Aún no amanecía. La lluvia caía tormentosa
desde que bajé del último bus de la noche que me dejó en los alrededores del
monumento de Nueva Guinea. Al bajar, busqué los aleros de las casas de madera
como resguardo. Llovía intensamente, con ráfagas de viento que se ensañaban en
las ramas de un árbol de mango y una llama del bosque. Los plásticos negros de
los tramos del mercado papaloteaban, rugiendo con fuerzas sin abandonar la
armazón de madera que envolvían. Las calles y sus huellas de pasos humanos y de
bestias, buses y camiones, estaban lavadas, convertidas en un barrizal
resbaloso.
Al calmarse las ráfagas de viento, la
intensidad de la lluvia cedía. No se escuchaban voces, solamente el chischís de
la lluvia sobre los techos de zinc. Me cubría con la capucha de la chaqueta que
usaba con frecuencia en esos viajes. Desde mi resguardo podía observar las
cuatro esquinas del mercado con su monumento en el centro, una gran piedra
sostenida por otras en su alrededor, apiladas unas a otras hasta tocar suelo
lodoso. En una ojeada vi la chispa de un cigarrillo proveniente del lado de los
silos de ENABAS y me dieron ganas de fumar.
Encendí un cigarrillo y exhalé humo húmedo que poco a poco se fue colando en un bombillo que
iluminaba los alrededores. Escuché un silbato proveniente de la parada de buses
y luego el ruido de un motor que fue encendido. La lluvia había cesado. Desde
las cuatro esquinas aparecieron varias personas que caminaban conversando en
voz baja como murmullos a escondidas, en dirección a la parada, rumbo al norte
del monumento. Son viajeros, pensé y seguí fumando y observando.
Recordé la primera vez que llegué a Nueva
Guinea. Corría el año 1986 y eran tiempos de guerra, antes del huracán Juana
que devastó comarcas, colonias y casco urbano. Fue una visita corta; acompañaba
a una delegación de gobierno que visitaría varias colonias con funcionarios
locales. En un santiamén, después de tener una charla con un colectivo de
costura de mujeres, me encontré en el campo visitando un área de cultivos, en
una intersección de la carretera que no recuerdo propiamente el lugar porque el
vehículo giró en varias direcciones, quizás fue en Río Plata, Los Pintos o en el empalme
de Yolaina, no estoy seguro, siempre he tenido esa incógnita. Repentinamente,
bajo el quicio de una puerta de las casas que miraba de frente, un hombre emergió
de un plástico negro que lo cubría totalmente y me sacó de mis pensamientos.
De pie, desperezándose, el hombre miraba hacia
todos lados como si recién bajaba de una nave extraterrestre en un planeta extraño. Recogió el
plástico hasta doblarlo y colocarlo bajo su sobaco. Comenzó a caminar en
dirección al monumento. La tenue luz del bombillo lo fue revelando poco a poco.
Sus pasos eran pesados, torpes como los de un gigante que se balancea herido en
sus rodillas, cubiertas con tiras de tela. Calzaba botas de guardias
desamarradas y al avanzar provocaba un sonido seco con las lengüetas
alborotadas. Sostenía su pantalón corto con un mecate y mostraba el pecho tras
la camisa mal abotonada. ¡Lola!, ¡Lola!, gritó un caminante y corrió enfurecido
tras el hombre, gritando malas palabras y dejé de verlo cuando dobló hacia la
parada.
Amanecía. La neblina fue apoderándose de los
alrededores y sentí frío. Ese frío mañanero del trópico húmedo te hace tiritar
y provoca las ganas de tomar un café acompañado por un cigarrito. Y por ello encendí
otro.
Proveniente del oeste, bajando hacia el
monumento, vi que un vehículo hacía cambio de luces a la distancia. Es Bertini,
pensé. Bertini, un viejo amigo, tenía negocios en varias colonias y me había
pedido que lo acompañara a valorar un área de café en el sector de la Esperanza
y Nuevo León. Venía viajando desde El Rama y necesitaba saber cuántos quintales
cosecharía. Yo haría el muestreo de las plantaciones.
Entre el parpadeo de las luces, Bertini tocó
varias veces la bocina del jeep. Vi que esquivó un bulto que salió de la
bocacalle de la casa esquinera de Sandoval, se orilló al lado del comedor
Paulito y frenó en seco, chorreándose unos metros en el lodazal. Bajó
rápidamente del jeep, buscó el bulto esquivado y me acerqué.
Bertini se mostraba nervioso. El motor del jeep
estaba al ralentí y humeaba, mezclándose en un círculo de neblina y calor. ¡Es
eso!, ¡eso!, dijo Bertini, señalando una figura que bajaba tambaleante en
dirección al monumento. Vi, entre la niebla y la primera luz del día, caminar a
un hombre. ¡Lo ves!, ¡lo ves!, agregó.
Era un hombre de un mostacho y cejas tupidas, de
unos 40 años, de altura mediana, complexión fuerte y pasos pesados, pero por
vestimenta llevaba puesto un baby doll de color fresa. Iba vestido únicamente
con el baby doll que le quedaba tallado al cuerpo y se tambaleaba. Al pasar a nuestro lado dijo adiós amigos con
un deje etílico. En su pecho mostraba bellos tupidos, el largo del baby doll
llegaba hasta la parte superior de sus nalgas que eran cubiertas por un calzón
fresa en juego con la parte superior del camisón para damas.
No respondimos al adiós, nos quedamos mudos viendo
al hombre caminar en baby doll por las calles de Nueva Guinea al amanecer, y
dejamos de verlo cuando dobló por el monumento en dirección a la parada de
buses. ¡Qué cosa¡, ¡es increíble lo que se puede ver en Nueva Guinea!, dijo
Bertini riéndose a carcajadas.
Luego caminamos hacia el monumento y nos
tomamos una taza de café con pan untado de mantequilla en un puesto de venta
que había instalado una señora al amanecer. Nos reíamos del hombre en baby doll
y así pasamos todo el recorrido por la carretera desbaratada que nos llevaba a
La Esperanza, preguntándonos quién era ese hombre, si estaba con su amante o en
una cantina donde se había emborrachado y lo habían desplumado y vestido con el
baby doll, o salía a esas horas de una fiesta de disfraces. Las respuestas a nuestras interrogantes sólo quedaron en quizás o
talvez, en nada más, pero la risa que nos provocó verlo embutido en el baby doll nos duró por muchos años.
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