Al entrar al bar de Inés, el aire huele a barniz fresco y a aguardiente viejo. Las paredes de madera oscura tienen afiches clavados con tachuelas: cervezas, rones nacionales, gaseosas. Conservan el calor de la tarde. Al fondo, una barra pulida brilla bajo la luz opaca de un bombillo colgado. En la pared de la barra, un gran espejo ovalado cuelga junto a los exhibidores de cerveza. El piso de concreto, limpio pero gastado, refleja sombras de sillas mal alineadas. Hay ocho mesas dispersas. Algunas vacías. Otras ocupadas por hombres de sombrero y mirada larga.
Esa tarde visité a mi viejo amigo Juan Pérez. La carretera, llena de baches, parecía una trampa, pero el jeep logró pasar. En su casa compartimos recuerdos, hablamos de amigos ausentes y de los que aún luchan. Juan me mostró su patio: chilotes, naranjos, yuca, caña piña, quequisques, plátanos y chagüites. Clara, su esposa, se alegró mucho de verme. Sirvió café con cosas de horno, y en el corredor, entre sorbos y brisa, Juan me contó que esa tarde vería a su compadre José en el Bar de Inés.
Juan va adelante, como quien ya conoce el terreno. Yo lo sigo, apenas entendiendo en qué mundo me estoy metiendo. Camina hacia la barra. Yo observo todo con una mezcla de curiosidad y cautela. Al otro lado, una mujer se incorpora con suavidad.
—Hola, Inés —dice Juan, con una sonrisa que no sé si es de confianza o picardía.
Inés tiene unos cuarenta años. Cabello negro liso que le cae como velo sobre la espalda. Cejas pobladas que le dan carácter. Lleva un vestido ajustado, sin miedo al cuerpo que habita. El escote deja ver unos pechos firmes, desafiantes al tiempo. El espejo detrás de ella refleja sus curvas. Redondez sin baches. Como una carretera bien cuidada, de esas que por aquí ya no hay.
Ella responde con picardía. Como quien ya ha jugado este juego muchas veces.
—Siempre bienvenidos sean. Estoy para atenderlos —dice, señalando con la cabeza una mesa junto a la ventana.
—¿Qué van a tomar? —pregunta, girando el cuerpo de medio lado. Como anticipando la respuesta.
—Dos heladas —dice Juan, sin pensarlo mucho.
Inés se estira con naturalidad. Abre el exhibidor con gesto mecánico y saca dos cervezas sudadas. Las destapa con un giro ágil de muñeca. Sonríe como en otros tiempos, cuando las miradas decían más que las palabras. No hay una arruga que le robe la frescura al rostro.
—Aquí tienen, muchachos —dice, y nos entrega las heladas con un guiño.
—En esa mesa nos acomodamos —dice Juan. Caminamos hacia ella, botellas en mano, con el presentimiento de que la tarde aún no ha contado lo mejor.
Desde la ventana contemplo el paisaje. Un cuadro vivo. Allá en lo alto, el bosque corona un cerro de dos cúspides. Son las más altas del oeste de estas llanuras. El sol de la tarde les cae directo. Brillan como cobre bruñido. En la parte media del cerro, una cascada se desliza. Entre la bruma nace un arcoíris, como si el cerro respirara luz. Es un paraíso aún intacto. Hacia el este se extiende el pueblo. El paso de vehículos, caballos y caminantes es constante. Todos cruzan frente al bar de Inés.
—Este lugar es un punto de encuentro. Escala obligada entre la faena del campo y las cervezas —dice Juan, tras un largo trago—. Aquí aparecerá mi compadre José.
—¿Cuál es el negocio con tu compadre? —pregunto, y le hago señas a Inés de que necesitamos más cerveza.
Juan se acomoda en la silla. Se pasa la mano por la gorra. Me responde con ese tono que usa cuando algo le entusiasma.
—Mirá Nicolás. El compadre José es comerciante con colmillo. Aprendió en el camino, no en universidad. Tiene más de treinta años de andar en los negocios. Le gusta esta zona porque aquí la gente tiene palabra. Palabra de honor. Eso vale más que los reales adelantados. Si no hay confianza, aunque el trato sea bueno, todo se cae.
En ese momento Inés se acerca. Paso lento. Sonrisa viva. Deja las cervezas sobre la mesa.
—Aquí tienen, muchachotes —dice. Al alejarse, deja flotando un aroma dulce. A flor de sacuanjoche con ron de miel.
Juan me mira con esa chispa que le conozco.
—Se gana el día, todavía —dice, y soltamos la carcajada—. José ahora compra especias y frutos raros: cardamomo, canela, achiote, pejibaye, cacao, clavo de olor, cúrcuma, mangostán... Antes vendía animales, pieles, loras, gallegos, tortugas, cueros de tigre, boas, mapachines. Todo lo mandaba a las curtiembres. Pero esa línea se jodió. Cambió de rumbo. Ahora quiere explorar el negocio del oro. Dicen que allá arriba, entre los cerros, y en las bajuras donde serpentea el río, hay altas probabilidades. Eso sí, es exigente. Pero si le cumplís, te da un premio extra, algo más allá de lo pactado. Dicen que ahora trabaja con unos asiáticos. Y parece que hay buena plata. Buena.
—Espero que te salgan bien esos negocios —digo, viendo cómo sigue con la mirada a Inés—. Hoy en día tener un negocio estable es como sacarse la lotería.
Le hago señas a Inés. Pedimos dos más.
Afuera, el bullicio crece. Se han parqueado camiones cargados de novillos. Van directo al matadero. El calor sube con el olor a bestia sudada y diésel. Tres hombres montados se bajan frente al bar. Ajustan sus sombreros y conversan, como tanteando el ambiente.
Inés está atenta. Observa todo. Mueve el bar como directora de orquesta sin batuta.
—Aquí tienen, muchachotes —dice, dejando las cervezas casi en nuestras manos—. Parece que será una buena tarde.
Levanta las botellas vacías. Camina hacia la puerta. Mueve su cuerpo con cautela de leona. Olfatea el día.
—Contáme de Inés —le digo a Juan—. Me da la impresión de que la conocés desde hace años. Y algo me dice que es una mujer que se ha jugado la vida entre altibajos. Más en esta zona, donde todo cuesta el doble.
—Ya vi que te gusta la Inés —dice Juan, medio sonriendo—. No te lo niego, aún se conserva. Pero si la hubieras conocido años atrás, cuando era la administradora del Bar del Doctor… seguro te hubieras enamorado.
Hace una pausa. Bebe un trago.
—Era el alma del bar. Se llenaba cada mañana. Los campesinos hacían sus compras y luego esperaban los camiones. Música alegre, rancheras, chinamera. Bar lleno. Enamorados no le faltaban. Pero no se dejaba embaucar. Tenía su hombre. Un mecánico del pueblo. Serio, de poco hablar. Ella trabajó años ahí. Bien puesta. Al frente. Le ayudaban dos meseras. Tenían carácter. Manejaban aquel bar como una hacienda. Y ella era la manda más.
Mira al fondo del bar. Inés sigue entre mesas y botellas. Como si el tiempo no le hubiera pasado.
—Un día de esos que llueve —continúa Juan— el bar estaba lleno. A reventar. Las meseras no daban abasto. La roconola sonaba. Gritos, bromas pesadas, risas, tragos. Un murmullo infernal. Dos se levantaron. Se fueron encima a puño limpio. Otros se metieron. Mesas volaron. Sillas crujieron. Botellas por el aire. Inés y las meseras se tiraron detrás de la barra. Era una batalla campal, gente cayendo. Sangre. Gritos. Un disparo. Nadie sabe quién lo hizo. Luego otro, desde la entrada. Otro más, cerca de la pared vecina. Y el último, desde la barra. Ese sí detuvo todo. Tres heridos trataron de salir. Uno quedó tendido. Inmóvil.
Se empina la cerveza y suspira profundo.
—Cuando todo se calmó —dice Juan bajando la voz—, los que quedaron aseguran que Inés tenía una pistola calibre .45. Humeante en la mano.
Vuelvo a verla. Como si me leyera el pensamiento, me lanza una sonrisa coqueta. Se agacha en la barra. Mi mirada, sin querer, queda atrapada en el escote de su vestido. El murmullo del bar se desvanece.
—No te creo —le digo a Juan, entre risa e intriga.
—La quisieron culpar. Estuvo detenida. Hicieron averiguaciones. Pero no había pruebas. El arma no tenía rastros. La soltaron. Nunca se supo quién hirió a los borrachos.
Entonces entra un hombre. Bajo, mandíbula ancha, manos gruesas. Va directo a nuestra mesa. Juan se levanta, contento.
—Aquí está mi compadre José —dice, y me lo presenta—. Compa, este es Nicolás.
—Siéntense, siéntense —dice José, con voz ronca.
Como si lo supiera, Inés carga tres cervezas. Las deja en la mesa. No dice nada. Solo sonríe. Mitad amabilidad, mitad misterio.
Minutos después me despido de Juan y su compadre. La noche ha caído. Me esperan tres horas de camino. Jeep y baches. Macadán duro.
Afuera, los camiones mugen. Adentro, las cervezas sudan. En el trayecto, con el traqueteo de fondo, no dejo de pensar en Inés. La imagino más joven. Melena suelta. Figura firme al borde de la barra. Caderas anchas. Pistola humeante en la mano. A su lado, Juan Pérez y su compadre José escudriñan un saquito de tela. De él sacan pepitas de oro.
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