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miércoles, 1 de noviembre de 2023

A LA ESPERA DE LAS TORTILLAS

Una mujer mayor, con el cabello cano, sube el escalón de piedra cantera sosteniéndose del hombro de una niña y se recuesta a la pared del corredor, a un costado del fogón de leña. El fuego palpita con pereza bajo la lámina de hierro, como si recién fue encendido por la mujer chaparra y obesa que hace las tortillas.

He llegado al lugar apresurado y un poco irritado después de visitar varios puestos de tortillas que estaban cerrados. En reloj indica que son las cuatro y media de la tarde.

Varios clientes están allí, esperando tortillas; todos son niños. Uno de ellos puede tener cinco años, el resto son niñas cuyas edades oscilan entre ocho y once. Sus ropitas se muestran limpias, calzan chinelas y zapatos tenis desgastados. La mujer mayor ha llegado con un trapo bastante lustroso y ellos ya estaban allí.

La tortillera coloca cuatro tortillas palmeadas en el pequeño fogón, vuelve a la masa que tiene en una pana plástica sobre una mesa vieja de madera. Hace una pelotita, la palmea sobre un trozo redondo de plástico hasta que surge una tortilla diminuta, de las que ahora valen cuatro córdobas y consumo hasta tres a la hora de la cena. Es bastante lenta, al igual que el fuego de su fogón, y pienso que saldé de allí por lo menos dentro de una hora.

Es una tarde nublada y gris, después que ha llovido por la mañana debido al paso de una depresión tropical que no ha tenido mayores consecuencias, ni por la lluvia, ni por el viento. Las calles están mojadas, al igual que las paredes y los techos de las casas.

Los niños juegan entre ellos mientras esperan las tortillas. El varoncito juega con una niña de unos ocho años; parece que son hermanos. Están sentados en el borde del corredor, a un lado de la piedra cantera que hace de escalón para subirlo. La niña tiene en sus manos una libreta pequeña para apuntes de tapa dura. Escribe con un lápiz de grafito en una hoja y se la pasa con todo y el lápiz al niño. Después de recibirla y ver lo que escribió, el niño sonríe, se carcajea, inclina su cuerpo hacia el de ella como tratando de hacer una colisión de satisfacción y felicidad. La niña también sonríe y recibe de regreso la libreta. Vuelve a escribir en ella. Es un juego de palabras escritas o de manchones y garabatos que los hace reír. Un día serán los mejores alumnos de la escuela, los escritores y poetas de la ciudad, orgullo de su barrio.

Otros niños están a la espera. Una niña de unos once años está de pie en el andén, frente al corredor. De ella se ha sostenido la mujer mayor de pelo cano para subir el escalón. Su cabello es de color negro y largo, tan largo que llega a su cintura y está mojado, como si se hubiera bañado recientemente. No se mueve del lugar, pero está atenta al juego de la libreta de los otros.

Tres niñas están sentadas en una banca de madera, ubicada bajo la ventana de un pequeño espacio que antes fue una pulpería. Aun se notan rótulos y afiches en la pared con la propaganda de chiverías y bebidas azucaradas. Las tres se cuentan cosas entre ellas y se ríen, sonrisas plenas, sin temores, abiertas a la calle, al barrio y al mundo, sin preocupaciones, sin envidias ni temores. Están felices y en sus manos se muestra el dinero y los trapos para envolver las tortillas.

Al otro lado de la calle, en la esquina, en el corredor frontal de una casa, un viejo pelón de unos 75 años se encuentra sin camisa inspeccionando cosas viejas, cachivaches, chatarra que tiene acomodada frente a ese espacio pequeño de la casa. Entre otras cosas, observo lavadoras y cocinas viejas, láminas de zinc sarrosas, una mantenedora destartalada y, sobre un pequeño carretón que tiene parqueado en la cuneta, un montón de chatarra amarrada como si estuviera lista para entregarla por la mañana. El viejo se acomoda en una silla y observa embelesado los resultados de su trabajo como si de un tesoro se tratara. Imagino que piensa en el trayecto que debe recorrer con la carga acomodada en el carretón hasta el centro de acopio. Quizás hace cálculos del dinero que obtendrá por la venta. Puede ser que piense en las cosas que tiene vistas y va a comprar posteriormente. Tal vez medita sobre las fuerzas que día a día lo abandonan, en los achaques de viejo que enloquecen, en el costo de la vida que va para arriba y, aunque venda cada vez más y más chatarra, nunca lo podrá alcanzar.

Detrás de él, en el corredor lateral de la misma casa, dos mujeres y un hombre están sentados en sillas de plástico. Se muestran sigilosos y no hay gestos de conversación en sus rostros, pero observan como estatuas hacia la calle principal del barrio. No le prestan atención al viejo de la chatarra. Al fondo, más allá de la esquina, se ve jugar a varios niños con una pelota de futbol en el centro de la calle. El hombre se levanta y entra a la casa por la puerta lateral. Detrás de él va una de las mujeres. Otro hombre sale de la boca calle, frente al corredor desde donde ellos observan, y jala un caballo con el aparejo vacío en dirección a algún solar o potrero donde lo dejará pastando por la noche. El hombre ha regresado a la silla, pero ahora lleva puesta una chaqueta de color azulón y, después de él, regresa la mujer enchaquetada y le entrega un suéter de algodón a la que se ha quedado en su sitio. El viejo sigue sin camisa.

Los tres siguen rígidos, sin conversar entre ellos, con la mirada extraviada en el horizonte. Me pregunto si son hijos del anciano, y si lo son, ¿le ayudan a soportar la carga de los años? ¿Son buenos o malos hijos? ¿Le apoyan con medicamentos y alimentos? Sigo pensando en la vida del anciano cuando veo que la mujer mayor de cabello cano baja del corredor con sumo cuidado. En sus manos lleva las tortillas cubiertas por el trapo lustroso.

La tarde cae y también siento un poco de frío, pero no hay viento ni llovizna. La humedad del ambiente, después del paso de la depresión tropical, ha reducido la temperatura en la ciudad, y me siento a gusto.

Los niños juegan ajenos al mundo que los rodea, se empujan y carcajean, se abrazan, y no les preocupa que atendieran primero a la mujer. La tortillera, bajita y rellenita, palmea las pelotitas de masa, retira las tortillas del fuego que arde y crepita. Ha entrado en calor y se mueve con mayor habilidad. Respiro el aroma de las tortillas recién hechas, las más ricas del barrio.

Luego de irme del lugar, me doy cuenta de que las preocupaciones que tenía al llegar han desaparecido. Siento compasión por el anciano y deseo que todos los niños del barrio, la ciudad y el mundo sean felices como los que esperan sus tortillas.

 

31 de octubre de 2023

Foto propia.

martes, 25 de noviembre de 2014

¡PU…PA!, ¡PU…PA!, ¿VA A LLEVAR TORTILLAS?




Para Lidia López el día comienza con el alba, antes que el sol nos regale sus primeros rayos de luz. Todos los días se levanta a las 4:30 a.m. y se dirige al pequeño tramo del mercado municipal donde, junto a dos compañeras, hace tortillas para lograr el sustento de su familia.

A las 5:30 de la mañana me encontraba en la terminal de buses, luego de caminar desde mi casa en busca de un radiante amanecer, y escuché en la distancia un sonido ronco, seco y  continuo. Como sabueso atravesé el laberinto de tramos, aún sucios por el trajín del día anterior, escuchándolo cada vez más cerca y, al girar a la derecha en dirección a los tramos de comidas, las vi y escuché clarito el ¡pu...pa!, ¡pu...pa! de las manos que palmean la masa para elaborar las tortillas.

Desde el fondo del pequeño tramo salió Jerónimo Duarte, el corresponsal de La Prensa, y me sorprendí. “Me quedé esperando las fotos de la marcha contra el canal”, me dijo. “Se me perdió el papelito donde anotaste tu dirección de correo”, le contesté. “Pero ahora andas una camarita, ¿y la grandota?”, dijo al ver la cámara compacta que tenía en la mano. Noté que las mujeres estaban pendientes de la plática pero sin detenerse en sus labores. “Una de estas tenés que comprar”, respondí y le mostré las diferentes funciones de la cámara compacta Sony Cyber-shot y, para que la viera en acción, le pedí permiso a Nidia para fotografiarla. “Una sonrisa, una sonrisa”, le pedí y zas la foto. “Una de esas voy a buscar”, dijo y se despidió alejándose del tramo.

Le mostré su foto a Lidia y luego a su compañera Adilia. Entre tres mujeres hacen 1800 tortillas al día que las venden a un córdoba por unidad. De un quintal de maíz elaboran la masa para hacerlas. Noté que no había humo en el ambiente, no usan leña por el efecto nocivo del mismo para la salud, tampoco usan comal sino que emplean una cocina industrial que tiene una plancha de acero en uno de sus extremos donde echan las tortillas, y en el otro, quemadores para preparar diversos alimentos.

“¿Usted sólo echa las tortillas?”, le pregunté a Lidia. “No, que va, nos turnamos entre las tres”, agregó Adilia. “Cuando llego a mi casa, no quiero tocar nada de nada, no aguanto las manos, que tal si lo hiciera solita”, dijo Lidia. “Es la necesidad, los compromisos que una tiene los que nos obligan a penquiarnos muy de mañanita”, dijo Adilia sin dejar de hacer el singular ¡pu…pa!, ¡pu…pa!, al golpear con la palma de sus manos el motetito de masa para una tortilla que ya tiene medido por su expertis.

Vi hacia el lado izquierdo y noté que llovía. “Ahora me voy a mojar”, les dije. “Va a llevar tortillas”, me respondieron en coro. “Otro día porque no ando ni un peso”, respondí. “Ah, pues me trae la foto”, agregó Lidia y me retiré buscando la salida por el Monumento, pensando en el gran esfuerzo que hacen estas mujeres para sustentar a sus familias, sin perder la autoestima y la alegría de vivir la vida a pesar de las múltiples desavenencias que todos, desde diferentes realidades, enfrentamos.

Ya voy a imprimir la foto de Lidia y Nidia para entregársela y decirles esto que escribo para  que las conozcas, para que te des cuenta de su esfuerzo.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

THERE’S NO TORTILLAS


Jörg,  un amigo alemán que vivió muchos años en Honduras —aún no pierde el acento, ese “Vos” fuerte al hablar— y radicado en Tucson, Arizona, salió hacia la montaña del sureste de Nueva Guinea con el fin de visitar a varios productores que están entusiasmados con la producción orgánica y evaluar el estado de los cultivos.

Partió en un taxi a las tres de la mañana hacia la parada del mercado municipal y viajó hasta la última colonia en un IFA. De allí agarró “la lechera” y se bajó en un río donde lo esperaban con bestias.  Hizo el viaje en cuatro días, uno de ida y otro de retorno. “También caminé en el lodazal, subiendo y bajando cerros”, dijo al regresar. De inmediato, por experiencia propia, comprendí que no aguantó el roce constante de la albarda en sus nalgas y por eso decidió hundirse con sus botas de hule nuevecitas en los hoyos del camino batido por las patas de las bestias.

Mostró fotos de la travesía, los cultivos visitados, los campesinos y sus casas. “Ve vos, hay un montón de monos Congos”, dijo. “Todo el día pasan aullando en las ramas de los grandes árboles”. “Mirá vos, que linda casa, de puro coyote”, dijo al mostrarme la foto de la vivienda de uno de los campesinos que visitó. “¿Y la gente?, es tranquila, ¿verdad?”, dije. “Sí, pero al inicio tímida”, respondió y me mostró la cantimplora donde guarda una pachita de aluminio. “Luego de unos traguitos de ron, entramos en confianza”, agregó carcajeándose. En varias fotos apareció un gallo grande y rojo. “Ese gallo me despertaba tempranito todas las mañanas” dijo.

En esa plática estábamos mientras el revisaba sus correos en la laptop.  ¿Y la comida?, pregunté. “Buena vos, comida campesina, pero bien”. Luego de un rato agregó: “Ve vos, esa gente no come tortillas, sólo yuca y guineo”. “Es la época, apenas comienzan a sembrarlo”, respondí y recordó sus tiempos en Tucson como animador de un show radial en una radio comunitaria. Seleccionó unas 600 canciones y me las obsequió. “There´s no tortillas”, dijo y le dio play a la canción de Lalo Guerrero, un chicano de Tucson. Al día siguiente, a la hora del desayuno, pidió tortillas. “There´s no tortillas. Se acabaron anoche”, respondí y le puse la canción que las añora.

Aquí les dejo este vídeo de añoranza por las tortillas.