Abrió los álbumes de fotografía que guardaba en la nube y sus ojos brillaron, se humedecieron y esas gotitas de dolor se escurrieron por su mejilla, aliándose con la miopía que padecía para provocarle una visión borrosa.
La tarde del viernes santo estaba por caer. El
mismo día que sacrificaron a Jesús en una cruz por decir la verdad y desafiar
el régimen imperante, pero esa semana santa no era la misma de los años
anteriores porque era la primera vez que iba a pasar fuera de su casa, lejos de sus
abuelos, padres, hermanos, tíos y primas.
Repentinamente se llenó de recuerdos que
llegaban a ella en oleajes de pasado. Recordaba su infancia, no tan lejana,
pero ahora añorada. La semana santa que habían trascurrido todos esos años no
tenía ningún precio, ningún valor inmensurable.
Llegar a su nueva casa, un apartamento que ahora ocupaba
después de partir al exilio, dejaban vacío su corazón. Ya no estaba en el patio
con su mamá, ni su abuela, ni sus tías, alrededor de una mesa de madera
moliendo la masa de maíz para después elaborar las cosas de horno, rosquillas,
hojaldras; las risas; los gritos; el fogón en el suelo donde ponían a hervir
los nacatamales especiales que la tía Magdalena les daba ese toque tan genuino
que por ello los llamaban los nacatamales especiales de la tía Magda; ni el almíbar
que preparaba la abuela Manuela con productos todos recolectados del patio; no
miraba los pescados secos que el tío Gustavo arponeaba en el muelle de la
Texaco y que desde el lunes pasaban secándose al sol en el tendedero de ropa para
que estuvieran listos ese viernes y preparar el delicioso arroz con pescado que
la abuela Manuela hacía con esmero al estilo hondureño, su tierra de origen.
La alegría giraba alrededor de la mesa
engalanada para la ocasión: manteles, platos, cubiertos, vasos, todo
esmeradamente colocados con precisión, como se hacía todos los viernes santos.
Todos sus sentidos activados percibían el aroma del maíz transformado, el hervor
del perol de nacatamales, el arroz con pescado bañado con una salsa espesa secreta
de la abuela, el dulce del almíbar. Vio que todos ocupaban su lugar definido en la gran mesa redonda
de madera inhalando el aroma de tierra mojada bajo sus pies después de ser
regada con baldadas de agua para bajar la temperatura a la sombra del árbol de
mango.
Después de almorzar se preparaban para partir
hacia la Playa de El Tortuguero donde disfrutaban al máximo una tarde de arena,
sol y playa entre ellos y otros amigos del puerto. Tanta dicha, tanta alegría
al estar entre su familia y conocidos al atardecer en un viernes santo.
Este año la semana santa era diferente. Mientras esperaba que
Juan llegara del trabajo se sentó en la cama, tocó el power de la computadora, abrió
los archivos de fotos que guardaba en la nube y se reconfortó con recuerdos del
pasado. Ahora estaba en un lugar extraño, lejano y frío, en una casa sin olor
ni sabor a semana santa.
Extrañaba las voces, los gritos y las risas,
las charlas cómplices con sus primas, los abrazos, los besos. Se sentía sola y
triste en un país extraño, un país que no era el suyo.
Algo que la inquietaba manteniéndola en alerta
desapareció cuando sonó el timbre del teléfono. Confirmó que la familia, reunida
como siempre en casa, añoraba a sus miembros que habían partido al exilio por múltiples razones, y al
igual que ella, también recordaba los olores y sabores de semana santa en años pasados.
miércoles,
6 de abril de 2022
Nueva Guinea, RACCS.
Foto propia: Álbum familiar.
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