viernes, 26 de agosto de 2011

MENSAJES SEDUCTORES

Entró en su vida como destello de luz inesperado: sacudiendo cimientos, revolviendo su conciencia, despertando pasiones y sentimientos que creía olvidados por el paso de los años. “Lo confieso, la ilusión se apoderó de mis sentidos”, dijo con tono de melancolía en la mesa. “Me enamoré de su juventud, de su voz infantil, de sus ocurrencias de niña; su inseguridad, su fresca piel, sus labios rosa y su pasión desenfrenada colmaron mi vida”, agregó. El cabello gris ralo, las ojeras bajo sus ojos negros, las pecas de sus manos y su voz pausada reflejaban penas de corazón herido. “Qué dicha, a tu edad deberías festejarlo”, respondí para darle ánimos. Vació de un trago su vaso, ordené dos cervezas y, sin interrumpirlo, escuché con curiosidad su relato.

Me sedujo a través de mensajes de texto, nunca dijo cómo obtuvo mi número y con los días perdí interés en saberlo. El primero nunca lo podré olvidar. “Hola señor, usted no me conoce, pero yo sí, quiero ser su amiga”. Desde el inicio pensé que era alguna broma de mis amigos, ya sabes cómo son, siempre inventan cosas para luego comentarlo a carcajadas entre ellos. No respondí al instante, pero en el transcurso del día recibí otros mensajes en cascada. Respondí preguntando quién era y me dijo su nombre. Recorrí con el pensamiento los nombres de las amigas de mis amigas y no encontré ninguno parecido. Tomé mi otro teléfono y marqué su número, siempre con la duda de que se tratara de una broma, nunca se sabe. “Hola, ¿quién habla?, respondió una voz dulce; dije mi nombre, Simón. “Usted es bandido, ¿por qué me llama de ese número?”, contestó. Para cerciorarme que esto no es una broma, respondí. “Es que no cree lo que le digo, usted me gusta, lo he visto por las calles y siento una atracción fuerte por conocerlo”, agregó.

Me desborde en la aventura. Dos días después, al anochecer, la busqué por dónde me dijo que estaba. Estacioné la camioneta y me di cuenta que era ella al verla contestar mi llamada. “Lo estoy viendo, dé la vuelta y sígame hasta la parte más oscura”, dijo y caminó por el andén. Al verla, mi corazón palpitaba como el de un niño emocionado y al estacionarme subió a la camioneta. “Al fin decidió conocerme”, dijo. Vieras la preciosura de mujer: joven de veinte años, cabello castaño, delgada, bien formada, su voz dulce y tierna, sus ojos color miel, sus labios frescos y, lo mejor, decidida a todo. Nunca la había visto, no la conocía, hasta esa noche que me perdí en sus brazos. Me amó con ternura, como a un niño.
           
Con el tiempo insistía en verme y volvimos a amarnos una y otra vez. Luego comenzó a mostrarse extraña y hablaba de sus problemas con su madre, de su exmarido, su hijo y de las carencias que pasaba. Sospeché que la atracción que sentía era por mis posibilidades económicas y ahora me doy cuenta que por ello me envío esos mensajes. ¿Cómo lo sabes?, ¿hablaste con ella sobre el asunto?, pregunté. Meditando, tras una larga pausa, contestó: “Es ella, la que está en aquella mesa, con aquel tipo”. Al volver la mirada la vi de espalda. Con disimuló me dirigí al baño y, al regresar, descubrí la causa de sus penas, la herida abierta en el corazón de Simón. “No te preocupes, ella se lo pierde, no te merece”, dije. “¿No te ha visto?”, pregunté. “No, llegué después de ella”, contestó. Al verlo dolido pedí la cuenta y pagué las cervezas. “Vámonos, busquemos otro sitio donde estén más heladas”, le dije. “Sí, vámonos, de seguro un día de estos te llegan sus mensajes”, me contestó riendo a carcajadas. “Los estaré esperando, hombre precavido vale por dos”, le contesté y dejó de sonreír.

Meses después, recibí el mismo mensaje. Se lo mostré a Simón y volvimos a la misma mesa donde escuché sus consejos: “No te atrevas, no cometas el mismo error”, dijo. “No lo haré, prefiero los del chat de Facebook, aunque a veces me dan ganas de reventar el mecate”, respondí ante su mirada incrédula.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Jueves, 25 de agosto de 2011