hacia atrás y a los lados— que son miles de piezas las que tengo allí entre todos esos cachivaches, por las que no me puedo quejar de falta de trabajo, menos ahora, porque trabajo hay hasta de más y aun así no me gano ni un tercio de lo que me ganaba hace tres años.

Aunque no lo crea, a todos nos golpea esta crisis y todavía falta lo peor, pero no me desanimo, sigo en mi camino de pulguero, quitando piezas, vendiéndolas  y comprando televisores dañados.

Observo que afuera, a un lado de la puerta, bajo el alero del techo, hay varias piezas de microondas y  televisores acumuladas. La llovizna ha cesado pero los carros siguen frenéticos circulando en dirección norte para girar hacia la calle del movimiento del mercado de Nueva Guinea o al sector de la zona 5.

Esas piezas ya no me sirven, los del camión se las llevan al basurero. Allí hay otros que recogen entre la inmundicia lo que les puede ser útil para venderlo y sobrevivir, y después, a los días, se aparecen con lo que de aquí se ha ido para allá, lo limpian, lo dejan brillantito para venir a ofrecerlo. Aunque manipulo miles de piezas ninguna se me pierde, reconozco todo lo que ha pasado por mis manos. Antes me reía de ellos, pero ahora no, es que amigo, la vida da vueltas, nunca se sabe lo que nos espera a la vuelta de la esquina, entonces pensando en eso, les entrego unas piezas a precios bajos para que las vayan a vender y luego me den mi partecita porque todos tenemos que vivir.

Una mujer se asoma por la puerta. Dame veinte córdobas, dice.

Saca apurado dos billetes de a diez de una gaveta y se los entrega. La mujer los toma y me sonrió. No sea mal pensado, dice, yo le vendo a él.

Escucho que El Cerrajero me llama, ¡ya le hice la llave!, grita.

Mañana le traigo el televisor, le digo a Meneses.

Está bien, aquí lo espero, responde.

Cruzo la calle con atención, sin parpadear por los mal intencionados,  y pensando en el mundo de Daniel. Ahora comprendo porque Martín siempre dice que debe ir al mercado a buscar los repuestos para reparar los televisores, y que cuando  dice que no tienen remedio, es que no lo tienen.

Definitivamente, mañana le llevo el televisor que está tirado en un rincón de la casa a Daniel, el pulguero de televisores.

15 de Marzo de 2020.
Foto: Daniel Meneses. 

lunes, 11 de noviembre de 2019

EL FANTASMA TIENE COMPAÑÍA



Ayer vi a Julio, también lo vi hace ocho meses y hace un año. La amistad entre nosotros se ha forjado con el tiempo a través de su arte, siempre lo he buscado para que repare o construya muebles de madera que se han necesitado en mi casa a lo largo de los años.

Hace un año, después de cotizar el valor de un mueble de cocina con sus gavetas y armarios con varios carpinteros, Julio me hizo la mejor oferta y nos arreglamos. Julio siempre ha sido conversador, en esa ocasión, dijo que antes, cuando promovía el béisbol infantil, todo mundo lo buscaba y visitaba. Ahora son pocos los que se acuerdan de uno, dijo y noté que renqueaba de su pie izquierdo. Es el azúcar, respondió cuando le pregunté. Cuídate, le dije y dijo que sí, que se cuidaba pero hermano vieras lo difícil que es estar alimentándose a base de verduritas, cosas simples, poca sal, poco dulce, uno no se aguanta las ganas de comer lo que más le gusta. Me mostró la pierna y la vi de reojo, un golpe que se transformó en una llaga y luego en un dolor de cabeza permanente para Julio.

Con él anduve en el jeep dando a hacer las piezas de vidrio para el mueble en una vidriería. Noté que renqueaba cada vez más y que era poco el tiempo en que se podía mantener de pie. Cuando terminó de construir el mueble mandó a su hijo a instalarlo y el chavalo me dijo que su papá se sentía mal por lo del pie.

Hace ocho meses me di cuenta que a Julio le habían amputado la pierna. La llaga, el azúcar, me dije y lo visité. Estaba sentado en una silla en el corredor de su casa, viendo hacia la calle, hacia el extremo oriental de lo que fue la antigua pista de aterrizaje de Nueva Guinea. Julio estaba allí sin una pierna, sin su pierna izquierda, incompleto, casi postrado pero al verme sonrió, su cara se iluminó y me ofreció un asiento. Aquí estoy, ya no aguantaba ese dolor de todos los días, dijo.

Lo llevaron al hospital a una curación de la llaga pero ya no se podía, estaba en estado de descomposición, con gangrena. Lo trasladaron al hospital de Juigalpa y de allí salió sin una pierna, era necesaria la amputación porque si no perdería la vida. Mientras estuvo hospitalizado, se organizó un hablatón en Radio Manantial para apoyarlo. La gente de Nueva Guinea, siempre solidaria, aportó 15,000 córdobas para su recuperación.

Hasta los niños llegaban a dejar monedas, dijo Julio sonriente. Tenés que cuidarte más que antes, le dije y traté de animarlo.

Por unos instantes me puse en su lugar y me di cuenta de lo doloroso, física y emocionalmente, que es dejar de tener una pierna, una pierna que te ha apoyado todos los días de tu vida y que de pronto deja de estar allí, deja de apoyarte pero la seguís sintiendo en su lugar, sentís picazón, seguís sintiendo dolor, está presente como un fantasma que siempre llega a visitarte. Me di cuenta que Julio, a pesar de su sonrisa, tenía una gran angustia y desesperación.

Tenés que ponerte una prótesis, tenés que volver a caminar, no te desanimes Julio, le dije, pero Julio me miraba sonriente como si estuviera pensando: “sí hermano, todos me dicen lo mismo, no quisiera verte en mi lugar, estarías llorando de rabia por lo sucedido, sin poder salir a la calle como lo hacías todos los días, sin poder barrer la acera, sin poder cepillar una tabla, sin poder sacar a los perros ni a cagar, y me das consejos, si supieras cómo es esto que me está pasando, estoy desbaratado, ya no soy el mismo, ahora dependo de otros hasta para poder levantarme de la cama, para ponerme el pantalón, esos a los que les he cortado la pierna izquierda como a mí me lo hicieron, estoy jodido, antes, hace mucho tiempo, corría de home a primera en segundos, sí, es cierto, pero con el paso de los años apenas trotaba porque te vas haciendo viejo, el cuerpo te abandona, y de aquí al mercado me llevaba un mundo para llegar y regresar, saludando al que me encontraba en la calle”.

Aquí estoy, así me vas encontrar en este corredor viendo a los que pasan para saludarlos sin poder trabajar, ahora es mi hijo el que mira el taller, ya sabes, cualquier cosa que necesites nos buscas. Por supuesto, claro que si Julio, pero busca la prótesis, en estos tiempos es menos complicado conseguir una, le dije al despedirme.

Ayer vi a Julio y me sorprendió. Llegué a cancelarle un par me muebles de cocina que me hicieron en su taller y, al entrar lo vi de pie, lijando una tabla. Vi, siempre de reojo, su pierna izquierda y calzaba tenis. Su rostro me pareció más joven, lo vi más corpulento, con su estado de ánimo de siempre, hablador, risueño. Hace unos cinco meses la hice de madera con mis propias manos, solamente el cuchumbo, donde engarza en el muñón es de fibra de vidrio, dijo con orgullo.

Julio es un campeón, me dije y lo imaginé haciendo su pierna de palo, de madera, tomándose las medidas, ideándola, buscando cómo, haciendo pruebas, cometiendo errores hasta tenerla lista y ponérsela, probarla, ajustándola, dar el primer paso con una gran sonrisa aunque el fantasma siga allí pero ahora tiene compañía. Hasta hoy no he tenido problemas, dijo y quedamos en que me va a componer el comedor que usamos en mi casa desde hace más de veinte años para que esté como nuevo para la navidad. Luego nos despedimos.

Julio Amador es un luchador, no se da por vencido, su prótesis no le ha chimado ni ha sangrado, pero es necesario que use una profesional con todas las de ley, porque una mala prótesis es como una llanta ponchada, no llegará muy lejos a menos que la cambie, y una de esas cuesta como unos dos mil dólares. Ahora me doy cuenta que en nuestro país es difícil conseguir una prótesis, pero también estoy más convencido que una persona como Julio merece una nueva oportunidad de vivir y vale la pena ayudarle.

10 de Noviembre de 2019.

Foto: Internet.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

SANTA ISABEL DEL PAJARITO


Un tercio de la caminata ha sido bajo la furia del sol, abriendo y cerrando puertas de golpe y de alambre de púas, flanqueado por el canto de chicharras gigantes, el polvo que dejan atrás los que van adelantados y la sombra chirre de laurelitos y palos de agua. El sendero, una alfombra polvosa que no resiste huellas, pero indulgente con mis botas, me deja apreciar colinas y valles en las que el pasto Retana fulgura al viento con vacas ensimismadas en su deguste sin prestarles atención a mis pasos.

El paisaje poco a poco va cambiando. El camino se cubre por la sombra de grandes árboles, tan grandes que solamente diez hombres con sus brazos extendidos pueden abrazarlos, y una exuberante vegetación pintada en diversas tonalidades por lianas, heliconias y palmeritas de montaña. Aparecen riachuelos en las hondonadas con nubes de zancudos que hacen fiesta de piquetes con mi cuerpo hasta que logro subir a la larga cresta de un cerro desde donde observo la majestuosidad de un bosque de almendros, anidados en sus copas por lapas verdes que me dan la bienvenida con su canto.

La luz de la tarde se despide en la copa de los árboles. El azul de montaña cubre el sendero y el chillar inquieto de los monos congos, junto con el revoloteo de las aves, anuncian la llegada de la noche montañosa. Después de una colina, al caminar por un valle pastoso, entre cuatro hileras de alambre de púas extendidas en el horizonte, surge la luna llena. Es increíble lo maravilloso que se muestra en la montaña y la claridad que brinda para guiar tus pasos. Media hora más de camino y los adelantados se comunican a gritos con los habitantes de las primeras casas de madera que conforman la comarca. Desde San Ramón, pasando primero en vehículo por La Unión, un recorrido de cinco horas me ha llevado hasta Santa Isabel del Pajarito.

En el corredor de una casa de madera están los adelantados (Giovanny, Héctor, Arosman y Lucas) con sus mochilas en el suelo, termo y parte de la carga esperando al resto del grupo (Antenor, Marvin y un baqueano). Cuando subo las gradas noto que ya han tendido sus hamacas entre los pilares y alfajillas que soportan el techo de zinc. El dueño de la vivienda, hermano de Antenor, un hombre pequeño de mirada profunda, nos da la bienvenida.

Dentro, la sala está iluminada por candiles, al fondo hay tres habitaciones y desde la cocina, una extensión hacia la derecha de la sala, se difunde el aroma de comida, el calor del fuego y las voces de mujeres. Me acomodo en una banca, me quito las botas y de la mochila tomo mis chinelas. Cuelgo la hamaca en la sala. Me asomo a la cocina, saludo a tres mujeres y veo la exuberancia del agasajo que nos tienen preparado alrededor del fogón: yuca cocida, quequisque y malanga, frijoles cocidos, un perol lleno de arroz blanco, un queso en su pana y carne de res en el asador. Las mujeres sirven la mesa e invitan a ocuparla. Ceno con el apetito provocado por la caminata, incitado por el dueño de la casa: “coman, coman, ¡Julita traiga más, sin pena, sin pena, coman, un traguito, eso, eso, un traguito de cususa para calentarse!”, hasta que el hambre, la suma de todos los hambres, es zaceado.

En el corredor el grupo de los adelantados conversa con la barriga llena y el corazón contento, cada quien desde su hamaca. Frente a ellos se ve la claridad que la luna llena le imprime a la plazuela y, a unos treinta metros de distancia, una piara compuesta de unos veinte cerdos amontonados unos sobre otros, forman casi un círculo como el que acompaña a la luna. Lucas dice que además de llena viene repleta de agua, que ya está comenzando a salir la cosecha de frijoles de Apante a lo que Arosman riposta recordándole que por la mañana hay que reunir a los campesinos para enseñarles a hacer el Aparato A y cómo usarlo para que saquen las curvas a nivel y así no acaben los suelos de esta linda montaña. Estás oyendo Giovanny, ese es un tema importante, la entrevista para la radio debe girar alrededor del medio ambiente y su protección, aquí estamos en la zona de amortiguamiento de la Reserva Indio – Maíz, dice Héctor a lo que Giovanny le contesta que él sabe cuál es su trabajo, que dejen de hablar pendejadas porque está cansado, con frío y ya se quiere dormir.

Estoy cansado, le digo al grupo y entro a la sala. Antenor conversa con su hermano, bajan la voz y la mirada profunda del campesino me alerta sobre su desconfianza, un rasgo vital para la sobrevivencia en la montaña. Les digo que voy a dormir, que me disculpen. Nosotros también, dice Antenor y desde más allá del corredor, desde la plazuela, se escucha el gruñido de los cerdos que crece en intensidad a medida que se acercan a la casa, se meten debajo del tambo en desbandada haciendo un alboroto que aumenta bajo nuestros pies por el choque entre la manada allí abajo. El hombre de la mirada profunda corre a la puerta, sale al corredor, mira hacia más allá de la plazuela y grita: ¡un tigre!, ¡un tigre!, ¡por allí anda un tigre! Desde uno de los cuartos la Julita sale corriendo con un rifle en sus manos y se lo entrega al hombre, lo toma, manipula y hace varios disparos al aire. Repentinamente los adelantados han entrado a la sala en carrera con sus mochilas y hamacas y comienzan a buscar como colgarlas. El alboroto se ha calmado con los disparos, el corredor está vació así como la plazuela que sigue iluminada por la luna. Luego de la desbandada de los cerdos nos hemos reído y Marvin comienza a contar la historia del Oso-Caballo, un animal que camina en dos patas y que se come a las vacas, que según él azota toda esa montaña y la Reserva Indio – Maíz, pero Lucas lo manda a callar porque aquí no andamos creyendo cuentos de caminos, dormité ya, le dice.

A las cinco de la mañana he despertado. Salimos al corredor, no veo ningún cerdo, y caminamos hacia la plazuela en dirección a una quebrada para bañarnos. La neblina cubre todos los cerros de los alrededores y me doy cuenta que estamos en una planicie atravesada de oeste a este por una quebrada de aguas claras y frías que baja con rapidez desde lo alto de uno de los cerros. Al pie de unas rocas, entre troncos secos que cruzan el curso del agua, nos bañamos y Héctor comienza a bromear con Marvin porque se le caído el jabón y tiene que agacharse para recogerlo.

Luego del desayuno nos dirigimos hacia la capilla de la comarca. Caminamos menos de media hora y desde varios puntos de la montaña se escuchan gritos de saludos entre campesinos y nuestro grupo. En un claro del bosque se ve la capilla, varias casitas en sus alrededores y los campesinos que han bajado al punto del encuentro. A los visitantes nos hacen presidir la reunión. Un delegado de la palabra da agradecimientos y bendiciones por nuestra llegada y dice que bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados y de allí agarra el hilo de sus planteamientos uno de los líderes de la comunidad para plantear las principales demanda de la población: los problemas que enfrentamos son muchos, desde el mal estado de la trocha entre La Unión y San Ramón que nos dificulta sacar los productos, el financiamiento que por todos lados nos han negado, llevamos años de años de estar quebrándonos las espaldas para al menos sobrevivir, se nos enferman los chigüines, salimos desesperados con los picados de culebras, necesitamos hacer buenos pozos para tener agua bebible y más cosas hermanos, pero llegamos a caer en cuenta y bien meditado por todos que lo más indicado son unos novillitos y unas vaquitas para prosperar en esta montaña.

Lucas toma la palabra y se tira su retahíla sobre el programa de campesino a campesino secundado por Arosman, explica en que consiste el aparato A, vamos a hacer la práctica, lo van a construir con sus propias manos en cuanto terminemos para que ustedes conserven los suelos y salven estas montañas, miren el ejemplo de destrucción en las colonias de Nueva Guinea, una barbaridad que no tiene perdón de Dios. Y otro líder toma la palabra, pide aplausos y dice que para ver el majestuoso arco iris es necesario empaparnos en la lluvia, esa que aquí no nos falta, así que confiando en que los amigos que nos honran con su visita sabrán ayudarnos una vez que regresen a Nueva Guinea, ayuda que esperamos con nuestros corazones rotos pero llenos de esperanzas.

Frente a la capilla me llama la atención una casita de madera pequeña, de unos cuatro metros cuadrados, y me dirijo a ella. Desde la ventana veo un hombre que está adentro, sentado en un banco, frente a una mesa y atrás tiene un anaquel de madera con algunos medicamentos. Es el local donde tienen el botiquín de medicamentos de la comarca. Tenemos pocos medicamentos, lo básico para primeros auxilios ante una herida, aspirinas, para la diarrea, pero nos hace falta de todo y con urgencia debemos conseguir suero antiofídico porque abundan las terciopelo y barba amarilla, dice el responsable. ¿Y la partera? Con ella llevamos el control de las mujeres embarazadas, dice, toma un cuaderno, revisa y se pone a sacar la cuenta.

A mi izquierda veo a un grupo de campesinos que sostienen un aparato A. Lo han construido y se muestran orgullosos. Ahora sí, con estos aparatos vamos a hacer curvas a nivel y obras de conservación para que no se nos laven lo suelos, dijo uno de ellos. Y para que vean que somos agradecidos les vamos a prestar las bestias para que se vayan montados, yo me voy con ustedes para regresarlas, dijo otro. Nos despedimos con choque de manos y emprendemos el retorno.

Semanas después vi al hombre pequeño de mirada profunda en Nueva Guinea. Me comentó que andaba retirando un crédito de novillos a nombre del grupo de productores de Santa Isabel del Pajarito. ¿Cómo van los trabajos de conservación de suelos?, pregunté. Es difícil, respondió, alejándose.

17 de Septiembre 2019

jueves, 5 de abril de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: EL HOMBRE CON MÁS SUERTE DE NUEVA GUINEA


Tenía más de doce años de trabajar en San Rafael del Sur como ayudante en una vulcanizadora. Su jefe le dijo que su hermano, Vicente, necesitaba con urgencia un ayudante para reparar llantas en Nueva Guinea. Sin pensarla dos veces se decidió. “Me voy para allá, le ayudo a tu hermano y me regreso después de quince días”, le dijo Pablo Emilio Guerrero. Pasó por Diriamba dándoles la noticia a sus familiares y el 10 de agosto de 1978 se bajó del bus en Nueva Guinea.
          
Regresó a  buscar a su mujer, Salvadora Ortega Reyes, y volvió para quedarse definitivamente. “Me gustó. Había más trabajo que descanso, poca diversión y era bastante sano. En esa época llovía trece meses al año, no habían adoquines, ni luz eléctrica, ni agua potable. Pocas casas tenían energía eléctrica: el hospital le vendía luz a don Jesús Valle, el dueño de la única gasolinera existente, y el banco le suministraba a las casas de la ciudadela”, recuerda Pablo Guerrero.
          
Comenzó a trabajar con entusiasmo día y noche, ahorrando en el banco lo más que podía y cambió de trabajo. Lo que le favoreció fue el paro nacional. “El paro es peligroso, ya no vamos a seguir trabajando, si acaso hay algo que hacer me van a ayudar mis muchachitos”, le dijo don Jesús Valle, su jefe. Después del triunfo de la revolución se presentó en el Banco Nacional de Desarrollo a retirar los quince mil córdobas que tenía ahorrados pero le hicieron un préstamo por la misma cantidad. Compró una planta eléctrica, unas planchas, una camionada de tucas que las dio a aserrar e hizo un chinamito donde puso el taller. Darío Chamorro le prestó el lugar y comenzó a trabajar. Vendía gaseosas que el camión se las ponía en el taller, la gente de las colonias las llegaba a retirar y así armó su negocio.
           
Siempre ha jugado la lotería. “En una ocasión, estando en Managua, la vende-lotería me pasaba dejando el billete, lo ponía detrás de un espejo, yo lo retiraba y allí dejaba los reales. Ese día, cuando llegue de mañana a retirarlo, una hija de la vendedora me dijo que habían llevado grave a su mamá al hospital y que lo vendieron en una parada de buses. Se lo sacó un busero que le decían Tinajón, se me llevó el billete 5185 con el premio mayor”, recuerda a carcajadas. Siguió jugando y siempre sacaba premios de mil, dos mil y cincuenta mil córdobas.
          
Un día encontró en la gasolinera vieja de Nueva Guinea al vendedor de lotería, le hizo un abanico con los billetes y escogió uno al azar. Le pagó la mitad del valor y lo guardó en una repisa sin saber qué número era. Al día siguiente le pagó la diferencia y siguió en su trabajo. Días después otro vende lotería de Santo Tomás pasó por su taller y le dijo que en Nueva Guinea había caído el premio mayor. “Saqué el billete, se lo enseñé y casi se muere el hombre, no podía ni hablar, ni respirar, ni nada. ¿Qué fue?, le pregunté. ¡Ay hermanito!, ¡te sacaste el billete completo!, me dijo todo desesperado. Agarré el billete y lo volví a poner en la repisa y me gritó: ¡No lo ponga allí!, ¡se le puede perder!, recuerda Pablo.

Fue el 12 de agosto de 1991 cuando la suerte le cambió.  Con el billete premiado número 11402 se sacó noventa y cinco mil dólares. Se dirigió al banco, mostró el billete al gerente y le solicitó que se lo cambiaran. “Me hicieron un recibo y dos días después me mandaron a llamar para entregármelos. ¿Qué va a hacer con los reales?, me preguntaron. Por ahora no necesito comprar nada, les respondí y dejé los reales allí en mi cuentecita. Con calma me puse a pensar en qué podía hacer y comencé a comprar propiedades. Compré el terreno donde estaba antes la Coca Cola en seis mil dólares y ahora me han ofrecido 220 mil dólares; compre aquí donde tengo el taller, mi casa, donde vive mi mamá y una finca de 250 manzanas”, explica con orgullo.
          
La suerte no lo volvió a abandonar. Seis veces se ha sacado premios grandes. Cuando le pregunté cómo es que hace, si se sabe algún “sontín” para sacársela, se puso a reír y respondió: “es cuestión de estar en la jugada, estoy pendiente de los números que caen y no caen. Todo número es bueno antes de jugarlo. A veces me retiro una o dos semanas y después sigo jugando, pero la suerte no es para cualquiera. Enrique, el que vive allí, indica con sus manos en dirección al frente de su casa, se sacó los 20 millones que rifaba la Cruz Roja. No compró nada, solamente una gran mesa donde pasó jugando desmoche y bebiendo guaro hasta que se le acabaron los reales. Una mañana vi a la vendedora de lotería que bajaba las gradas del parque y seguí trabajando. Cuando la busqué ya no estaba, había doblado para el lado de la gasolinera que puso Lolo Rocha y le vendió mi billete a Severiano Lumbí: el enano se sacó el premio mayor y ya ves, por esos realitos lo mataron en su casa, por eso te digo que la suerte no es para cualquiera”.

Pablo Emilio Guerrero siempre sigue jugando la lotería, está pendiente de los números y se entretiene en su taller de vulcanización donde, además de reparar llantas, construye bombas de mecate, fogones y cocinas industriales. Sus hijos, ya mayores, le ayudan y no lo dejan hacer casi nada. ¿En cuánto estima su patrimonio?, le pregunté;  después de hacer cálculos en el aire respondió “creo que tengo más de un millón y medio de dólares”.



jueves, 15 de febrero de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: PAYÍN, EL ARADOR.


Crecí en el Valle El Edén de Ticuantepe, libre como las criaturas del campo, dice José Efraín Martínez Fonseca, conocido popularmente como Payín. Se encuentra a un lado de camino con su yunta de bueyes y he salido a su encuentro. Mi mamá se llamaba Soledad Fonseca, originaria de Ticuantepe. Embarazada viajó a San Rafael del Sur donde trabajaba mi papá, José Tomás Martínez Morales, y allí nací, agrega al preguntarle por sus orígenes.

Desde chavalo anduve de guiador con mi tío Eudijes Martínez, nunca fui a la escuela porque no me pusieron a estudiar. Viajaba a Managua guiando a los bueyes de una carreta que cargábamos con leña, repollos, guineos y tomates para venderlos en el mercado. En ese tiempo no se cultivaba piña en Ticuantepe y el gancho de camino de Santo Domingo era puro zanjones; pasábamos a la orilla de la iglesia y nos costaba coronar una subida de barrizales pero nos ayudábamos emparejando varias yuntas de bueyes.

¿Cómo se trasladó a vivir a Nueva Guinea?, pregunto al acariciarle la frente a uno de los bueyes.

Mire, yo trabajaba con Rodolfo Mejía Ubilla, el que era director del IAN (Instituto Agrario de Nicaragua), en su finca ubicada en Barrio Nuevo, cerca de Sabana Grande. Él era muy amigo de mi familia y cuando repartieron la Borgoña, le pedí un pedacito de tierra. Espérate, vamos a ver cómo hacemos, me dijo. Luego, con el paso del tiempo, se apareció y nos dijo que tenía un buen lugar para nosotros. Vine en 1965, con el segundo grupo, junto a mi mamá, un cuñado llamado Samuria, su mujer y tres chavalos, uno mío y dos de él. Mi mujer no me acompaño, se quedó allá.

Le ofrezco un refresco y le digo que me acompañe. Les da órdenes a los bueyes, se quedan inmóviles pero no deja las varas. Nos sentamos en el corredor, le sirvo jugo de guanábana y lo saborea sin prisa. A la orilla de un pilar ha acomodado las varas.

Hice carriles al lado de lo que don Miguel Torres llamada la Reserva, por todo ese lado —señala hacia el oeste y suroeste— hasta llegar a lo que hoy es la colonia Los Ángeles, fueron más de 20 parcelas de 50 hectáreas las que dejé encarriladas, responde luego de preguntarle sobre las primeras cosas que hizo al llegar y seguí preguntándole sobre el después.

Luego de cinco meses de trabajo duro me regresé a buscar al resto de la familia. Vendí mis bueyes y otras cositas que allá tenía pero no me quisieron acompañar, más bien me pidieron reales prestados, unos ocho mil pesos de esos tiempos, para pagármelos cuando se vinieran para acá. Yo andaba 70 pesos en el pantalón, se lo di a lavar a mi hermana pero se le olvidó dármelos. Hice viaje de regreso y una señora me pagó 7 pesos por un trabajo que le hice, con esos realitos me vine. El IAN estaba dando parcelas para ese tiempo. Me dio una de 50 hectáreas al lado de la Pedrera y, en la zona 3, me dieron un solar de una hectárea.

¿Qué hacía en la parcela?

Lo que podía. Sembraba maíz, frijoles, arroz, yuca y guineos. Con lo que vendía me compré una bestia, guarde unos realitos y me fui a buscar a mi mujer. Ya estando conmigo quedó embarazada y uno noche, acostados en la cama, le pasó por la barriga una terciopelo de esas que ya no crecían. Al pasarle la cola por los dedos gritó: ¡la culebra!, y me suspendí para matarla. Poco a poco le fue entrando cabanga por su mamá y eso, más el susto por la terciopelo, hicieron que se regresara.

Se quedó solitario en la montaña, dije.

Por poco tiempo, responde con una sonrisa en su rostro quemado por el sol. Dos veces la fui a buscar, le rogué y le rogué. La segunda vez mi tío me dijo que otro hombre andaba detrás de ella. En esa ocasión me lo dijo claro, no, no, ya no me voy con vos. Qué iba a hacer, me vine y me junté con la Jacinta. Tuvimos 6 hijos, 2 se murieron y me quedaron 4.

Soy un hombre de campo, desde chavalo trabajo con los bueyes, con ellos he sacado madera de la montaña, he desatorado vacas de los charcos y de los suampos, he acarreado leña y he arado los campos. Soy arador.

Cuando me di cuenta llegue a tener 3 yuntas de bueyes. Para entonces araba hasta 100 manzanas en un año, todas las tierras de los alrededores de Nueva Guinea, en San Juan, Jerusalén, El Silencio, la Guinea Vieja, Río Plata, El Verdun, Yolaina, Los Ángeles y hasta en La Gallina. Mire cómo han cambiado las cosas de entonces para acá, este año solamente he arado 8 manzanas porque solo quieren preparar las tierras con tractor. Así es la situación aunque mi trabajo sea más barato. Por una manzana para sembrar frijoles cobro 1200 córdobas, 600 para sembrar yuca y ahorita vengo de rayar media manzana donde me gané 300.

Vivo con la Francisca al lado del Estadio. Acarreo leña para la casa, ya no le vendo al pueblo. El gato, un chavalo que es mi entenado, me ayuda con lo que necesito para poder vivir porque mis hijos, los hijos que me tuvo la Jacinta, me quitaron la parcela y no me dejan poner un pie en mis tierras.

¿Qué edad tiene don Payín?

Voy a ajustar los 85 años según la cédula de identidad, pero mi mamá dice que me asentaron cuando tenía 7 años.

Se ve entero, con mucha energía, le digo. Ya quisiera llegar a su edad, agrego y me observa con mucho cuidado. 

Eso mismo me dicen todos cuando preguntan por mi edad. Así como me ve me la juego siempre, no dejo de trabajar con mis bueyes para tener frijolitos en la casa.

Nos despedimos, tomó las varas, y se dirigió a los bueyes que seguían en la misma posición que quedaron al lado del camino. Les dio instrucciones y comenzaron a moverse al ritmo que él les indica.  Allá va un hombre octogenario, quemado por el sol en el campo que labra, un luchador de toda la vida que resiente la modernización de las labores con maquinaria agrícola que usan en la preparación de las tierras en la próspera Nueva Guinea de estos tiempos y que sustituyen el oficio del arador de la misma forma en que sus hijos lo han desplazado de su parcela, pensé al verlo alejarse con su yunta de bueyes.



15/02/18


jueves, 1 de febrero de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: Recolectora de leña


Una vaca se metió al patio del frente de la casa y corrí a arrearla hacia el camino. “Esas vacas lo tienen entretenido”, dijo, sonriendo, una señora que pasaba en ese instante cargando leña sobre su cabeza.
Señora, ¿de dónde viene?
De allá —respondió—, señalado en dirección al camino que conduce hacia Los Ángeles.
Se llama María Eufemia Rivas Romero y tiene 78 años de edad. Todas las semanas recorre el camino en busca de leña. “Siempre busco unos trocitos para la casa”, dijo siempre sonriente y me quedé viendo los trocitos que son realmente unos trozos gruesos, pesados. Ni doscientas varas los puedo cargar, pensé al verlos.
Doña María Eufemia vive en la zona 6 del casco urbano. “Soy una mujer sola, desde hace cinco años una moto mató a mi marido y desde entonces tengo que arreglármelas sola para salir adelante”.
Al igual que ella siempre veo pasar a muchas mujeres cargando leña que recolectan en el camino, pero ninguna tan mayor, de tan avanzada edad, y sin otra persona que le ayude.
“Salúdeme a su esposa, siempre que paso platico con ella, somos amigas”, dijo y siguió caminando.
Así como Doña María Eufemia, en el campo hay miles de mujeres de avanzada edad que son solas y deben sobrevivir con miles de limitaciones sin tener ayuda alguna. Allí, con la leña, sobre sus hombros, va la gran deuda social que aún, y por muchos años más, esas miles de mujeres seguirán cargando, pensé al verla alejarse.