Los hombres estaban reunidos en el muelle de la
aduana de El Bluff. Eran seis de un grupo de más de veinte estibadores de
ganado que esperaban el inicio de su jornada de trabajo. Bajo el alero del
techo de zinc pintado en rojo, sentados en tablones de madera que se apilaban
contra la pared de concreto, saboreaban el café de la tarde que Frank, el ayudante
de cocina de Mr. Brown, les había llevado en una porra humeante y repartía en tazas
de lata que rotaban entre ellos.
Los hombres se mostraban contentos, conversando
amenamente en inglés creole. Frente a ellos, lo único que podían ver era el
casco pintado de blanco del barco mercante llamado Martinik, nombre que
ostentaba por ser originario de la isla Martinica, aun cuando la bandera
panameña hondeaba en la asta de popa. Era una de los barcos que transportaba
ganado desde El Bluff a las islas de las Antillas menores de Martinica, Santa
Lucía y Granada.
A las diez de la mañana el Martinik había
atracado en el muelle. Los estibadores lo esperaban desde las ocho. Habían construido
el corral de barriles que contenían combustible, dos barriles eran la altura a
sus lados y tenía su manga de acceso en el muelle. El corral se ubicaba al lado
del barco y la manga en un extremo donde los lanchones que provenían del Rio
Escondido y Loma de Mico hacían el desembarco.
Los estibadores de ganado eran altos, por
encima de los seis pies y tres pulgadas, poseían anchas espaldas y brazos
musculosos. Eran hombres comunes y corrientes que llevaban su vida en familia
con normalidad, pero distintos porque eran más aguerridos, más fuertes y más decididos
que los estibadores comunes que eran contratados para descargar la mercadería
que los negocios de los chinos de Bluefields importaban desde Nueva Orleans,
Tampa y Miami. Era un grupo selecto de black creoles que provenían de los
barrios de Old Bank, Beholden y Cotton Tree; algunos de ellos llegaban desde
Laguna de Perlas. Caminaban orgullosos por las calles en compañía de sus
mujeres, con la mirada firme y la frente en alto. Tenían una particularidad en común:
llevaban puestos sombreros al estilo de vaqueros.
Luego que tomaron café, Frank retiró las tazas de lata y las introdujo en la porra vacía.
—Me voy, hay mucho trabajo en el comedor —dijo.
Se dirigió con su caminar alegre y zigzagueante
hacia el lado del muelle donde estaban las pangas con el sol de frente. Se
dirigía a la cocina de los estibadores ubicada casi enfrente de la agencia
aduanera de don Octavio Bustamante.
—¡Allá
vienen!, ¡allá vienen los lanchones! —se escuchó el grito de un chavalo
proveniente desde el techo de la aduana.
“El Burro” (así le llamaban a Mosley Johnson, líder
de los estibadores) salió de la sombra que le brindaba el alero y observó tres
cabezas que sobresalían entre la cumbrera del techo de la aduana. Eran chavalos
del puerto que siempre ocupaban ese lugar para tener una panorámica completa
del proceso de desembarque del ganado de los lanchones, su traslado al corral
de barriles de combustible y la subida de los mismos a las bodegas de los
barcos mercantes. Era un gran espectáculo y ellos, Zamba Larga, Mario Tachita y
Kalilita, no se lo podían perder.
—¡Ya vienen
saliendo del rio! —gritó Mario Tachita.
—¡Son
cuatro, cuatro lanchones! —agregó Zamba Larga.
Al escucharlos, Mosley corrió sobre la
escalinata del Martinik y subió a la cubierta. Desde allí, observó el avance de
los lanchones rompiendo olas en la desembocadura del rio para navegar a la
orilla del manglar y sobre el canal que los llevaba con seguridad al puerto.
—¡Prepárense,
prepárense, ya va a comenzar el rodeo! —gritó Mosley.
Sus compañeros se alertaron. Unos caminaron
hacia el extremo del corral de tanques de combustible en busca de la manga, otros
se distribuyeron entre esta y el corral mismo. Tres de ellos subieron al barco
para bajar a la bodega y esperar la inestable carga. Todos llevaban en sus
manos sogas de nylon y vestían su tradicional ropa de trabajo: pantalones de
dril de color azul y camisas flojas con mangas de tres cuartos y cuello triangular.
Desde el balcón del segundo piso de la aduana,
el coronel Alejando Peters se asomó como todos los días de la semana a realizar
inspección de las labores que se desarrollaban en el muelle. Vio al Martinik atracado,
la rutina de los guardias en el cuartel de los guardacostas y el movimiento de
pangas en su ir y venir de Bluefields, barcos pos pos haciendo la travesía con
mercaderías y varios pesqueros anclados en la bahía. Divisó a los lanchones que
se aproximaban por el canal, provenientes de la desembocadura del rio
Escondido. En el extremo oeste del muelle los estibadores de ganado revisaban la
manga y el corral de barriles cerca del costado del Martinik atracado al muelle.
Su rostro mostró una sonrisa de entusiasmo, dio un giro militar y su uniforme
color kaki almidonado se batió al viento; entró a la oficina y se acomodó en su
amplia silla de escritorio.
—Pi..li..to,
Pi..li..to —dijo llamando con su voz baja y entrecortada a Pilito, su asistente
personal para todos sus mandatos.
—Dígame, mi
coronela —respondió Pilito en su manera de black creole al hablar español.
—Pre..pa..re to..do pa..ra des..car..gue de
ga..na..do —dijo el coronel alma de niño.
El coronel miraba fijamente la estructura de
techo del inmenso salón que funcionaba como su oficina y en el que se
distribuían los escritorios de los funcionarios de la aduana.
—Ya ir, mi coronela —dijo Pilito y se retiró en
dirección a las gradas que permitían bajar a la bodega.
A las cuatro de la tarde los lanchones se
acercaron al muelle. Eran lanchones de madera con una caseta en la popa que
contenía la cabina del capitán, cuatro camarotes y una letrina que sobresalía sobre
las aguas de la bahía. La cubierta estaba forrada con tablones de madera a
manera de corral y la popa era una rampa que al abrirse descansaba en muelle.
Desde lo alto del techo de la aduana los
chavalos miraban un hervidero de cuernos y cabezas que se movían con
nerviosismo dentro de los lanchones.
El primer lanchón maniobró contra la corriente
para acercarse al extremo oeste del muelle, propiamente donde atracaban las
pangas, mientras los otros estaban arrimados a babor del Martinik esperando su
turno. Antes de iniciar el desembarco del ganado, las pangas habían sido
ubicadas, bajo la dirección de Chicho Lacayo, panguero oficial de la aduana, entre
la caseta de las pangas de la aduana y la carretera de macadán que circunvalaba
ese tramo hasta el muelle de la Texaco y más allá hasta el plantel de la Booth,
la empresa camaronera.
Dos marinos del lanchón se ubicaron en la popa
y dos en la proa con los cabos listos para un amarre con seguridad. El capitán
aceleró contra corriente y la proa tocó las llantas del muelle. Mosley Johnson
dirigía la maniobra del capitán brindándole señales: levantó sus manos para
indicar que desacelerara y los cabos de amarre fueron lanzados por los marinos
de proa; Mosley los jaló con fuerza y los colocó en los bolardos de anclaje.
Una ver sujetados, los marinos de popa caminaron con sus cabos por los costados
del lanchón para tirarlos y dos estibadores de ganado los engancharon de tal
forma que el lanchón quedó con las amarras en V de frente al costado del
muelle. Mosley levantó la mirada y observó que el sol estaba sobre la isla de
Miss Lilian.
La rampa del lanchón hizo contacto con el
muelle y frente a ella estaba la manga de barriles de combustible. Desde lo
alto, los chavalos escuchaban el pataleo de los cascos contra el fondo de
madera.
Los marinos comenzaron a arrear el ganado que
se mostraba extremadamente nervioso. Cuando el primer animal salió al muelle,
desde el techo de la aduana se escucharon los gritos de los chavalos. Eran
novillos de la raza Brahman de color blanco, con peso superior a los 500
kilogramos, criados y engordados en los sitios de la hacienda propiedad de
Somoza ubicada en Loma de Mico. Los estibadores de ganado comenzaron a arrearlo
con el mecate que sostenían en las manos, sin muestras de brutalidad, como
expertos conocedores de su oficio. Con la soga en alto y agitando el sombrero,
gritaban ¡muchacho, muchacho!, para llamar su atención, mientras el novillo
cabeceaba arisco sin querer avanzar ni un palmo más en el muelle de concreto
que contrastaba con las praderas verdes de pasto Pará, Estrella y Jaragua,
cultivados en la hacienda del general donde habían sido criados.
Lo siguieron dos más, luego desembarcaron otros
tres. Los seis novillos trataron de regresar al lanchón. Cuatro estibadores de
ganado gritaban agitando sus sombreros frente a la rampa del lanchón tratando
de atajarlos y evitando su retorno.
Mosley Johnson tiró el lazo de su cuerda sobre el
primer novillo y la tensó con un movimiento de cintura y piernas cuando descansó
entre los cuernos. El novillo dio un salto con sus cuartos delanteros y cabeceó
girando hacia la manga de barriles. Sin detenerse, Mosley lo jaló con sus
brazos musculosos y el cuerpo inclinado. El novillo lo siguió en dirección al
corral de barriles mientras los otros lo perseguían, arreados por cuatro
estibadores. El desembarco de ganado comenzaba a fluir y salían a la manga de
tres en tres que luego eran arreados al corral.
Desde el balcón de la aduana, el coronel
Peters, de pie y a su lado el sillón de escritorio, aplaudió la maestría de
Mosley cuando enganchó el lazo en los cuernos y se hizo el sordo a los gritos
de emoción que daban los chavalos desde el techo del edificio. El centro del
corral poco a poco se fue llenando.
— Pi..li..to,
¿to..do es..tá se..gu..ro? —preguntó.
El coronel dio un suspiro de satisfacción y
volteó la mirada hacia la isla de Miss Lilian, donde el sol caía sobre la isla
de El Venado. En posición de firme dio un saludo militar a la tripulación del
Martinik que también estaba expectante del desembarco del ganado en el muelle; le
contestaron agitando las manos.
Comenzaron a mover la grúa de carga del
Martinik, colocada sobre la cubierta frente a la cabina de popa y sobre la
bodega, permitiendo la carga y descarga de mercancías desde el muelle, y
viceversa.
Las luces del barco y de la bodega se
encendieron y los chavalos bajaron del techo de la aduana. Caminaron en
dirección a las gradas que daban acceso al andén, propiamente frente al taller
de mecánica que dirigía Juan Ramón Acosta. Se sentaron sobre las barandas de
concreto para ver el desembarco del ganado y escuchaban el sonido de la planta
eléctrica que minutos antes Juan Ramón había encendido.
El muelle de la aduana, con todas sus lucen
encendidas junto a las del Martinik y los guardacostas, aparentaba ser un salón
listo para un baile de gala. Los resplandores de las luces se miraban en las
casas ubicadas desde la cantina de Miss Lilian hasta el final del andén frente
a la casa de los Álvarez, al lado de la capilla, el campo de béisbol, el sector
de los putales, desde la punta de Old Bank y todos los muelles de Bluefields.
Sesenta novillos ya habían sido desembarcados
del lanchón. Cada cierto tramo de la manga, los estibadores los habían separado
con tablones de madera en grupos de diez para que no se aglomeraran en el
corazón del corral donde estaban los primeros seis desembarcados.
—¡Listo,
listo! —gritó Mosley Johnson al operario de la grúa del Martinik.
—¡Allá
vamos! —respondió el operario de la grúa en francés creole.
Los tripulantes que participaban en la maniobra
de carga ocuparon sus posiciones en la cubierta a los lados de la bodega. Con
las palancas y pedales el operario maniobró el guinche para movilizar el puntal
de la grúa hacia el muelle; un inmenso gancho de carga adherido a gruesas
cadenas comenzó a bajar. Tres estibadores jalaron el gancho hacia el extremo
más cercano del corral al barco y el puntal de la grúa giró a esa posición.
Dos estibadores le amarraron las patas traseras
y delanteras con mecates cortos al novillo que Mosley tenía lazado de los
cuernos. Otros dos estibadores cruzaron tres gruesas correas de cuero con argollas
de acero por debajo de la panza y sobre el lomo, y de inmediato las colocaron
en el gancho de carga.
—Arriba y
despacio —gritó Mosley y soltó el mecate de los cuernos.
El operario de la grúa elevó la cuerda a un
metro sobre el muelle, lo suficiente para que los estibadores se aseguraran que
el novillo estaba bien sujetado. El animal mugió, cabeceó y pataleó al sentirse
en los aires y las correas se ajustaron en su contorno.
—Todo bien —dijo
uno de los estibadores que sostenía el mecate que sujetaba el gancho.
—¡Súbanlo! —gritó
Mosley al operario de grúa.
El novillo se elevó lentamente sobre el muelle.
Los estibadores que sostenían la cuerda del gancho fueron cediendo poco a poco
a medida que tomaba altura. El puntal de la grúa giró hacia la cubierta del
barco, con el novillo en los aires debido a que dos miembros de la tripulación
lo jalaban desde la cubierta; el operario lo direccionó sobre la bodega del
barco y procedió a descender la carga hasta que se perdió de la vista de
Mosley.
En la bodega, dispuestos tablones a lo largo y
ancho a manera de corrales, los estibadores de ganado lazaron al novillo cuando
tocó piso. Lo soltaron de las patas y lo arriaron en una manga hasta ubicarlo
en la sección derecha de la bodega; los siguientes en la izquierda, y otros en
la derecha, así hasta equilibrar el peso. Por encima de los corrales el pasto
se almacenaba en entrepisos, el agua se distribuía en barriles cortados por la
mitad, colocados entre el pasillo central y los corrales, en suficiente
cantidad para alojar dos mil novillos en una travesía de tres días.
El primer novillo había sido embarcado y de
inmediato procedieron a lazar otro en el muelle, esperar el gancho de carga con
los mecates y amarrarle las patas para seguir embarcando la carga viva.
Desde el balcón, el coronel Alejandro Peters se
mostró satisfecho con la maniobra que hacían los estibadores de ganado y se
levantó de su sillón. Con otro saludo se despidió de los oficiales del Martinik
que estaban pendientes desde el pasillo de la cabina del capitán. Su reloj
Seiko de oro marcaba las siete de la noche.
—A..com..pa..ñe..me
—dijo el coronel— . To..do es..tá en or..den.
—Sí, mi
coronela —respondió Pilito.
Entraron en el salón de la aduana y Pilito
cerró las dos hojas del portón metálico del balcón, pero dejó las luces
encendidas, pues en ocasiones el coronel regresaba más tarde a seguir viendo la
carga del ganando, una diversión que lo sacaba de la rutina diaria.
Luego de embarcar al primer novillo, los
estibadores de ganado se movieron con mayor rapidez para seguir en la maniobra,
con la confianza adquirida por los años en esa labor que hacen solamente los
hombres rudos, valientes y decididos, sincronizando sus tareas para cumplirlas
con satisfacción a la voz de mando de su líder.
Los
chavalos seguían pendientes de las labores de los estibadores. Iban a ser las
nueve de la noche cuando Mr. Allen subió las gradas en dirección a su casa.
—No se ha
dado ningún accidente —dijo Kalilita.
—¿Recuerdan
cuando se fue un novillo al agua? —preguntó Zamba Larga.
—Y del que
se soltó de la grúa y cayó al muelle. Las patas se le quebraron, ¿se acuerdan? —secundó
Mario Tachita.
—Nunca se
me olvida —dijo Kalilita. Cuando Chicho Lacayo vio que el animal cayó al agua,
corrió hacia la panga, encendió el motor y tres estibadores de ganado se
subieron. La corriente lo llevaba hacia el lado del muelle de la Texaco, con
rumbo hacia el muelle de la Booth y hacia la barra. Era carne fresca para los
tiburones. Los estibadores lo lazaron de los cachos y la cabeza, lo pegaron a
un costado y Chicho Lacayo maniobró la panga con mucho cuidado; el motor a poca
velocidad para que no se ahogara, así hasta salir al lado de la ensenada, cerca
del muelle de la Texaco. De allí lo arriaron por la carretera de vuelta al
muelle y lo metieron en la manga de barriles —agregó.
Desde las barandas de las gradas escuchaban los
motores del Martinik, el ruido del guinche, el eco de los gritos de los
estibadores de ganado y el motor de la planta eléctrica de la aduana. El cielo
sobre la bahía se mostraba limpio, con miles de estrellas que brillaban
parpadeantes; una brisa fresca proveniente de la playa de El Tortuguero acariciaba
sus rostros.
—Me acuerdo
del que se soltó de la grúa —dijo Zamba Larga. Se desprendió del gancho antes
de que la pluma girara hacia la bodega del barco. Al caer en el muelle no lo
pudieron levantar, tenía las patas quebradas. Desde el comedor de los
estibadores llegó Mr. Brown con sus filosos cuchillos. Allí mismo, a un lado
del corral, bajo el alero de la aduana, lo destazaron y se repartió la carne
entre la tripulación del barco, los guardias y los estibadores —concluyó Zamba
Larga.
—¡Allá
vienen!, ¡allá vienen! —alertó Kalilita.
Eran los estibadores de ganado que se
aproximaban a las gradas en dirección al comedor donde Mr. Brown los esperaba
con una cena suculenta, luego de cargar los novillos de dos lanchones y dejar a
los otros dos en espera de una hora. Subieron sin prisa, con sus rostros
cansados y camisas sudadas, pero conversaban y reían entre ellos.
—Adiós,
Burro —dijo Mario Tachita, dirigiéndose a Mosley Johnson.
Mosley se detuvo, retrocedió y se acercó a
ellos. Expectantes, los chavalos lo miraban con admiración: era el jefe, el
líder de los estibadores de ganado. Mosley se quitó el sombrero y les dio un fuerte
apretón de manos con su mano derecha, y con la izquierda golpeó suavemente sus
hombros como cuando saludaba a sus compañeros.
—Adiós,
amigos —dijo. Y siguió subiendo los escalones.
18 de enero
de 2022
Excelente narrativa, una pincelada de la cotidianidad en el puerto que permite a lector un pequeño viaje al pasado. No tuve esa vivencia pero la imaginé tal cual.
ResponderEliminarSaludos Ronald
Gracias por su aprecio al es escrito. Saludos.
EliminarMagnifica y entretenida descripción del embarque y estiba del ganado en el carguero
ResponderEliminarQuizas hoy se haga de manera distinta pero la crónica tiene valor
Saludos Rafael. Gracias por leerla y valorarla. Abrazos.
EliminarGracias por compartir, me traslade al bluff e imagine las maniobras
ResponderEliminarEs un gusto Julio Arauz. Saludos
EliminarBonita historia gracias por compartir
ResponderEliminarUn gusto. Saludos.
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