La carretera de
macadán hacia Nueva Guinea partía en dos la finca Mokorón que albergaba a
cincuenta familias evacuadas desde las profundidades de la montaña y, donde
antes predominaba el verdor de los pastos, el plástico negro sobresalía desde
la distancia. Mi labor consistía en realizar una inspección de los
asentamientos porque en los medios internacionales eran denunciados como campos
de concentración.
A tempranas
horas sostuve una reunión con el responsable del asentamiento. Me facilitó los
nombres y apellidos de los evacuados, el nombre de sus comunidades de origen y
los bienes que habían logrado salvar; unos tenían cerdos y gallinas, otros unas
pocas vacas pero la mayoría llegó sin nada más que su propia vida. Luego hice
el inventario de los alimentos y enseres domésticos que tenían para
garantizarles alimentación así como sus requerimientos para tres meses y, al
concluir, salí a constatar las condiciones en que se encontraban las familias.
Los hombres y
las mujeres estaban atareados; armaban la estructura de las champas con madera
rolliza, clavándola hasta formar dos triángulos unidos de sus ángulos
superiores por largos troncos que enlazaban con otros de menor tamaño de sus
lados laterales para cubrirlos con el plástico negro. En el recorrido encontré
a un anciano sentado en un tronco frente a una champa inconclusa.
—¿De dónde viene?
—De El Delirio —respondió con una
sonrisa.
Era su comarca,
su lugar, su hogar y por sólo el hecho de nombrarlo su rostro se iluminó.
Simplemente por eso.
—Estaba cuidando cerdos —explicó.
—¿Cerdos? —pregunté sin ponerle
mucha atención porque la labor de los otros me atraía.
—Sí, los engordaba con yuca y
guineos. Fui el último en salir de El Delirio.
Me fijé en su
barba larga y cabello blanco, sus ojos eran azules como los de un norteño, sus
cejas gruesas y plomizas, calzaba botas de guardia y vestía de jeans con camisa
manga larga.
—¿Qué tipo de cerdos?
—De varios —dijo acariciándose la
barba con su mano izquierda—. Tuve que dejarlos en la parcela.
Observaba a los
hombres de los lados afanados en la construcción de las champas con ayuda de
las mujeres. El responsable del asentamiento estaba a mi lado. Al fondo, en lo
alto de un cerro, los milicianos hacían excavaciones para atrincherarse de día
y noche en sus horas de posta.
—La contra nos anda merodeando
—dijo el responsable cuando notó que los observaba.
Debía dormir esa
noche en el asentamiento y partir al día siguiente hacia otro ubicado cerca de
Nueva Guinea.
—¿Cuántos cerdos eran? —pregunté.
—Nueve, tres curros y seis
chapiollos, de esos que son picudos y no se sabe qué sangre tienen —contestó
mirando fijamente al responsable.
—¿Y tuvo que dejarlos en la
parcela?
—Sí, por la artillería, por los
cohetes que caían haciendo grandes huecos el teniente me dijo que no había
tiempo, que debía apurarme para alcanzar el camión.
Los niños y las
niñas corrían en los alrededores, jugaban y gritaban en ese mundo gris que los
mantenía a salvo.
—¿Y no tiene familia? —le pregunté
mientras observaba a cinco campesinos que arreaban varias vacas en dirección
contraria al cerro donde estaban los milicianos.
—No —dijo —, a nadie, soy sólo, mi
patrona ya falleció.
—¿Y qué bando le gusta?
—Ninguno, no me interesa la
política, vea a lo que nos han llevado. He andado largos caminos, tengo setenta
años y creo que ya no puedo seguir más.
—¿Y la champa?, ¿cuándo la termina?
—Ellos me van a ayudar cuando se
desocupen —dijo señalando a los vecinos.
Me despedí del
anciano y seguí recorriendo el asentamiento. Por la noche se realizó una
reunión con los representantes de cada comunidad evacuada para conocer la
problemática que enfrentaban. Dormí en una hamaca colgada en el corredor de la
casa hacienda y a las tres de la mañana me despertó el sonido de las ráfagas de
los fusiles que escuchaba en los alrededores, más allá del cerro.
Cuando aclaró el
día me dijeron que no había bajas que lamentar, pero al recorrer el
asentamiento constaté que el anciano de barba blanca y cabello largo había
desaparecido con las dos familias que estaban ubicadas a los lados de su
champa. “Se fue con la contra, lo vinieron a buscar”, dijo el responsable
cuando pregunté por él.
Era un día
soleado, el resplandor del sol sobre la copa de los
árboles se filtraba a ambos lados de la carretera y, en el trayecto hacia “El
Níspero”, no dejaba de pensar en la suerte del anciano y sus nueve cerdos.