Creció con la caricia de la brisa
en el rostro, flores silvestres a sus pies, güises y colibríes cantando frente
a su ventana y, un poco más allá, el rumor de la cascada en las piedras el río.
Conquistaba el mundo a su alrededor y le ayudaba a su mamá: barría la casa,
jalaba agua desde la quebrada y cosechaba hortalizas y flores que crecían en el
huerto familiar.
Juliana no estaba lista, pero escapó
con un hombre que llegaba a vender a la casa todos los jueves. No tenía la edad
para hacer esas cosas, apenas comenzaba a estudiar el segundo año de
bachillerato en Naciones Unidas, pero el vendedor se la llevó a vivir solita como
viven los casados.
Dice estar enamorada pero para mí
que no, huyó del terror que le tenía a su padrastro, de la indiferencia de su
madre, de sus primos que nunca desperdiciaban oportunidad para meterle mano y
tocarle el cuerpo. Ya no soportaba a sus dos medios hermanos mayores que la
menospreciaban y siempre reclamaban cosas para ellos: ¡la casa es mía!, ¡las vacas
son mías!, ¡la tierra es mía!
Juliana ahora tiene un hombre y
una casa; tiene una cama, almohadas y sábanas; un comedor de cuatro sillas,
tazas, vasos, platos, cucharones y una refrigeradora, todos de plástico. En la
sala tiene muchas otras cosas más en los bultos que el hombre lleva a vender en
sus giras semanales.
Está maravillada porque el
semanero le da dinero para que compre sus cosas en las tiendas de la calle central y
el mercado de Nueva Guinea. Pasa feliz, excepto los días sábados, el día que regresa
borracho, enojado y furioso sin querer hablarle. En una ocasión desbarató la
puerta del cuarto de una patada, ella nunca olvida sus botas vaqueras atravesadas
entre la madera hecha astillas.
Los domingos pasa de lo más amable con ella; no le permite distraerse con el teléfono, ni asomarse por la ventana de madera, sólo quiere estar acostado con ella y no deja que la visiten sus nuevas amigas del barrio. Los lunes que se va, ella respira profundamente y vuelve a sonreír.
Los domingos pasa de lo más amable con ella; no le permite distraerse con el teléfono, ni asomarse por la ventana de madera, sólo quiere estar acostado con ella y no deja que la visiten sus nuevas amigas del barrio. Los lunes que se va, ella respira profundamente y vuelve a sonreír.
Juliana se balancea por las
tardes en una mecedora que tiene en el corredor, así sus vecinos y los que
pasan por la calle pueden dar constancia que siempre está en la casa. Observa
las cosas que tiene: un espejo dorado frente al que sueña, dos sillones y un
televisor Sony inteligente. Le encanta mirar la barandilla de madera pintada todita
de blanco, los atardeceres, la lluvia y las avispas florecidas que crecen al pie
del cerco de ocho hilos de alambre de púas que dan vuelta a su alrededor como
si trataran de enrollarla, pero lo que más admira son las flores del jardín con
las que un día hará el ramo de su casamiento.
04/12/2019