Salgo a las calles de esta ciudad del sureste de Nicaragua asentada en el corazón de trópico húmedo; las recorro de este a oeste y de norte a sur. Llego al mercado a hacer las compras que mi patrona me encomienda, me dirijo al tramo de doña Mary, un tramo pequeño, situado en una esquina donde casi siempre está ocupadísima atendiendo a otros clientes o acomodando sus productos que saca y mete diario entre una hilera de tablas para protegerlos de “los amigos de lo ajeno”, aun cuando paga un vigilante con sus vecinas. Aprovecho su quehacer y meto mano en la canasta de bananos: uno, dos, tres y pregunto por el depósito de basura; “allí, debajo de esa mesa”, contesta sonriente. Le dejo la lista de las compras y camino hacia la sección de las comiderías, “¿amor que vas a comer?”, “¡vení papacito, aquí tengo esta sopita para controlarte los nervios!”, “tomá amor, esta tortilla calientita, como te gusta”, dicen halándome de la mano, descontrolándome las muchachas provocadoras que ahora les llaman “impulsadoras”, mientras las dueñas sonríen como si se dieran cuenta de lo que pienso.
Con ellas quisiera quedarme todo el día, así quién no, pero cómo dice Chico Vela, “chiva con el supervisor, tengo que estar con el ojo pelado, nunca se sabe”. La que hace las tortillas es una diosa del maíz, las palmea con encanto; toma masa con su mano derecha, la juega, la acaricia con la palma de sus manos cargada de fineza, hace una pelota, se queda como hipnotizada y de pronto vuelve su mirada de reojo en alerta hacia los clientes como tratando de descubrir si la observan. Dejo de mirarla, vuelve a la pelota y de una palmada la aplasta como recordando alguna pena o dicha, y adopta una posición de seguridad: abre sus largas piernas, mueve en círculos su cintura al ritmo que palmea la masa, le quita el plástico con maestría y la tira al comal ardiente. “¡Dame veinte tortillas!, ¡sos mi tortillera preferida!”, le digo. Es joven, alta, morena como la canela, pelo negro largo lleno de colochos y se pinta los labios de rojo. Mientras escoge las tortillas le cuento lo de la reina de la masa. “¡Ay señor, usted me descontrola!”, contesta sonriente y por instinto vuelve a tomar masa con su mano derecha.
Cargando la bolsa caliente decido ir a dar una vuelta por la terminal que recién han mejorado, cubriendo con concreto rígido la explanada frente a la caseta del parqueo de buses y camiones. Los comerciantes se quejaron porque el negocio se le había venido abajo al trasladar el estacionamiento frente al mercado, cerca de la esquina del movimiento. Como sucede en todo, “si no te quejas, no agarras”, dice Archibold; apresuraron el trabajo y ya está funcionando en su antiguo lugar, aun cuando faltan obras por finalizar. Terminal casi nueva, pero el mismo descontrol: camiones IFA con ciudadanos y ciudadanas sentados en bancas, los que agarran lugar, hacinados como sardinas enlatadas; el resto colgados o encima del techo para dirigirse a sus colonias en los desbaratados caminos de todo tiempo que unen la ciudad con ellas. El gobierno local echándole la culpa al MTI, quien no hace nada hasta que la gente se levanta y protesta por la mala calidad del trabajo de mantenimiento que hacen en los caminos, mientras los transportistas y sus “cooperativas”, bien que tal, tienen el monopolio del transporte y la venta de combustible, así quien no, se aprovechan del descontrol y de la vista “pachona” de las autoridades, porque hasta cantinas tienen que les llaman “automarket”.
Regreso donde doña Mary, cargo las compras y me dirijo a DISSUR. Ya no los aguanto, la cuenta no baja, sube y sube todos los meses. “Necesito que revise el consumo de energía de mi casa, ese medidor debe estar descontrolado”, le digo a la jefa de la oficina. “Usted consume 8.15 kwh por día”, contesta luego de hacer el cálculo según la factura. Le argumento que desde hace meses vivimos solos mi mujer y yo, que tengo un abanico, un televisor que lo encendemos por la noche al acostarnos para ver las noticias, una computadora, que le enciendo una bujillita a la virgen después de las seis de la tarde, una lámpara de cuarenta watts por la noche y una bujía ahorrativa. “Otras casas que hacen fiesta, llenas de gente y electrodomésticos pagan menos, necesito que me cambie el medidor”, insisto. “Pague esta factura y cuando le llegue la próxima haga el reclamo”, me dice sin respirar, sin parpadear, sin verme a los ojos, como un robot.
Debo pasar por el banco. La fila es interminable. A esa hora los depositantes cargan grandes bolsas llenas de dinero; los vende pollo, los vendedores de cerveza y ron, las microfinancieras que “tienen descontrolados a los campesinos, hasta el cuello”, como dice “el Pelón” de la UCA, los grandes comerciantes de ganado y la fila no avanza, la gente desespera. “¡“Viejo, hace fila”!”, dice el Guatuso que siempre anda la camisa mal abotonada. “Respetá mis canas, tengo prioridad por Ley”, le digo volviendo a ver al vigilante y me ubicó en frente de la ventanilla sin entrar en la fila. “¡Don Ronald, usted todavía no tiene sesenta años!”, dice Irlanda. “La cédula habla sola”, contesto. “Usted anda por los cuarenta y cinco, lo veo rejuvenecido como lechuga recién cortada”, dice y todos ríen a carcajadas. “Tres cuartos” mete su cuchara cuestionándome, tratando que ingrese a la fila y al decirle que sí dejara de pintarse el pelo tendría prioridad, se queda calladito. Al retirarse el cliente que atienden en la ventanilla tomo su lugar. La cajera que atiende está cansada, pero trata que no se le perciba sonriendo por obligación, “buenas tardes”, le digo y entrego la cédula y tarjeta. Al ver la cédula duda por segundos, me observa detenidamente, vuelve a sonreír, sonrisa verdadera, hace la transacción y, al concluir, entrega los documentos diciéndome en voz baja: “hoy todos andan descontrolados”.
Foto: Krieg de Sergio Orozco.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Sábado, 10 de marzo de 2012