Tenía más de
doce años de trabajar en San Rafael del Sur como ayudante en una vulcanizadora.
Su jefe le dijo que su hermano, Vicente, necesitaba con urgencia un ayudante
para reparar llantas en Nueva Guinea. Sin pensarla dos veces se decidió. “Me voy
para allá, le ayudo a tu hermano y me regreso después de quince días”, le dijo
Pablo Emilio Guerrero. Pasó por Diriamba dándoles la noticia a sus familiares y
el 10 de agosto de 1978 se bajó del bus en Nueva Guinea.
Regresó a buscar a su mujer, Salvadora Ortega Reyes, y
volvió para quedarse definitivamente. “Me gustó. Había más trabajo que
descanso, poca diversión y era bastante sano. En esa época llovía trece meses
al año, no habían adoquines, ni luz eléctrica, ni agua potable. Pocas casas
tenían energía eléctrica: el hospital le vendía luz a don Jesús Valle, el dueño
de la única gasolinera existente, y el banco le suministraba a las casas de la
ciudadela”, recuerda Pablo Guerrero.
Comenzó a
trabajar con entusiasmo día y noche, ahorrando en el banco lo más que podía y
cambió de trabajo. Lo que le favoreció fue el paro nacional. “El paro es
peligroso, ya no vamos a seguir trabajando, si acaso hay algo que hacer me van
a ayudar mis muchachitos”, le dijo don Jesús Valle, su jefe. Después del
triunfo de la revolución se presentó en el Banco Nacional de Desarrollo a
retirar los quince mil córdobas que tenía ahorrados pero le hicieron un
préstamo por la misma cantidad. Compró una planta eléctrica, unas planchas, una
camionada de tucas que las dio a aserrar e hizo un chinamito donde puso el
taller. Darío Chamorro le prestó el lugar y comenzó a trabajar. Vendía gaseosas
que el camión se las ponía en el taller, la gente de las colonias las llegaba a
retirar y así armó su negocio.
Siempre ha
jugado la lotería. “En una ocasión, estando en Managua, la vende-lotería me
pasaba dejando el billete, lo ponía detrás de un espejo, yo lo retiraba y allí
dejaba los reales. Ese día, cuando llegue de mañana a retirarlo, una hija de la
vendedora me dijo que habían llevado grave a su mamá al hospital y que lo
vendieron en una parada de buses. Se lo sacó un busero que le decían Tinajón,
se me llevó el billete 5185 con el premio mayor”, recuerda a carcajadas. Siguió
jugando y siempre sacaba premios de mil, dos mil y cincuenta mil córdobas.
Un día encontró
en la gasolinera vieja de Nueva Guinea al vendedor de lotería, le hizo un
abanico con los billetes y escogió uno al azar. Le pagó la mitad del valor y lo
guardó en una repisa sin saber qué número era. Al día siguiente le pagó la
diferencia y siguió en su trabajo. Días después otro vende lotería de Santo
Tomás pasó por su taller y le dijo que en Nueva Guinea había caído el premio
mayor. “Saqué el billete, se lo enseñé y casi se muere el hombre, no podía ni
hablar, ni respirar, ni nada. ¿Qué fue?, le pregunté. ¡Ay hermanito!, ¡te
sacaste el billete completo!, me dijo todo desesperado. Agarré el billete y lo
volví a poner en la repisa y me gritó: ¡No lo ponga allí!, ¡se le puede
perder!, recuerda Pablo.
Fue el 12 de
agosto de 1991 cuando la suerte le cambió.
Con el billete premiado número 11402 se sacó noventa y cinco mil
dólares. Se dirigió al banco, mostró el billete al gerente y le solicitó que se
lo cambiaran. “Me hicieron un recibo y dos días después me mandaron a llamar
para entregármelos. ¿Qué va a hacer con los reales?, me preguntaron. Por ahora
no necesito comprar nada, les respondí y dejé los reales allí en mi cuentecita.
Con calma me puse a pensar en qué podía hacer y comencé a comprar propiedades.
Compré el terreno donde estaba antes la Coca Cola en seis mil dólares y ahora
me han ofrecido 220 mil dólares; compre aquí donde tengo el taller, mi casa,
donde vive mi mamá y una finca de 250 manzanas”, explica con orgullo.
La suerte no lo
volvió a abandonar. Seis veces se ha sacado premios grandes. Cuando le pregunté
cómo es que hace, si se sabe algún “sontín” para sacársela, se puso a reír y
respondió: “es cuestión de estar en la jugada, estoy pendiente de los números
que caen y no caen. Todo número es bueno antes de jugarlo. A veces me retiro
una o dos semanas y después sigo jugando, pero la suerte no es para cualquiera.
Enrique, el que vive allí, indica con sus manos en dirección al frente de su
casa, se sacó los 20 millones que rifaba la Cruz Roja. No compró nada,
solamente una gran mesa donde pasó jugando desmoche y bebiendo guaro hasta que
se le acabaron los reales. Una mañana vi a la vendedora de lotería que bajaba
las gradas del parque y seguí trabajando. Cuando la busqué ya no estaba, había
doblado para el lado de la gasolinera que puso Lolo Rocha y le vendió mi
billete a Severiano Lumbí: el enano se sacó el premio mayor y ya ves, por esos
realitos lo mataron en su casa, por eso te digo que la suerte no es para
cualquiera”.
Pablo Emilio
Guerrero siempre sigue jugando la lotería, está pendiente de los números y se
entretiene en su taller de vulcanización donde, además de reparar llantas,
construye bombas de mecate, fogones y cocinas industriales. Sus hijos, ya
mayores, le ayudan y no lo dejan hacer casi nada. ¿En cuánto estima su
patrimonio?, le pregunté; después de
hacer cálculos en el aire respondió “creo que tengo más de un millón y medio de
dólares”.
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