La familia lo ve otra vez en la sala.
Camina despacio, como si el sueño lo
llevara de la mano.
Frente a la mesa de billar invisible,
se convierte en campeón de pool.
Toma el taco imaginario, lo cubre de talco,
lo gira en el aire como hélice de avión,
sopla la punta con delicadeza.
—Cedita, cedita… allí te va —susurra,
como si los rivales estuvieran atentos a su
jugada.
Con precisión de experto golpea cada bola,
una tras otra,
hasta que la bola ocho rueda y desaparece
en el agujero final.
Entonces suelta el taco y abre la puerta
del porche.
Ahora navega. Pilotea una panga en alta
mar.
Con la boca imita el ronquido del motor.
Sus manos, firmes en el respaldo de una
silla,
mueven el rumbo mientras su cuerpo brinca,
siguiendo el vaivén de las olas que sólo él
siente.
Nadie se atreve a despertarlo.
Temen que un susto le robe el corazón en
plena madrugada.
Su madre, desde la mecedora, no duerme.
Lo mira así sonámbulo con los ojos húmedos,
las manos apretadas como si rezara sin voz.
"Mi cipote... mi pobre hijo —piensa—,
tan lejos, tan adentro, y yo aquí sin poder
alcanzarlo".
A veces se culpa en secreto,
como si alguna tristeza vieja se hubiera
metido en sus sueños
y no lo dejara volver.
Ya no le basta con dejar la puerta abierta.
Ahora deja también la luz del corredor
encendida,
por si una claridad lo guía de regreso.
El hermano menor, en cambio, ya no soporta
más.
Se revuelca entre sábanas.
—¡Otra vez, mamá! ¡Otra vez! —murmura—
¿Y si se cae? ¿Y si no vuelve?
¿Y si esta vez sí se va del todo?
En esa casa, las noches se llenan de pasos mudos
y preguntas sin respuesta.
Atraca en el muelle invisible.
Camina por un callejón, silbando, la cabeza
erguida.
Tararea su canción favorita: Bahía de
Bluefields, puertecita del mar.
Nunca pasa de esa línea. No necesita más.
Ha pasado mucho tiempo.
La familia, cansada, le da vueltas.
—Ya es hora… regresá, buscá el camino.
Su mujer siempre está allí.
No duerme del todo. Lo espera. Lo escucha.
Cuando él pasa, sonámbulo, con la mirada
ida,
ella se incorpora sin hacer ruido,
y le toma las manos tibias,
como si al tocarlas pudiera espantar la
oscuridad.
Siente el corazón acelerado de su marido,
y quisiera decirle que regrese, que no se
pierda,
pero ya aprendió que en ese mundo no se
habla.
Lo guía en silencio, paso a paso,
como quien acompaña a un niño extraviado
por un bosque que solo él conoce.
Y cuando tropieza, no lo suelta.
Cae con él, por él,
porque el amor también camina dormido
algunas veces.
Al amanecer, despierta feliz.
Por la tarde, como cada día,
sale a caminar por las ocho cuadras
del downtown de Bluefields
como si la noche anterior no hubiera
existido.
2 de junio de 2025
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