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miércoles, 29 de noviembre de 2017

CAÍDA CON AMOR

Desde que nacemos estamos propensos a las caídas. Si no nos sostienen en el momento que llegamos confundidos a este mundo, sin dudarlo sufriríamos nuestra primera caída. Los seres humanos, quizás porque nos sostienen, no consideramos normal tener una caída, pero durante toda la vida las sufrimos.

De niños, jóvenes y en la adultez sufrimos caídas. Un gen que llevamos en nuestros cromosomas hace que las superemos. Con el tiempo, luego de una caída sufrimos raspones, heridas y hasta fracturas, y luego de meditar sobre ellas nos reímos y la contamos como una historia o un chiste a nuestros seres queridos y amistades.

Hay caídas que nos marcan para siempre como aquella que nos ha dejado con fracturas pero también las hay que sin daños físicos nos hacen daños psicológicos por no obtener lo que ambicionamos en nuestra vida. No obtener el empleo deseado luego de luchar muchos años por ello nos marca para siempre, no conquistar el amor de una mujer de la que nos hemos enamorado apasionadamente y muchos más aspectos nos llevan a una caída de nuestro estado de ánimo y a muchos a sufrir de estrés permanente.

Las caídas son eso, caídas, y debemos superarlas porque está en nuestro ADN el lograrlo. Y como al nacer, el entorno familiar contribuye a ello. Las caídas son más frecuente en los niños y niñas y en las personas mayores, además es una de las causas principales de muerte. Según la OMS se calcula que anualmente mueren en todo el mundo unas 646,000 personas debido a caídas, y más de un 80% de esas muertes se registran en países de bajos y medianos ingresos.

Yo he sufrido varias caídas pero me he recuperado. Un día de estos tuve una de las más chistosas, y claro sin sufrir lesión alguna. Desperté de la siestecita que hago casi todos los días y al salir al patio de enfrente de la casa me di cuenta que mi hija Emiljamary nos visitaba con sus hijas, mis nietas, Daniela y María Fernanda. Al verlas les grité: ¡Mis princesas! María Fernanda corrió hacia mí al verme, gritando: ¡Abuelooo! Bajé un peldaño del andén que tiene una pendiente de más o menos un 15% de declive hacia la dirección en que ella se encontraba corriendo. Para abrazarla y poder levantarla me bajé de cuclillas al nivel del suelo. Llegó veloz a mí, nos abrazamos y besé a mi princesa. Unos segundos después me incliné para levantarme pero su peso me sacó de desbalance y no pude sostenerme. Al darme cuenta que estaba teniendo una caída con ella en mis brazos pude balancearme en dirección a la grama y nos caímos. Mi mujer y mi hija nos observaban desde la galera del jardín y vieron la caída. Mi hija corrió veloz hacia nosotros y nos levantó del suelo. ¡Abuelo, me botaste!, dijo mi princesa y todos nos reímos a carcajadas. 

Espero que en el futuro María Fernanda no tenga miedo de correr hacía mi para que la abrace y levantarla en mis brazos. Esa sería una gran pérdida emocional, una caída lamentable porque no disfrutaría ese contacto cariñoso, casi angelical, con mi nieta.

28/11/2017

martes, 5 de febrero de 2013

EL MANTO ENTERO


El día sábado, a las 4:20 p.m. recibí su llamada telefónica, esa que nunca estás listo para escuchar, la que nunca quieres recibir. Con la voz entrecortada (sentí desesperación al escuchar el tono) dijo: “Papá, me accidenté, no le digas a mi mamá”. Me quedé paralizado y le pregunté: ¿qué te pasó? “Se explotó la llanta trasera de la moto, voy en el bus de San Carlos para Nueva Guinea”, respondió Ronald. Me quedé paralizado y, sin recurrir a ella, sin saber qué hacer, caminé hacia el pozo. “¡Se accidentó Ronald!, le grité a Aster que estaba haciéndole un tatuaje a un muchacho. ¿Cómo?, respondió y, en la confusión, ella se aproximó. “Se accidentó Ronalito, viene en el bus”, dijo con la angustia dibujada en su rostro y el teléfono en mano.
            “Voy a llamar a Mauricio”, le dije. “Sí, ya me llamó”, respondió. “Vamos a buscarlo”, le propuse. “Espérame, ya llego en la camioneta”. En eso momentos llamé a Ronald. “Voy con Mauricio a buscarte, ¿qué tenés?” “Me duelen las costillas, no aguanto”. “¿Y la moto?”, pregunté. “Va aquí en el bus”. Mauricio, amigo de Ronald y mío,  se estacionó y salimos a buscarlo. En la gasolinera, mientras Mauricio llenaba el tanque de combustible, Emilce llamó. “¡Ronalito viene acostado en el bus, viene mal, bien mal!”. “Ya vamos saliendo”, le respondí desesperado. La desesperación es como un virus, te nubla; el miedo es su aliado. Se me cruzaban por la mente imágenes de él, lo miraba tendido, adolorido, sin poder hacer nada en ese momento que más me necesitaba a su lado.
            Saliendo de Nueva Guinea me llamó Clarín desde Juigalpa. “Salí ya, tu camioneta es más rápida”, le dije. Luego llamó Ana, la mujer de Ronald, llorando. “Ya voy en camino”, le dije. Emilce volvió a llamar: “dice Roberto que si tiene fractura de costillas es peligroso que vaya acostado”. Roberto Jiménez, tío político de Emilce, es un médico prominente, es el médico de la familia, ha sido viceministro de Salud y maestro de varias generaciones de médicos. La señal telefónica se perdía en el camino y no podía contactar a Ronald. “Cálmese”, me decía Mauricio. Caía la tarde y la señal del teléfono de Ronald y del mío se perdía. Lo llamaba y no respondía. Me imaginaba lo peor.
            De pronto sonó el teléfono, era Santos, hijo de Roberto: “dice mi papá que lo lleven al puesto de Salud de San Miguelito”, dijo. Llamé a Ronald otra vez y el timbre sonaba y sonaba, al fin respondió: “no aguanto…, no aguanto…, me duele”. Desde ese instante la señal del teléfono se perdió, íbamos en la carretera hacia el Almendro, buscando cómo salir por el empalme del Pájaro Negro. Encontramos el bus antes de llegar al empalme, le hicimos señas, se detuvo y bajé de la camioneta. “Lo bajamos en el empalme de San Miguelito para que lo lleve la ambulancia, dijo el ayudante. ¿Cómo va?, pregunté. “Va con un amigo, va mal”, respondió y agregó “aquí llevamos la moto”.
            En el empalme del Pájaro Negro nos detuvimos. Corrí hacia unos policías y pregunté si la ambulancia había pasado. “No, ninguna”, respondió uno de ellos. Volví a llamarlo. Respondió otra persona, al escuchar su voz me temblaron las manos, sentí un ardor en el estómago: “soy amigo de Ronald, lo voy a llevar al puesto de salud de San Miguelito”, dijo. Llamé a Clarín, “ya estoy cerca”, dijo. Llamé a Emilce, “dice Roberto que lo van a trasladar al hospital de San Carlos porque está más cerca que Juigalpa, los médicos lo están esperando”, explicó.
            Ya había anochecido. El trayecto hasta San Miguelito se convirtió en un tramo lejano. Volví a llamarlo y me contestó: “me van a llevar a San Carlos, para atrás, mejor que lleven a Juigalpa”, dijo. Escuché su voz más calmada, más tranquilo. Le explique las razones y cuando llegamos al empalme pregunté por la ambulancia. No ha salido ninguna, respondió una señora. Avanzamos hacia San Miguelito y en menos de dos minutos vimos el destello de las luces de la ambulancia. Le hicimos parada y el conductor hizo señas que iba para San Carlos. Giramos y vimos a la ambulancia detenerse en el empalme. Un muchacho, el amigo de Ronald, el que iba a su lado en el bus, se bajó de la ambulancia. “Tome este dinero, aquí está la cartera, la mochila y el chip del teléfono”, me dijo. Le di las gracias, la ambulancia salió velozmente y dejamos de verla luego de unos minutos.
            Por dónde vamos, cuánto falta, le preguntaba a cada rato a Mauricio. “Aquí fue el accidente”, me dijo al pasar un lugar llamado “la Culebra”. Mauricio también hablaba por teléfono con sus amigos de San Carlos. “Lo van a estar esperando”, me decía. Luego pasamos una rotonda y minutos después llegamos a San Carlos. Eran las seis y veinte de la tarde cuando me bajé en el hospital. Felipe me esperaba, había llegado con Clarín y me dijo que le estaban haciendo placas de rayos X. Caminé por el pasillo hasta el lugar y lo vi de pie, esperando que le tomaran las placas. Me sentí aliviado al verlo. Allí estaba Clarín, Felipe, un doctor y un camillero. ¿Quién de ustedes es familia del  doctor Jiménez?, preguntó el doctor. “Nosotros”, respondimos al unísono.
            El médico observó las placas mientras una doctora le hacía un ultrasonido. “No veo fracturas, pero es mejor que le volvamos a tomar otras placas”, dijo el doctor. Sonó el teléfono, era Roberto y lo comuniqué con el doctor. Le tomaron otra placa y al verla el doctor dijo “está bien, no hay fracturas ni derrame de líquidos”. Llamé a Emilce y le comenté que estaba bien, sólo tenía raspones y dolor en el costado derecho.
            Lo dejaron en observación en el hospital. Salí a cenar con Mauricio y a las diez y media regresamos a verlo. Dormía profundamente. Por la mañana, a las seis en punto, recibí un mensaje de él: “no hay papel, me estoy cagando, tráeme papel”. Le volvieron a tomar placas y salimos hacia Nueva Guinea a las siete y media de la mañana, nos detuvimos en el lugar del accidente y allí reconstruyó lo sucedido, viendo las señas de la motocicleta en el pavimento.
            “Explotó la llanta trasera cuando iba girando en esta vuelta. Un camioncito venía de frente, para evitarlo me empuje, por eso me duele la mano, y la moto se enderezó. Caí de costado, la moto dio vueltas sobre mí y salí chorreado como quince metros en el centro del pavimento. Siempre mantuve la cabeza levantada. Cuando me levanté vi la moto a un lado. Me revisé, no tenía puesto el casco, todavía cargaba la mochila, nada me dolía, sólo los raspones y chimones. Llegaron unos señores y un chavalo. Allá esta la cartera, me dijo el chavalo. La recogí, la metí en la bolsa trasera y se caía. No tiene bolsas, me dijo el chavalo. El pantalón y la chaqueta estaban desbaratados, las botas de hule quemadas. Vi que venía el bus, le hice parada y me ayudaron a subir la moto. Después te llamé. Me acosté en el asiento del bus y vomité, después de eso comencé a sentir un dolor insoportable”.
Cuando llegamos a la casa y lo vio mi mujer le dijo: “la virgencita te protegió, no te puso sus manos, te puso el manto entero”

Lunes, 04 de febrero de 2013